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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOQUINTO



UN MUERTO EN EL MONTE

Evaristo no hizo el camino descuidadamente como en la vez primera. En ésta iba poniendo mucha atención en el rumbo, fijándose en los grupos de árboles, en las rocas, en las veredas que se cruzaban, y no cesó de hacer preguntas al mozo que lo guiaba, de marcar con un cuchillo algunos árboles y de amontonar piedras de trecho en trecho, para que todo le sirviera a fin de no extraviarse si tenia necesidad de bajar a la hacienda La Blanca o a las ciudades de Texcoco y Chalco. La cuadrilla de indios le ayudaba, y caminaba con tanta seguridad como si fuesen sus propios terrenos. El indio y la montaña se conocen, son amigos viejos. La montaña mantiene al indio, le da sombra, abrigo y seguridad. El indio ama a la montaña, entra sin miedo en sus profundas soledades y jamás se extravía.

Evaristo, mixtura malsana del indio humilde y sagaz y del español altivo y ambicioso, había sacado únicamente las malas cualidades de las dos razas.

Evaristo llegó a buena hora, no obstante el lento y trabajoso paso de los asnos.

Mandó limpiar y barrer un pedazo de terreno lejos de la casa, allí descargó su complicado equipaje y juntando con su cuadrilla ramas y palos secos, los fue distribuyendo en las piezas de la casa y les dio fuego, habiendo sacado antes los pocos muebles y casas de uso que existían.

En efecto, al sentir el calor fuerte, comenzaron a salir de sus agujeros y a huir en todas direcciones, ratones, culebras, hormigas, cochinillas y toda clase de bichos que habían hecho durante años sus nidos y residencia en el antiguo edificio.

Al día siguiente, lo primero que hizo fue pasar revista a su cuadrilla y mandó formar fila a los hombres, que eran diez. Los encontró del mismo tamaño, perfectamente parecidos e iguales como si los hubiesen fundido en un mismo molde. Todos se llamaban José, sólo el que hacía de jefe o capataz se llamaba Hilario, y era un poco más grueso y alto que los demás. De las mujeres, los chicos de pecho y muchachuelos, no hizo caso.

Evaristo quedó enteramente contento de la cuadrilla. Mientras más estúpidos, mejor: así le convenían para sus planes.

- Bueno -le dijo a Gato Montés, que era el nombre que había puesto al capataz-. Me conviene la cuadrilla, y si quieren se qUedarán conmigo formando un pueblo, y tú serás el alcalde.

- Como su mercé quiera -le contestó Hilario, que parecía más listo que los demás y hablaba mejor el español-. Sólo que nos ajustaremos para ver si quieren quedarse y les conviene.

- Les pagaré como en las haciendas: dos reales y medio a ti, dos reales a los peones y un real a los muchachos: tú tendrás dos cuartillos de maíz cada semana, y los demás comprarán el que quieran, a cinco pesos carga; el mismo precio a que se los venden en La Blanca. Harán sus jacales con ramas y piedra a inmediaciones de la casa.

Hilario se quedó reflexionando un momento, después habló en su idioma a la cuadrilla, que escuchó con atención, y luego contestó a Evaristo:

- Dicen que se quedarán con su mercé; pero que quieren tener su nombre cristiano y no de animales, porque todos están bautizados: que en lo demás, servirán a su mercé: que gritando José, no tiene más que hacer, y cualquiera de ellos que venga será el mismo.

Cinco de los indios entrarán en el monte a cortar palos y a juntar piedras para comenzar a construir las casas, y los otros cinco limpiarán la casa principal.

- Entonces, a trabajar -dijo Evaristo.

Las mujeres hicieron su rancho aparte debajo de los árboles, y ayudadas de los muchachos comenzaron a preparar el maíz para el atole y tortillas.

Con estos nuevos elementos que se proporcionó, sembró un par de milpas en la parte más plana y unos campos de cebada en las laderas, y esperó una buena cosecha; pero mientras crecían Y maduraban las semillas, dedicó su tiempo y su atención a explorar y a conocer la montaña. No hubo barranca que no bajara, ni grupO cerrado de árboles que no reconociera, ni vereda de ganado que no siguiera.

La barranca no sólo estaba oculta por una serie de árboles que terminaban en su orilla para reaparecer otros más frondosos que cubrían el descenso, sino que en el fondo estaban de tal manera cerrados Y espesos que a treinta pasos ya no podía descubrirse no sólo una persona, ni diez que quisiesen escapar. Además, había en el fondo corrientes de agua clara y cuevas a diversas alturas, con las condiciones necesarias para abrigarse de la lluvia, del aire Y del frío, y poder internarse en sus oscuros laberintos y quedar al abrigo de toda persecución.

Estas excursiones las hacía Evaristo unas veces a pie, acompañado de la cuadrilla, pues casi todos ellos y guiado por algunos de los indios, habían trabajado en esos rumbos como leñadores y carboneros o como pastores de ganado, y otras montaba a caballo y se echaba a andar con precaución, no desviándose mucho de la línea recta hasta no estar seguro de volver a encontrar el camino de su regreso, o por señal alguna que dejaba. Su objeto principal era ligar, por decirlo así, el camino al través del monte entre su rancho y el albergue de Río Frío, donde paraba la diligencia a las horas del almuerzo, y donde concurrían forzosamente todos los viajeros y traficantes que hacían el camino de México a la costa.

Este trabajo era difícil y arduo, pero Evaristo lo proseguía con tenacidad.

En una de estas excursiones, al examinar una mota muy cerrada de árboles para que le sirviese de guía, pues parece que allí se abrigaba del calor del sol y del granizo algún ganado vacuno, lo que podía reconocerse por las huellas, por la boñiga seca y porque de allí partían tres o cuatro veredas, escuchó el relincho de un caballo.

Aproximóse más, con ánimo de disparar al menor movimiento que sintiese, y vio un hombre tendido en el suelo.

El caballo permanecía inmóvil junto al muerto. Evaristo observó que en el ojo claro e inteligente de la bestia se habían formado lagañas y que resbalaban por su cara lustrosa algunas gotas de lágrimas. El animal sintió sin duda que se aproximaba gente, y el relincho había sido para pedir socorro.

El muerto parecía ser ranchero de esos que habitaban El Mezquital y Tierra Fría.

Bien vestido, de gamuza amarilla oscura, de fisonomía varonil, blanco, y de una edad que no excedía mucho de cuarenta años.

¿Cómo fue muerto ese hombre y por quién y cómo desde El Mezquital vino a dar al centro de montañas desiertas del otro lado del valle? Todo esto era imposible de saberse; ni aun se prestaba campo para hacer conjeturas.

Por fin, resolvió despojarlo de lo mejor que tuviera y apropiarse el caballo con los regulares arneses guarnecidos de plata. En Su registro, ganó un reloj antiguo de plata, seis onzas de oro y algunos reales, las espuelas y un paquete de cartas.

Contó a Hilario la aventura, y preocupado con ella, los dos mañosamente hicieron en los pueblos y en la misma hacienda La Blanca cuantas indagaciones pudieron, sin lograr ningún resultado.

Olvidado esto, y como las siembras iban creciendo bien y la casa estaba ya habitable, la atención de Evaristo se dirigió al rumbo de Chalco, y se propuso hacer una expedición de varios días hasta lograr ver y hablar a Cecilia y hacerle serias proposiciones de matrimonio.

La respuesta de Cecilia decidiría a Evaristo, agricultor honrado o ladrón de camino real.

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