Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOSEGUNDO



POESÍA DEL LICENCIADO LAMPARILLA

Apenas tuvo tiempo Cecilia de echarse las enaguas de seda amarilla y castor rojo, que tenía cerca, y cubrirse el seno con su rebozo, cuando asomó la cabeza por la puerta de la recámara el licenciado Lamparilla.

Siempre que convenía a sus miras e intereses, buscaba y encontraba un pretexto para aparecerse en casa de sus clientes y conocidos el día que menos lo esperaban.

Esta vez el motivo de su visita era para él muy importante.

Luego que María Pantaleona le abrió la puerta, se precipitó materialmente al patio.

- ¿Está tu ama en casa, María? -le dijo, haciéndole un cariño en la mejilla.

- Se acaba de bañar, y está ...

Sin esperar más y pensando que encontraría a Cecilia a medio vestir, no escuchó lo que seguía diciendo Pantaleona, y como sabia las entradas y salidas, se coló de rondón hasta la misma recámara.

Cecilia salía ya a encontrar la visita, y le latió que no podía ser más que el licenciado.

- ¡Cecilia! ¡Qué guapa estás! Dios te bendiga, salvadora de mi vida, dame esa mano.

- Con mucho gusto, señor licenciado; pase usted a sentarse, que vendrá cansado del camino. Anoche precisamente pensaba yo en usted.

- ¿Pensar tú en mí, y de noche? Buena señal.

- Pero no como usted piensa ... Algo le ha sucedido a usted -le dijo Cecilia, después de un rato de silencio-, porque ni habla y tiene los ojos fijos en el suelo. El cUarto lo cerré cuando tuvimos la desgracia, porque no quería mirase el pasajero lo que yo tenía o dejaba de tener, que a nadie le importa.

- Y a propósito, y ya que mientas al pasajero. ¿Qué ha sUcedido con ese pájaro, que me parece un solapado pícaro? ¿No lo has vuelto a ver?

- Ni a su sombra -respondió Cecilia.

- ¿De veras?

- ¿Tengo cara de embustera? -le contestó sonriendo.

- Basta, y vamos a platicar de lo que nos interesa. En primer lugar, te he quitado una molestia de encima -continuó Lamparilla.

- Es usted tan buen amigo, señor licenciado, que no hallo con qué pagarle, con haberme libertado del yugo de ese maldito San Justo me ha dado usted diez años más de vida, y en eso pensaba yo anoche ...

- Antuñano, el de la fábrica de hilados, pretendía que tú le pagaras los tercios de manta que se sumieron en el agua con nosotros.

- Esa era una sinrazón -contesto Cecilia sacando ya naturalmente todo el pie, con lo que bailaron de gusto los ojos del licenciado-. ¿Fui yo quien tuvo la culpa? ¿Quién nos hubiera pagado a usted y a mí si nos hubiéramos ahogado?

- Eso es verdad, en fin ... yo compuse el negocio manifestando al encargado de la casa que a tu canoa le hicieron un boquete debajo de la proa, y que íbamos a ser víctimas, y en vez de cobrarte, me ha dado la comisión de que me encargue a su costa de que saquen, si se puede, los tercios de debajo del agua, y se regalen a los niños de la cuna. Vaya, mejor así. Ya verás ... Tú que entiendes de estas cosas, te encargarás de que saque del canal los tercios de manta, y mojados y todos, los mandas a la cuna, a la calle de la Merced, que te den un recibo y punto concluido: de paso podrás quizá sacar la canoa y las mujeres que se ahogaron seguramente. ¡Qué cabeza! ¿Creerás que hasta este momento me acuerdo de las pobres vendedoras de pájaros?

- En cuanto a la canoa, ni pensarlo -le respondió Cecilia.

- Desde esa noche de luna, que recordaré toda mi vida y que no sé si llamar feliz o desgraciada, no pienso más que en ti, Cecilia, y nada más que en ti.

Cecilia soltó una franca carcajada.

- Puedes reírte y hacerme burla hasta que te canses, pero es la verdad.

- Ni lo imagine usted, señor licenciado. ¿Hacer yo burla de una persona a quien debo tantos beneficios? Ni lo he pensado -le interrumpió Cecilia-. Lo que sucede es que no creo que usted, con tanto quehacer y tantas muchachas bonitas y decentes que hay en México, pueda estar pensando en una pobre frutera.

- Te empeñas tú en rebajarte y en estarte llamando pobre frutera Y trajinera; se conoce que no te has visto en un espejo de cuerpo entero.

- Ni Dios que lo permita. ¿Y para qué había yo de verme? Una tarasca gorda y prieta; para medio peinarme, tengo bastante con mi espejito ...

- Continuemos nuestra conversación y déjame contarte que es tan cierto que nada más pienso en ti, que hasta te he hecho unos versos.

- ¿Seguidillas, peteneras o de jarabe, señor licenciado? -le preguntó Cecilia con ingenuidad.

- Nada de eso; versos para ti, de lo que nos pasó a los dos, y de la traición de ese lépero de San Justo.

- Eso sí que estará bueno -dijo Cecilia con mucha alegría, arrimando su silla y acercando su cara junto a Lamparilla, que sacaba de su bolsillo un papel.

- Si te gustan, veré a un amigo, a Ocadis, que les componga una música, y la canción se llamará La Cecilia. Escucha:

El negro y torpe engaño
hicieron que tu nave
en agua mansa y suave
viniese a naufragar.

Y en la serena noche
de luna refulgente
nos vimos de repente
cercanos a morir.

¡Qué susto, Dios eterno!
Hundidos hasta el cuello,
yo no tenía resuello,
¡ay! ... infeliz de mí.

Mas tú, valiente reina,
la ninfa de los lagos,
gocé de tus halagos ...
Yo no quería morir.

Y el agua ya me ahogaba,
visiones mil veía,
ya pronto me sumía ...
¡y sin poder salir! ...

Mas tus amantes brazos,
Cecilia muy querida,
salváronme la vida
cuando debí morir.

Mujer encantadora,
pudiste tú escaparte,
mas preferiste ahogarte
unida junto a mí.

Tu muerte preparaba
un pícaro malvado,
su crimen ya ha pagado.
¿Estás contenta? Di.

Mi corazón es tuyo,
mi dinero, mi vida.
Cecilia mía, querida,
¿estás contenta? Di.

- Muy bonitos, señor licenciado -dijo Cecilia cuando Lamparilla acabó de leer su poesia y muy satisfecho doblaba el papel para guardarlo en su bolsillo.

- ¿Conque de veras te han gustado? -le dijo mirándola fijamente, para cerciorarse por la expresión de su fisonomía.

- Son preciosos; y seria bueno dárselos al cieguito Cayetano para que los cantara con el bandolón; voy a decirle también alguna cosa si me los lee usted otra vez. Si, estoy contenta, y muy contenta, señor licenciado, pues al fin usted me favorece mucho y se interesa por mí. En cuanto a dinero lo vamos pasando con el trabajo; y ya verá usted cómo, ya que San Justo no está de Administrador de la plaza, pongo mi puesto de fruta mejor que antes, comienza mi nueva trajinera a hacer sus viajes y en poco tiempo se recupera lo que se ha perdido. Yo estaria enteramente contenta, señor licenciado, pues al fin chacho que me servía, porque el pensamiento cuidaba todas mis cosas como si fueran suyas, y lo quería como si fuese mi hijo.

- ¿Cómo se llama? ¡Ah! Entonces no es ése; pero trataremos de encontrarlo -dijo entre dientes.

Lamparilla no quedó muy contento con el éxito de sus versos ni con las observaciones que le hizo Cecilia; pero mucho menos con que se fijara para completar su felicidad en buscar al muchacho que le sirvió de mozo; pero María Pantaleona los interrumpió diciendo que el almuerzo estaba en la mesa y si las quesadillas con rajas de chile se enfriaban, se pondrían tiesas.

Con esto, Cecilia se atrevió a tomar del brazo a Lamparilla y lo condujo al amplio comedor donde había una sencilla pero limpia mesa y las lustrosas sartenes de barro despidiendo el aromático vapor de los sabrosos guisos.

- Hemos venido al comedor, señor licenciado, del brazo, como dizque lo hacen las personas decentes. Yo sé de todo, y mentira le parecerá a usted lo que se aprende en la plaza. Por los mozos y criadas se sabe la vida de todo México.

Sentóse Lamparilla en la cabecera de la mesa y Cecilia a su derecha.

No obstante que era goloso y que los manjares ya servidos en la mesa, por sus adornos y olor podían despertar el apetito de un muerto, en lo menos que pensaba era en comer hasta que Cecilia llamó su atención.

- Algo tiene el señor licenciado que está tan distraído, y aunque las muchachas se han esmerado en la cocina, parece que nada de lo que está en la mesa le gusta.

Cecilia sirvió al licenciado un buen plato de huevos con longaniza fresca de Toluca, rajas de chile verde, chícharos tiernos, tomate y rebanadas de aguacate. La molendera envió unas tortillas peqUeñas y delgadas, humeando y despidiendo el incitante olor el buen maíz de Chalco.

Lamparilla desvió por un momento los ojos de Cecilia y los llevó al plato, cuyo vapor lo dejó sin vista.

- Vaya, Cecilia, te has portado como lo sabes hacer. Este plato, que un francés llamaría horrible revoltijo de salvajes, es de lo mejor que se puede pedir, y si tienes pulque curado, no hay ni qué desear. Tengo apetito y mucho, y aun cuando no lo tuviese, sólo el aroma que esto exhala resucitaría a un muerto. Por lo demás, te haces desentendida, bien sabes que ni estoy distraído ni tengo más asunto, ni otra preocupación que recrearme con tu hermosura. Por qué te ha hecho Dios tan ... así, así ... como Su Majestad no ha querido hacer a otras mujeres.

- Favor que usted me hace, señor licenciado.

- Lo que yo no puedo, comprenderás -le interrumpió Lamparilla tronando la lengua y saboreando el guisado de huevos y un buen trago de pulque de piña, espumoso, con su polvo de canela- ¿cómo no te has casado?

- Ya verá usted, así es la suerte de las pobres, y no me han faltado proposiciones, pero no me he inclinado al casamiento. Tan luego como acabemos de almorzar le enseñaré las cartas que tengo, y que guardo para atestiguar con ellas cuando alguna mala lengua quiera hablar de mí; pero por ahora déjese de amores y almuerce a su satisfacción.

Lamparilla estaba enfrente de una ventana, y tan entusiasmado que nada había podido llamar su atención. Sin embargo, al soslayo creyó ver una cabeza hirsuta que por momentos se levantaba al filo del bastidor y desaparecía después.

- La ventana de enfrente da a la calle, no es verdad, Cecilia.

- Da al callejón que se ha formado hace poco con la cerca del corral de enfrente, que estaba caída y ha reedificado hace un mes don Antero para guardar sus zontles (1) de leña.

- Pues alguno nos espía. Además es imposible que haya sido una ilusión -dijo Lamparilla volviéndose a sentar a la mesa.

- Yo nada vi -dijo Cecilia.

- ¿Quieres que demos una mirada al corral? -le contestó Lamparilla.

- ¿Y para qué dejar nuestro almuerzo por esta friolera?

- Es verdad, pero la curiosidad; y luego se me pasa por la cabeza que ese hombre que vino con nosotros en la canoa se ha propuesto perseguirte.

- No deja de echar sus tiempos -le contestó Cecilia.

- En fin -la interrumpió Lamparilla-, si era él u otro, debe haberse marchado del corral mientras nosotros hemos perdido el tiempo platicando. Acabaremos de almorzar tranquilamente Y después iremos por ese mentado corral de don Antero.

- Mientras usted fuma su puro, voy a dar una vuelta a la cocina, y me dispensará -le dijo Cecilia echándole en un pozuelo de China el líquido, más claro que lo que se acostumbra.

Lamparilla acabó su jlcara de café y continuó discurriendo:

- ¡La sociedad! ¡La sociedad! ¿Qué es la sociedad? ¿La gente con quienes tenemos negocios, el gobierno o la ciudad entera? Todo junto es la sociedad, efectivamente, y ésta nos impone deberes a los que por fuerza tenemos que sujetarnos. La sociedad dice que el chile, las tortillas, los chiles rellenos, las quesadillas son una comida ordinaria y nos obliga a comer un pedazo de toro duro, porque tiene un nombre inglés. La sociedad califica de ordinaria también a la que no se pone medias, ni viste traje con un corpiño hasta el cogote, cuando mejor es un pecho opulento que se trasluce por entre la camisa de lino, y unas piernas desnudas, de piel más fina que la mejor media francesa. No hay más que ver a Cecilia, y que venga Dios y lo diga.

Y tan entusiasmado estaba Lamparilla al recitar este admirable monólogo contra la sociedad, que ya hablaba en voz alta, y dio una tan fuerte palmada en la mesa, que hizo estremecer los restos de la vajilla que habían quedado.

Cecilia salió alarmada.

- ¡Qué cosas tiene el señor licenciado! Voy ya creyendo que se puede volver loco, y que va a parar a San Hipólito. Deje para otra esas ideas y, si gusta, iremos a dar una vuelta por el corral.

- Cabal, dices bien, y te lo iba yo a recordar.

Cecilia salió por delante, con su rebozo a medio embozar y mirando siempre al licenciado con una expresión que él interpretaba como el primer acto de la deliciosa comedia que se iba a representar en el solitario corral de don Antera. El suculento almuerzo y el pulque de piña habían trastornado completamente el cerebro de nuestro buen amigo.

Lamparilla la siguió, entró detrás de ella y, como se había propuesto, cerró con disimulo la puerta.

Cecilia comenzó a gritar con una voz aguda que podía oírse a cien varas de distancia:

- ¡Pantaleona, Pantaleona, tráete una barreta y una pala para hacer un hoyo y enterrar al señor licenciado!

- ¿Qué dices mujer? -le preguntó, sin dejar traslucir su sospecha, que pasó rápidamente.

- Lo que oye usted, señor licenciado -le contestó Cecilia riendo-. Haremos el agujero para enterrar un cabrito. hacerla en barbacoa y comerlo el domingo próximo; desde ahora está usted convidado; el almuerzo, se lo prometo. será mucho mejor que el de hoy.

Lamparilla, a pesar de su viveza, quedó como avergonzado y corrido. En dos minutos, Cecilia había destruido los perversos planes de su enamorado huésped.

Las dos mujeres caminaron delante; Lamparilla, detrás de ellas examinaba el terreno y los adobes de la cerca.

- ¿Ha descubierto usted algo? -le preguntó Cecilia.

- Nada, absolutamente nada.

- Pues yo si, y está claro.

- ¿Cómo?

- Vea usted las pisadas que vienen derechitas desde la puerta hasta la esquina opuesta. En algunos trechos están borradas adrede, pero vuelven a aparecer; y aquí tiene usted una piedra grande donde debió subir el espía, y al trepar rompió los ladrillos con que remata la cerca: vea usted los pedazos y el polvo de caliche en el suelo.

Salieron del corral, cuya puerta cerró Pantaleona, y entraron en la habitación.

- Me decías, Cecilia, que no te han faltado ocasiones y has tenido tus pretendientes.

- Y de todos tamaños y edades, y aquí tengo las cartas que prueban que no soy mentirosa.

Lamparilla desdobló un papel, plegado en cuatro, y leyó:

Tocinería del Enano, de la gran ciudad de Chalco. Bueno y barato. Manteca, tocino fresco, jamón para toda clase de personas.

Este letrero o encabezamiento estaba impreso en un papel teñido de amarillo. Después estaba escrito con letra gorda y torcida:

Te vide ayer tan chula que me dieron ganas de escribirte para decirte que tengo ya tres pesos semanarios con el patrón y la mitad de lo que se gane en la manteca, que no sé lo que abordaré a fin del año quentra; pero me quisiera ya casar contigo y no te lo habia dicho por vergüenza, pero ya ves que cuando mandas a Pantaleona por lo que se te ofrece se lo doy a la mitá de lo que lo vende el patrón. Conque contéstame un papelito o dale un recado pami a Pantaleona, y el domingo que matamos puerco te daré el chicharrón sin que me pagues nada. Adios tú, no te olvides de tu marido Crispin.

- ¡Qué bruto! -exclamó Lamparilla, tirando el papel.

- Aquí encuentro otra que no está tan apestosa como la del tocinero.

- ¡Ah! -contestó Cecilia-, ésa será la del perfecto.

- Dirás del prefecto.

- De ese mismo.

Cecilia, te amo con furor, ni de día ni de noche descanso. En el dia, los negocios y la persecución tenaz que hago a los ladrones; pero en la noche sólo pienso en ti: no duermo ni ceno bien, y cuando ceno de adrede mucho, me vienen pesadillas horrorosas en las que tú apareces como queriéndome matar. ¿Qué será esto? Desde que vine a este condenado pueblo y por casualidad te vi, ya no tuve sosiego. Queria yo mucho a mi mujer, que es bonita, pero no más que tú; y ahora, te lo confesaré, ya no la quiero tanto, y tú tienes la culpa; y Dios te ha de castigar si no me correspondes, porque tú tendrás la culpa de que se descomponga mi matrimonio. Contéstame, pues ya sé que sabes escribir; y si no quieres espérame el domingo cuando salga de misa de la parroquia, y te vas a un rincón de por donde nadie pasa, y allí hablaremos. Guarda el mayor secreto, porque si dices algo y me desprecias te irá mal, pues ya conoces el poder que tienen en los pueblos los prefectos, que pueden hacer diablura y media, y con estar bien con el gobernador nada les hacen. Cuento contigo y con tu reserva.

Quien tú sabes

- ¿Y qué contestaste a esta carta? -le preguntó Lamparilla.

- Pues nada respondl, sino que fui el domingo al rincón de la parroquia, donde me había citado el prefecto.

- ¡Eso no es posible! Tú me engañas y no te creo tan mala.

- Espere usted, señor licenciado, no se anticipe de malos pensamientos.

- Habla, habla, que no me vuelve el alma al cuerpo hasta que no me des una explicación.

- Señor perfecto -le dije-, usted es un hombre casado, y yo una pobre mujer aunque honrada, y no he de desbaratar un matrimonio ni dar qué sentir a una señora tan bonita, mejor que yo, que me parece lo quiere a usted, y me parece, también, por lo que se ve, que pronto le va a dar un hijo. Si me amenaza usted, mejor. Yo nada diré; pero si sigue usted persiguiéndome a todas partes, donde qUiera que voy, y parece mi sombra, me resolveré a contar el caso al señor cura y a la señora, y después hará usted lo que qUiera, que yo más vivo en México, cuidando mi puesto, que aquí. Conque adiós. Y me desprendi, y lo dejé abriendo tamaños ojos y como quien ve visiones.

- Bien, muy bien, Cecilia, no esperaba otra cosa de ti -eXclamó Lamparilla bailándole los ojos de gusto.

Lamparilla respiró y tomó otra carta del paquete de la correspondencia amorosa.

- Esa carta -le dijo Cecilia antes de que Lamparilla la abriera- es ya otra cosa; es de don Muñoz, del mismo que me ha dicho usted que lo han sacado en comedia, o por lo menos será su primo o su tío.

El licenciado desdobló la carta y leyó:

Querida Cecilia: Desde la primera vez, hace como cuatro años, que entraste a la tienda con Pantaleona a comprar tu menestra, me caíste muy en gracia por tu modo de hablar y tus maneras francas. Me pareciste una mujer honrada y he procurado indagar tu vida, y nada malo sé de ti. Yo era casado, como tú sabes, y como soy hombre muy sensible y honrado nada te quise decir de amor. ¡Dios me ampare! Pero cuando se murió mi mujer pensé en ti, y hoy que he cumplido el año de viudo he resuelto declararme, y creo que nadie del pueblo tendrá que decir nada de mí. Ya sabes que soy rico: mi tienda va cada vez mejor y me auxilio además con el contrabando del aguardiente. Me casaré contigo. Tú manejarás la tienda y yo me dedicaré al contrabando del aguardiente, para lo que cuento con tu trajinera, y arreglaríamos eso con los guardas de San Lázaro. Además, tú serás la madre de mis siete hijos, que han quedado huérfanos los pobrecitos, y dispondrás de todo lo que yo tengo; reunido con lo que tú tíenes, ya será un bonito capital, con lo que nos pasaremos buena vida. A los muchachos chicos los pondremos en la escuela, y a los grandes los iremos mandando a México, al colegio de San Gregario, para lo que cuento con mi compadre Rodriguez Puebla. Conque es cosa formal. Si quieres casarte conmigo, piénsalo bien y me lo dices. ¿Qué haces sola? Una mujer sola corre riesgo. El dia menos pensado te enamoraras de un pillo que acabe con lo que tienes. No seas tonta. Cuando quieras platicaremos de esto en la trastienda.

- ¿Y qué le contestaste?

- Pues yo, nada por escrito. Fui a la trastienda, platicamos largo, le dije que no me inclinaba todavía al casamiento, que me diera dos años para pensarlo; y él todavía tiene esperanzas, Y no deja de recordarme el negocio siempre que voy a la tienda.

Lamparilla no quedó muy contento con esta explicación, y con cierto malhumor tiró el paquete de cartas sobre la mesa.

- No, no quiero leer más.

Lamparilla ya no quería leer. Estaba molesto, pero la curiosidad fue superior a su malhumor, y siguió leyendo.

El plan es éste, Cecilia: sé, porque te he visto almorzar algunas veces, que guisas muy bien. Te vendrás a la hacienda en clase de cocinera para evitar el escándalo; me guisarás, me lavarás la ropa y me asistirás, y te daré seis pesos cada mes y cinco y medio reales de ración cada semana. Ya sabes que las cocineras por aquí no ganan más que tres pesos; pero eso no es todo, sino que tú podrás hacer tus ahorros y me haré el desentendido, y con eso te puede salir el mes por veinticinco o treinta pesos sin que mi padre pueda decir nada, pues sabe que me gusta comer en grande. Convenido. La semana entrante estaré en la hacienda. Date una escapadita y arreglaremos lo que tú quieras, y viviremos juntos eternamente, y para mayor seguridad, haré que el capellán diga misa todos los días en la capilla, que asistan los peones y los criados, y la oiremos juntos de rodillas. Adiós, te espero sin falta.

- Éste sí que es más bruto y más ordinario que los otros -dijo Lamparilla muy alegre-. La primera parte de la carta no indicaba que seria tan miserable y tan ordinaria la segunda. O éste es un tonto o un loco orgulloso.

- Eso, señor licenciado. Estos niños ricos de casas que se dicen nobles porque tienen cuatro tlacos, se figuran que pueden disponer de los pobres con sólo guiñarles el ojo. No tiene usted idea de lo que sentí, señor licenciado, al leer la carta, y la verdad no me la esperaba, pues había sido fino conmigo como nadie. Toda la sangre se me subió a la cabeza, y si lo hubiera tenido delante, créame usted, le habría apretado el pescuezo.

- ¿Qué hiciste al fin?

- A ese novio sí le contesté lo que verá usted copiado a la Vuelta de la carta.

Lamparilla leyó la contestación:

Don Pioquinto: Si tiene usted hambre puede venirse de mozo a acarrear fruta a la plaza, y le daré a usted ocho pesos cada mes, un real diario de ración, y le pagaré, además, la comida en los Agachados (2).

- ¿Te contestó algo?

- Ni una palabra; yo estaba decidida a armar un escándalo, y para ese caso me hubiera sido muy favorable San Justo, pues no lo podia ver.

Lamparilla escuchó con interés y con júbilo el fin de estos amores; mas como se iba haciendo tarde y sus caballos estaban listos, dejó para otra vez la lectura de las otras muchas cartas y se despidió de Cecilia, dándole su palabra de que sin falta estaria el domingo siguiente. antes de las once, a comer la barbacoa.




Notas

(1) Medida que se usaba para la venta de leña.

(2) Nombre que se le daba a los puestos de comida que había en el Callejón de Tabaqueros.

Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha