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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOPRIMERO



DENTRO DEL BAÑO

Un sábado muy temprano, Cecilia metia una pesada nave en la cerradura de la puerta de la casa de Chalco que hemos dado a conocer, y entraba seguida de las dos Marías, que cargaban unos envoltorios y canastas con quesos, mantequillas, chorizos y cuantas otras cosas son necesarias para una buena cocina.

- ¡Dios nos asista! -dijo Cecilia luego que cerró tras sí la maciza y pesada puerta- ¡Qué polvo, qué basura!, y estas condenadas golondrinas que me tienen los corredores hechos un asco; en cada solera tienen un nido -continuó diciendo, levantando la vista y recorriendo los techos-. Estoy decidida a que vengan los remeros con unas escaleras y las echen de aquí a otra parte, que no hay escobeta que baste para tener limpia la casa. Parece que me conocen -le dijo Cecilia- y que han venido a pedirme que no les mate a sus hijos. Mira, María Pantaleona, no sólo vas a quitar ese polvo y tanta basura, sino a echar unos cubos de agua donde han ensuciado las golondrinas; y si no estás muy cansada coge las escobetas y deja los corredores limpios como un plato de China.

- Lo que usted quiera, pero mañana estarán lo mismo mientras estén llenos de nidos los techos. Lo dicho: que se queden, no he e ser yo quien sea su verdugo y el de sus hijos. ¡Pobrecitas golondnnas! ¡Tan vivas, tan alegres! ... ¡Me echaría la sal encima! ...

- ¡Calla! -continuó-. Mi ropa, mis zapatos, todo tirado y revuelto en el suelo como si alguno hubiese entrado para hacer un quimil (1) con ello y llevárselo.

Un ventarrón, que comenzaba a soplar en ese momento, había entrado por las ventanas y tirado y revuelto el bien abastecido guardarropa.

Cecilia volvió a colocarlo en el mejor orden, aseó, sacudió su habitación y gritó a Pantaleona, que, descalza y con las enaguas entre las piernas, echaba cubos de agua en los corredores y en el patio.

- Escucha, muchacha: mientras dispongo mi ropa y acabo la limpieza, me calientas aguas para el baño; pero, espera, ya sabes lo que tienes que hacer, y voy a darte el canastillo.

Cecilia abrió su ropero y entregó a la criada un canasto lleno de ralces, de yerbas secas y de pedacitos de palo de diversos tamaños y colores. Todo ello provenla de Jipila y eran yerbas aromáticas y medicinales que servlan para apretar la cintura, para suavizar el pelo, para dar lustre a la piel, para aromatizar el agua, para mantener la dureza de los pechos.

En un momento estuvieron en las hornillas del brasero cuatro o seis ollas grandes llenas de agua.

- ¡Muchachas! -gritó-. Estoy lista: traigan ya las aguas.

Las dos muchachas entraron corriendo tan luego como oyeron a Cecilia.

Las muchachas, saltando contentisimas como unas chicuelas, fueron a cerrar las puertas y volvieron descalzas y enredadas con unas mantas azules de lana con rayas encarnadas, que les cubrían medio cuerpo. Una de ellas con una olla grande de agua hirviendo, con la flor de romero, y otra con un jarro más pequeño con diversa infusión de las plantas de Jipila, las vertieron en la tina, y la recámara se nubló con un vapor delicioso y aromático. Cecilia con una mano sacó por la cabeza su camisa, con la otra aflojó la cinta de sus enaguas, que cayeron en el suelo, entró en la tina y se sumergió en el agua perfumada.

- ¡Ah! -dijo sacando el cuello y limpiándose los ojos con las manos-. Jipila no me ha engañado, el olor de sus yerbas es más fuerte que el del romero, huelan -y sacó un brazo redondo que chorreaba gotitas de agua cristalina, y dio a oler a las muchachas un poco de la que había recogido en el hueco de su mano.

- Cabal -contestaron-, el olor del romero se perdió ya, y esto huele como a azucena, como a clavel, quién sabe a qué, pero para eso le pagó usted catorce reales por el manojito que ya se acabó.

- Y si vieran que también pone el agua como suave, como no sé qué tan bonito que no me dan ganas de salir del baño. No se les olvide, aun cuando no esté yo en la plaza, de pedirle media docena de manojitos -se puso en pie y en un momento la enjabonaron las dos muchachas y cubrieron su cuerpo de blanca espuma.

Marra Pánfila templó con agua fría la otra olla del cocimiento aromático de Jipila y la vertió suave y pausadamente sobre la cabeza de Cecilia. Corrientes pequeñas de un líquido color de vino jerez pálido resbalaban por el pecho, los brazos y el torso de Cecilia, y la despojaban del vestido espumoso de jabón; sus cabellos negros y abundantes cayeron sobre sus espaldas hasta más abajo de la cintura; su bello cuerpo apareció en aquella atmósfera luminosa de la recámara como una visión del paraíso; las gotitas de agua reposaban en los nidos de amor de sus brazos y de sus rodillas, y parecían diamantes de intento colocados para realzar la delicadeza de su piel suave y húmeda.

Las muchachas la ayudaron a salir de la tina, la enjugaron con la sábana, la sentaron junto a su cama en uno de los viejos sillones y le acercaron un pequeño espejo, escobetas, peines y tijeras.

Cecilia comenzó por secar y peinar su negro y largo cabello lustroso, delgado, fuerte, lleno de savia y de vida; casi se movía y se recogía en onditas envidiables, en la nuca y en la frente.

Cuando acabó Cecilia, se calzó unos zapatos de seda color aceituna, que sin esfuerzo le venían bien, y por la pala corta rebosaba la gordura del empeine, apenas se miró en el espejo, pero si se puso en pie, y un momento se estuvo recreando con sus pies y sus pequeños zapatos de seda.

Satisfecha con esta revista, dio dos suaves patadas en el suelo para cerciorarse de que no le lastimaban, y tirando la sábana se pasó por la cabeza una blanca y bordada camisa.




Notas

(1) Bulto, lío, envoltorio.

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