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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO



DENTRO DE CASA

Cecilia no era cualquier cosa; era una rica propietaria: tenía dos casas, una en México y otra en Chalco; de la de México hemos dado apenas una ligera idea; pero haremos, cuando sea necesario, una descripción minuciosa. De la de Chalco tenemos que ocuparnos en este momento. Chalco no es tampoco un pueblo rabón. En tiempos de los aztecas era un reino. Durante la dominación española se le llamaba la provincia de Chalco, y la República le dio el título de ciudad.

Además de la plaza y calle Real, que es lo más animado, hay en las orillas cercanas al canal, cierto movimiento diario con la entrada y salida de las trajineras y con la llegada de los arrieros de la Tierra Caliente.

Por ese rumbo estaban las importantes posesiones de Cecilia. Era una gran casa vieja; pero un francés le hubiera dado el nombre de palacio.

La casa era lo que llamamos en México entresolada; así, al entrar, dos escaleras de ocho peldaños, de piedras también aztecas con relieves extraños, daban acceso a los corredores; y en éstos, distribuidas sin mucho orden ni simetría, las entradas a las habitaciones con toscas puertas de cedro labradas ya en cuadrilongos, ya en trapecios, ya en cualquiera otra figura geométrica que, examinadas bien, daban una curiosa muestra de la carpintería antigua.

Después del fallecimiento de la rica trajinera madre de Cecilia, el caserón de San Fernando se puso en venta; pero a pretexto de que se necesitaba mucho dinero para repararlo, y era verdad, no hUbo quien ofreciera más de dos mil pesos; no queriendo casi regalarlo, los herederos convinieron en quedarse con él, y sucesivamente vivieron los hermanos y parientes; pero Cecilia poco a poco les fue prestando hoy veinte pesos, mañana treinta, hasta que un día liquidaron amigablemente, y Cecilia quedó dueña absoluta y se estableció alli cuando su parentela había abandonado definitiva_mente la casa y el pueblo.

Aparte de los disgustos en la plaza con los marchantes qUe manoseaban la fruta sin comprarla, las borracheras de los indios remeros, lo cual era realmente insignificante y pasajero, esta familia de tres mujeres del pueblo, solas y aisladas en Chalco, pasaba la vida bien entre el trabajo, la buena comida y el mejor sueldo; y eran más felices que los que entre seda, plata y oro habitaban el palacio de la calle de Don Juan Manuel. La criada o segunda capitana, que acompañaba a Cecilia en sus viajes en la trajinera, era alquilada por viaje redondo y variaba cada mes o cada dos meses; pero las Marías nunca se le despegaban. Lo único grave era la guerra sorda, pero sin tregua, que le hacía San Justo, mas el percance del naufragio le había ocasionado el grandísimo bien de que Lamparilla le quitase este enemigo, y tal servicio lo agradeció tanto que no hallaba cómo pagárselo; se sentía como enamorada y dispuesta a corresponderle, pero desechó esa idea como una cosa imposible y pensó en hacerle un espléndido regalo. Un caballo del Jaral, un reloj de oro, un anillo de brillantes, una prenda, en fin, que llamara la atención.

Con estas ideas, con la de comprar o mandar construir en el astillero de Zoquiapan una buena canoa más grande y mejor que la que había naufragado, y con la de encargar a Tierra Caliente que continuaran los envíos regulares de plátano, de naranja, de chicozapote, de granadas y otras frutas sabrosas de esas tierras, de que hacían gran consumo don Pedro Martín, los ministros de la Corte y la casa de los marqueses de Valle Alegre, Cecilia resolvió pasar un par de semanas en Chalco y ya se verá que tenía necesidad de ello.

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