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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMONOVENO



LA HACIENDA DE SANTA MARÍA DE LA LADRILLERA

Qué años hace que ocupados con la menguada suerte de la rica familia del palacio de la calle de Don Juan Manuel y con el fin trágico de la desventurada Tules, no damos un paseo por el ignorado y pacífico rancho de Santa María de la Ladrillera. Es necesario dar una vuelta y visitar a las personas con quienes primero hemos hecho conocimiento, pero acompañados, por supuesto, de nuestro amigo el licenciado Lamparilla.

Lo que los políticos, con gran entusiasmo y agarrándose de él para medrar, llaman progreso, es una cosa que efectivamente existe y que empuja unas veces a la gloria y otras al precipicio; pero no importa, empuja siempre, y no hay medio de evitarlo. El rancho de Santa María de la Ladrillera no había podido resistir este empuje.

Moctezuma aprendía prácticamente a sembrar maíz y cebada, raspar los magueyes, vender la paja y estar así en aptitud de ponerse al frente de los vastos dominios que debía heredar de su real antecesor. Las notables mejoras que se habían hecho en el rancho se debían a su iniciativa. Él tuvo la idea de construir una caballeriza para que en tiempo de la lluvia y del frío se abrigasen los caballos, él compró unas dos burras de primera cría; él se empeño en que se revocara y se pintase de almagre y sangre de toro la fachada de la casa. Era un gran reformador y no pasaba día sin que tuviese un nuevo proyecto en su cabeza, y tenía que entablar una lucha continua, con don Espiridión, que se oponía decididamente, moviendo la cabeza, revolviendo ferozmente sus ojos saltones y diciendo: Nooo, nooo, no. Pero doña Pascuala intervenía, y concluía por obtener un triunfo completo. Como todas estas mejoras requerían dinero, era Lamparilla quien lo suplía, hasta que pareciéndole exagerada la suma y sabiendo que don Pedro Martín de Olañeta tenía a veces dinero de sus clientes que colocar, le pidió tres mil pesos con hipoteca de la finca, y con esa suma se reembolsó sus adelantos, se aplicó una buena parte a cuenta de honorarios y, con el resto, Moctezuma III emprendió la construcción de una nueva troje, compró un pedazo más del cerro y aumentó los linderos del rancho, empeñándose en circundarlas de una muralla, cuya idea llevó a la práctica. Y ya con esto le parecía que podía darle el pomposo nombre de Hacienda de Santa María de la Ladrillera.

El día menos pensado, y cuando doña Pascuala estaba en su buena cocina guisando su almuerzo, la sorprendió una nube de polvo, ruido de espadas y el galope de caballos; asomó la cabeza por la puerta y se encontró con el licenciado Lamparilla seguido de tres jinetes.

- Cartas y cartas, compadre -porque es necesario no olvidar a que Lamparilla llevó a cristianar al chico y de común acuerdo se le puso el nombre de Guadalupe Espiridión-, y nada de venir -le dijo doña Pascuala luego que lo reconoció-. Apéese usted y entre a la sala, que allí lo alcanzo, y almorzará con nosotros. ¡Pero calle, compadre! ¿Qué tiene usted en el ojo, que no lo había reparado cuando le saludé?

- Percances del oficio, qué quiere usted. Esta herida que ve usted, la recibí en el servicio de Moctezuma III, y si me da un poquito más abajo, me cuesta la vida; un ladrillazo terrible que me tiró uno de los Melquíades, pero ya hablaremos después de almorzar, tengo un hambre devoradora.

- Antes de un cuarto de hora estaremos en la mesa, que ya Espiridión está también gritándome y es señal de que ya no aguanta.

Ni diez minutos dilató doña Pascuala.

Pasó la comida sin incidente, colocaron otra vez a don Espiridión en su banco, y provistos de un par de tazas de hojas de naranjo y su botella de anisete, Lamparilla y doña Pascuala volvieron a la sala.

- Comadre, no quería darle un disgusto antes de comer, pero estamos mal por todos lados. Pues esta hacienda, va usted a quedarse sin ella, porque dentro de poco deberá ser vendida por usted misma y por mí, si no queremos quedarnos hasta sin camisa sosteniendo un pleito injusto y que al fin no se puede ganar.

- ¿Pero cómo así? No es posible, compadre -interrumpió doña Pascuala asustada-. ¡Explíquese usted, por el amor de María!

- La explicación es muy sencilla. Debemos, con los réditos vencidos hasta hoy, seis mil ochocientos sesenta pesos al licenciado don Pedro Martín de Olañeta. Como don Pedro es persona muy respetable, y además nos ha servido y nos ha de servir mucho, como explicaré a usted después, no es posible demorar el pago del dinero, ni mucho menos intentar un pleito. No seré yo quien lo haga.

Doña Pascuala se puso descolorida y dejó caer los brazos con desconsuelo.

- ¡Pero compadre, por el amor de la Santísima Virgen de Guadalupe! ¿Será posible que me quede yo sin el rancho donde tantos años he vivido? ¿Qué haré yo con Espiridión, que está tan enfermo, qué dirá Moctezuma? Se largará desesperado a buscar su vida, y el día que se gane su herencia nada tendremos, ni tampoco él, pues sabe Dios dónde andará.

- Todo y más de lo que usted dice ha pasado por mi cabeza, y no sólo será el mal para la familia de ustedes, sino para mí. Van a decir que arruiné a usted, que por la mala dirección e ignorancia mía se han perdido los negocios, imagínese usted lo que hablarán esos tinterillos de Tlalnepantla y Cuautitlán ... Por eso, malo como estoy del ojo, he venido a consultar con usted y a que tomemos una medida ... Vamos, ¿nada tiene usted guardado en la caja de madera, del producto de la cosecha del año pasado? La cebada se vendió bien, no dejó usted de coger sus cien cargas de trigo ... Es preciso y por mi parte, yo le ayudaré con lo que pueda.

- Se lo iba yo a decir a usted -contestó doña Pascuala, limpiándose los ojos, pues se le habían venido las lágrimas sólo de pensar que tenia que desprenderse de lo que había ahorrado-.

- Vamos a ver, en primer lugar, cuánto tiene usted y cómo se paga ese dinero.

Doña Pascuala llevó a Lamparilla a su recámara, cerró las puertas con llave, abrió la consabida caja.

Doña Pascuala registraba y hundía el brazo en la profundidad de la caja, retiraba un envoltorio o una cajita o una petaca de pita, con un suspiro la ponía donde estaba el licenciado, muy atento y empeñado en esta búsqueda.

Reunidos los bultitos, petacas y nudos de trapo, comenzaron a contar, y había poco más de cuatro mil pesos en escudos y onzas de oro. Eran las economías de doña Pascuala, menguadas en parte para pagar las tierras y el cerro que había comprado Moctezuma.

- Estamos salvados, ¿no es verdad, compadre?

- Se equivoca usted, comadre, no estamos salvados. Yo he prometido pagar dentro de ocho días la cantidad íntegra a don Pedro. Si le doy un peso menos, no lo admitirá; es hombre así se llamará engañado, perderé su amistad, procederá judicialmente y antes de dos meses estará usted fuera del rancho.

- ¿Qué hacer, compadre, qué hacer? -dijo doña Pascuala apretándose las manos-. Ya no queda nada en la caja, la voy a vaciar para que usted la vea. Empeñaremos las alhajitas y la plata.

- Puede ser un recurso, pero no completaremos.

Doña Pascuala acabó de vaciar la caja, y enseñaba el fondo limpio al licenciado, cuando tocaron la puerta. Echó en la caja precipitadamente y con silencio, el oro y la ropa que pudo, la cerró, fue a abrir y se encontró con Jipila.

- Entra Jipila, entra; pon tu huacal en el suelo, siéntate y descansa. ¿Qué te habla sucedido?

- Madrecita -le dijo Jipila-, con perdón del señor licenciado, quería comunicarte una molestia.

- Vaya, Jipila, ni las buenas tardes me das. ¿Ya no te acuerdas de mí?

- Ni lo quiera Dios, señor licenciado. Los pobres no olvidamos a los señores ricos que nos hacen algún aprecio. Su merced sí se ha olvidado de mi. Lo veo pasar a usted los más días por la esquina de Santa Clara y en la plaza, hablando con las del puesto de fruta de doña Cecilia.

Lamparilla, al oír el nombre de Cecilia, de un salto se levantó de la cama y se le vinieron los colores a la cara, pero disimuló.

- ¿Ya volvió Cecilia a su puesto? -le preguntó.

- Creo que ayer estuvo allí, riéndose y muy contenta, pues ya San Justo se fue del mercado y está otro señor dizque es muy bueno.

Salió Lamparilla e inevitablemente se encontró con don Espiridión. Tuvo que detenerse y llevarle la corriente al pobre enfermo.

Jipila, a la que dejamos con doña Pascuala, abriendo su boca.Y pelando sus dientes blancos, le tomó la mano y besó, entre humilde y cariñosa.

- Madrecita -le dijo-, te tengo que pedir un gran favor, y la Nuestra Señora de Guadalupe te lo pagará.

- Di, Jipila, di, ya sabes que te quiero, que te estoy muy agradecida.

- Quiero, Madrecita -dijo simplemente Jipila-, que me guardes mi dinero.

- ¿No es más que eso? Pues te lo guardaré muy bien; estará en mí caja, que siempre está cerrada. Dámelo si lo traes.

- Es mucho, madrecita; te dejaré lo que traigo.

- ¿Como cuánto? -le preguntó doña Pascuala.

- Mucho, madrecita; yo no sé contar más que con maíces, pero no he podido.

Jipila sacó un bultito envuelto en un ayate y en frescas hojas de maíz, y lo puso en el suelo. Doña Pascuala contó trescientos pesos en menudo, pesos y algunas monedas de cobre.

- Todos los días traeré lo que pueda, madrecita; está enterrado en Zacoalco.

- ¿No puedes calcular, poco más o menos, cuánto será?

- Sí, madrecita; serán como ocho tamalítos como éste.

Doña Pascuala al momento pensó que la suma que venía a confiarle Jipila pasaba de dos mil pesos, y vio el cielo abierto.

- La Virgen de Guadalupe te ha enviado al rancho, Jipila; no lo dudes, me quiere mucho su Divina Majestad. Me prestarás ese dinero; es decir, como tú no lo has de gastar, ¿quieres que yo use de él mientras se levanta y se vende la cosecha? Por la Virgen te juro que te lo pagaré y te daré un logro, es muy justo; al fin tú trabajas sin descanso y debes ganar no sólo con vender yerbas, sino con tu mismo dinero.

- Su merced hará lo que guste -contestó sencillamente Jipila-. Para antes del día doce de diciembre necesitaré veinte pesos para cohetes y velas, y diez pesos para mercarme una poca de manta y unas enaguas que quiero estrenar.

- No sabes el bien que me haces, Jipila. ¿Vives todavía en la Villa?

- En la Villa, como siempre -respondió Jipila cargando su huacal y dirigiéndose a la cocina.

Doña Pascuala se asomó a la puerta y gritó a Lamparilla.

- Venga usted, compadre.

- Voy, comadre, al instante -le contestó Lamparilla.

Lamparilla y doña Pascuala volvieron a instalarse junto a la consabida caja de madera.

- ¿Quién le parece a usted que nos ha sacado del apuro?

- ¿Quién nos había de decir que esas indias, cuyo capital consiste en yerbas, pedacitos de raíces, lagartijas, gusanos y culebras, tuviesen más dinero que nosotros? Eso no es creíble ...

- Como se lo cuento a usted, y aquí tiene la prueba -y doña Pascuala sacó de la caja el bulto que contenía la primera remesa de dinero que le había entregado la herbolaria-. Como este bulto dice que tiene muchos, y que los irá trayendo para que se los guarde. Ya tengo su consentimiento para usar de ese dinero que me traiga a guardar, porque lo ha tenido enterrado en Zacoalco y tiene miedo de que se lo roben.

- ¡Qué cabeza la mia! Desde el naufragio y el ladrillazo de los Melquiades me voy poniendo como don Espiridión. Le traigo a usted un muchacho guapo, poco más grande que mi ahijado.

- ¿Pero cómo o para qué me trae usted ese muchacho?

- Es precisamente un recomendado de don Pedro Martín de Olañeta, que nos acaba de prestar un servicio interesante que también venia a contar a usted, y ya lo olvidaba. ¡Qué cabeza la mía! Es un huérfano del licenciado don Pedro. Por razones que ni a usted ni a mí nos importan, no lo puede tener en su casa, y desea que permanezca al lado de usted en el rancho.

- Con mucho gusto, compadre, basta que usted lo trajera. Esta hacienda siempre ha sido de usted, y más ahora que me está ayudando a salvarla.

- Gracias, comadre, gracias, pero volvamos a Juan que así se llama -dijo el licenciado-. Le viene como anillo al dedo, sabe leer bien, escribir y gramática y ortograffa que el mismo don Pedro Martín le ha enseñado. De modo que podrá enseñar a Moctezuma estas cosas, pues no lo creo muy adelantado, a la vez que Moctezuma lo adiestrará en las faenas del campo y podrá llevar los apuntes de las ventas del pulque; en fin, un libro de cuentas porque ya lo necesita esta hacienda.

- Como usted lo dice, compadre, todo se hará así; yo, además, tendré una compañia y quien me haga mis mandados a Tlalnepantla y Cuautitlán ...

- No, todos menos eso. Expresamente me encargó el licenciado que no fuese Juan a los pueblos, y que no pasase de los campos de la hacienda. Necesitaba yo aclarar una duda importante que tenia el ministro de Hacienda antes de resolver definitivamente que Moctezuma III entrase en posesión de sus bienes, y esta duda era sobre la descendencia de ese verdadero rey, que tiene usted como su hijo en este rancho. No acabaremos en toda la tarde, y ya es hora de marcharme -dijo Lamparilla con muestras de impaciencia-. Aunque a usted no le importen personalmente estas cosas, es fuerza que las sepa, pues es, como quien dice, la madre de nuestro legítimo emperador, una vez que al pobre de Iturbide le dieron en Padilla una fusiladota como una casa. Moctezuma II tuvo varios hijos de ambos sexos que sobrevivieron a las matanzas y a los horrores que hicieron los conquistadores. De pronto se confiscaron todos los bienes que pertenecían al emperador y como soberano déspota y absoluto que era, figúrese usted si no tendría tierras a Dios dar; los cerros de Ameca, los volcanes, el monte, la nieve, el azufre del Popocatépetl sólo es un tesoro; sobraría para hacer pólvora para todos los ejércitos del mundo entero; pero después, el mismo conquistador don Hernán Cortés y el emperador Carlos V les otorgaron mercedes a manos llenas concediéndoles tierras, aguas, montes, vasallos y pensiones sobre el tesoro, y por eso hemos dado buenas mordidas nosotros a cuenta de mayor cantidad. Fuéronse sucediendo los herederos en línea directa hasta don José Cayetano Vidal Moctezuma, que fue, óigalo usted bien, comadre, obispo de Chiapas; don Juan de Ortega la Rosa Cano Moctezuma y don Cristóbal de la Mota Portugal Moctezuma; y de éste desciende nuestro Moctezuma III, que Dios guarde, como dicen los gachupines. ¿Me entiende usted ahora, comadre?

- Clarito, compadre, una burra del corral lo entendería -contestó muy alegre doña Pascuala-. Ni duda, hasta parientes de obispo.

- Pues bien, esa historia la debo al licénciado don Pedro Martín de Olañeta. Creo que me he explicado, ¿no es verdad, comadre?

- Como un predicador.

- Ya pensará usted cuánto empeño debemos tener para que Juan esté contento y de esa manera pagar a don Pedro sus favores, que no han de ser los últimos. Voy por Juan para presentarlo a usted.

Don Espiridión quiso detener a Lamparilla, insistiendo en que le diera el brebaje, pero no le hizo caso y volvió acompañado de Juan y lo presentó con nuevas recomendaciones a doña Pascuala.

En esto volvió Moctezuma de su excursión al cerro, donde estaba plantando unos magueyes, se le instruyó de lo que le convenía saber y se le presentó también a Juan, el que fue bien recibido; les simpatizó desde luego, y no les faltaba razón.

Como don Espiridión se iba poniendo furioso, fue necesario que al fin le hiciesen una infusión de muicle, y se le dijo que eran yerbas misteriosas que había traído Jipila; que con eso se aliviarían sus males y desaparecería el hechizo de la bruja Matiana, pero fue necesario que la misma Jipila, doña Pascuala y Lamparilla, le dieran la bebida y le llevasen en seguida a la recámara. Hecho esto, Lamparilla se despidió de su comadre y dio unos cuantos consejos a Juan.

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