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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOCTAVO



¡IRA DE DIOS!

Esta fue la primera palabra que con valor y corazón pronunció el licenciado Lamparilla luego que el cura cerró con llave y cerrojo la puerta del cuadrante y que se consideró en completa seguridad.

- ¡Ira de Dios, señor cura! -volvió a repetir-. Si no ha sido por los ruegos de la patrona de la casa que se me hincó de rodillas, abro la puerta, mato con mis pistolas tres o cuatro de esos salvajes borrachos y arreo a los demás a cintarazos comenzando por don Melquiades.

- Qué quiere usted, señor don Crisanto, son cosas de los pueblos. Esta gente es ignorante y cualquiera los engaña.

El cura, que no queria entrar en materia ni decir nada malo en contra del alcalde y de don Margarito Melquiades, no contestó, y fue a las otras piezas de la casa a preparar la bebida, más bien digestiva que calmante.

El licenciado se aprovechó de ese momento para abrir la ventana y mirar a la calle.

El cura no tardó en volver acompañado de una sirvienta india con tazas, botellas, vasos, café, agua de anís, té y cuanto pudo en aquel momento haber a la mano.

Lamparilla prefirió tomar una'buena taza de café caliente y dos copas de Holanda fino, de la fábrica que los Noriegas tenian cerca del pueblo.

- Bien, ¿y qué le parece a usted que haga ahora?

- Me mortifica decírselo a usted, señor licenciado. Esa gente que bebió bastante en la tienda puede volver, y ni el alcalde ni el mismo don Melquíades la podrán contener, porque sabe usted lo tenaces que son los borrachos.

- Tiene usted mucha razón, señor cura, y lo que deseo es salir cuanto antes de este maldito pueblo.

- Lo que usted quiera -le dijo el cura.

El cura salió, y Lamparilla, impaciente, pues se le figuraba qUe ya volvía el tumulto, se comenzó a pasear como una fiera en jaula de uno a otro extremo de la sala.

El excelente cura no quiso fiar los preparativos del viaje a sus sirvientes, sino que él mismo fue a la casa, tranquilizó a la patrona comprometiéndose pagar la cuenta del alojamiento y vidrios rotos y buscó al mozo, que encontró profundamente dormido entre unas barcinas de paja.

Antes de media hora los caballos con el mozo estaban en la puerta del cuadrante. Lamparilla se despidió afectuosamente del cura, montó a caballo, y paso a paso, queriendo penetrar con sus miradas en la oscuridad profunda de la noche, enderezó a su cabalgadura hacia el camino real. Eran como las dos de la mañana.

Lamparilla revolvía en su cabeza proyectos de venganza. La sangre toda de la familia Melquíades y la del alcalde y miembros del Ayuntamiento de Ameca, le parecía poca.

Forjaba mil planes en su cabeza y no se fijaba en ninguno. Luego que comenzó a salir la luz prendió las espuelas a su caballo, y temprano estaba en Chalco, tocando la puerta del corral de la casa de Cecilia.

Pero Cecilia no estaba allí. Las criadas le dijeron que había ido a México para retirar definitivamente el puesto de la plaza del mercado, porque San Justo no cesaba de molestar a las muchachas encargadas de él y disponía de la mejor fruta que había, sin pagar nada, y dizque debía un dineral.

Nueva contrariedad. Se le figuró a Lamparilla que Cecilia se había largado con el tornero, y los celos aumentaron su despecho y su rabia. Aceptó el alojamiento que le ofrecieron las criadas, se desayunó y salió a recorrer la ciudad y los mesones, para ver si lograba saber algo de ese pasajero sospechoso, resuelto, si lo encontraba, a acusarlo de cualquier cosa y lograr que la autoridad lo enviase a México a disposición del juzgado de Bedolla como cómplice del asesinato de la calle de Regina.

Comió mal y durmió peor. Sueños a cual más estrambóticos.

Cecilia bailando jarabe con el pasajero y éste tirándole el sombrero jarano a los pies; a interrumpir ese baile entraba don Espiridión con espada en mano, tirando cuchilladas por todas partes. Se levantó, metió la cabeza en una batea de agua fría para ver si así se le quitaban las visiones que aún despierto tenía delante. Mando ensillar sus caballos, se desayunó con un poco de café aguado, dio una buena gratificación a las muchachas y partió a galope con dirección a la capital.

Al día siguiente, más tranquilo y con un buen sueño en su cómodo lecho, reflexionó con más aplomo, formó el plan de separar a San Justo del empleo interino de administrador del mercado; de hacer que el alcalde de Ameca, los concejales y los Melquíades fuesen reducidos a prisión y conducidos a México como conspiradores revolucionarios, y que el gobernador ordenase al nuevo Ayuntamiento sacase copia de oficio de los documentos que necesitaba. Reservando para sus adentros este vasto plan, se vistió y adornó hasta con una especie de coquetería, y se dirigió a la casa de su tocayo don Crisanto Bedolla para consultar con él sus proyectos y ponerlos con su ayuda lo más pronto posible en ejecución.

Bedolla lo recibió con el cariño de antiguos condiscípulos, le prometió ayudarle y los dos se pusieron a discutir la manera de llevar a efecto sus propósitos.

La posición social y política de Bedolla había mejorado de una manera notable durante el tiempo que Lamparilla, a causa de sus ocupaciones, lo había dejado de visitar.

La prisión de los vecinos de la casa de Regina y su condena a muerte y a presidio, había de pronto asustado a los raterillos y aun a los ladrones de más categoría.

Bedolla sacaba partido de la más insignificante circunstancia. Oyó con marcada atención el relato de las desgracias de su tocayo y condiscípulo, y cuando cesó de hablar, le dijo:

- Este negocio lo tomo por mi cuenta, no hay cuidado alguno.

Lamparilla se marchó, y el juez se quedó un poco pensativo; pero a los diez minutos tomó su sombrero, guardó sus papeles, dió, al escribano sus instrucciones para el despacho del juzgado y salió precipitadamente de la oficina antes de que se le borrara la repentina y feliz idea que había concebido.

- Al tronco y no a las ramas -dijo en cuanto estuvo vestido y adornado de manera que ni el prefecto de su pueblo ni su mismo padre el barbero habrían podido reconocerlo, y contento, satisfecho Y sonriendo de la travesura que habla imaginado, bajó las escaleras y no paró sino hasta que estuvo al habla con el ayudante de guardia del presidente, al que entregó un papelito muy pequeño y perfectamente doblado que decía:

Asunto urgente y muy reservado. Cinco minutos de audiencia y todo se arreglará.

Licenciado Bedolla

Cinco minutos después, el ayudante salió, introdujo a Bedolla hasta la sala azul, y lentamente, cojeando, ayudándose con un bastón, se presentó el Primer Magistrado de la Nación, y le tendió (gran favor) amistosamente la mano.

- Al levantarme, excelentísimo señor, y leer como acostumbro El Eco del Otro Mundo, me ocurrió una idea, no quise perder ni un minuto, y a riesgo de molestar a V. E., me he tomado la libertad de pedirle una corta audiencia.

- Siéntese usted, Bedolla, siéntese, supongo que viene a participarme que, concluida la causa, van por fin a pagar su crimen en el patíbulo ...

- No, Señor Excelentísimo, no es eso; no se trata de eso, sino de El Eco del Otro Mundo.

- Mi plan es -continuó el licenciado sentándose respetuosamente y manteniéndose muy derecho sin recargarse en el sofá- que este periódico, en vez de hacer una oposición tan injusta, tan inconsiderada y tan nociva para la tranquilidad de la República, sea absolutamente del gobierno; V. E. mandará en él, se escribirá lo que V. E. ordene, se hará la oposición a quien V. E. mande y se elogiará a los que V. E. quiera favorecer.

- No conoce usted el mundo como yo, señor Bedolla. Detrás del periódico están esos personajes pérfidos del partido moderado, que no quieren venir al gobierno cuando se les llama, y critican y hacen la oposición a todo el que como yo se sacrifica por la patria.

- Ese es mi secreto, precisamente.

- Si está usted seguro de salir airoso de esta empresa, que lo creo dificil, puede usted contar con que protegeré a usted, pero con la mayor reserva.

- Perfectamente, V. E. tiene mucha razón, ni cómo me había de atrever a indicar que se ocupase V. E. de éstas que son verdaderas miserias humanas. Yo me ocuparé de esto. Vendré todoS los dias temprano, o a la hora que V. E. disponga, y me indicará lo que se deba escribir, y nadie, ni mi sombra, sabrá este secreto. Lo que se necesita para esto es patriotismo, abnegación y dinero.

Al escuchar el Primer Magistrado la palabra, dio otro salto como si lo hubiese picado un segundo alacrán; se puso en pie y dijo con cierto asombro.

- ¡Dinero!

- Ya sabe V. E. -contestó el licenciado Bedolla en voz baja y con un tono amable- que el dinero es el alma del mundo. No obstante, si a V. E. no le agrada ... nada se hará, y los moderados se bañarán en agua rosada.

Cayó muy en gracia al Primer Magistrado la ocurrencia de Bedolla, y volviéndose a sentar dijo con cierta tristeza, como hombre ya práctico y desengañado:

- Tiene usted razón, señor Bedolla; desgraciadamente nada se puede hacer sin el maldito dinero. Ya veremos, trabaje usted y vuelva a verme dentro de dos dias a esta misma hora. El ayudante recibirá la orden de permitirle la entrada.

De vuelta a su casa, Bedolla mandó buscar urgentemente al director y propietario de El Eco del Otro Mundo, el que no tardó en llegar.

- Va usted a comer conmigo hoy. Es su hora y tenemos que hablar cosas muy graves. Se trata de otra cosa más seria: se trata de usted, o mejor dicho, de ustedes todos. Por una casualidad he sorprendido este secreto, y como usted y los distinguidos literatos que trabajan en el periódico se han portado como unos caballeros desde que llegué a esta capital, he debido, como hombre leal, prestarles este servicio, pero no me descubran, por Dios, porque seré hombre al agua.

- Pero eso es una infamia. La ley de imprenta dice en su artículo 47 ... No recuerdo bien ... pero las garantías ... ¿Qué sucederá a este desventurado pais si se entroniza la tirania? ¿No habrá modo? -preguntó el director del periódico- de componer ... de dilatar ... de suspender ...

- Me parece que no hay escapatoria, sin embargo, consulte usted con sus compañeros, y si algo le ocurre véngaseme a ver a al noche, ya saben que pueden contar conmigo aunque me cueste e empleo.

El director estrechó con efusión la mano de Bedolla.

- Tenemos seis horas de tiempo; tranquilicese usted y vamos a mesa.

Sentáronse en una mesa muy regularmente surtida, más a la francesa que otra cosa, pues Bedolla ya no comia sino rara vez enchiladas, porque le parecía, como el champurrado, un manjar ordinario.

Comió de todo y con apetito. Ese día casualmente se publicaba un artículo furibundo contra el gobernador del Distrito, que no fue posible retirar. El pánico de la redacción llegó al colmo cuando su director les comunicó las fatales noticias; pero cada uno procuró disimular, y se pronunciaron discursos llenos de fuego y de patriotismo, concluyendo por poner su suerte en manos de su jefe, prometiendo aprobar y sujetarse a lo que conviniese con Bedolla.

Muy puntual estuvo a la cita el director, y después de una larga conferencia quedó Bedolla facultado, por escrito, para arreglar el asunto.

En la segunda conferencia con el jefe del Estado, Bedolla remachó el clavo. Puso a disposición del gobierno el temible periódico, que fue considerado muy secretamente semioficial.

La redacción se organizó. Unos continuaron con una buena dotación, los gacetilleros, con una miseria; Bedolla, que no escribía ni había podido hilvanar nunca dos renglones seguidos, era el director oculto que daba la orden de tirarle a fulano, de sacar a mengano, de dar un piquetillo a un ministro, de ensalzar a un general o de menguar el mérito de un coronel.

El periódico era serio, grave, de oposición, pero independiente. No pertenecía a partido ninguno ni apoyaba facciones, predicaba la paz y el respeto a las autoridades, solía adular al clero y a los propietarios, y era amigo de la libertad.

Él mismo estaba asombrado de su posición, veía ya el juzgado con desdén, le parecía que rebajaba mucho a su dignidad con ir diariamente a la Acordada a tratar con ladrones y asesinos. Cuando a la hora de ir a la cama pensaba en estas cosas, se restregaba las manos, reía francamente y decía: ¡Qué vivo soy: mi padre mismo no me reconocería!

Tal era la posición de nuestro buen amigo Bedolla, y era indispensable que el lector conociera los medios sencillos con que repentinamente se elevan en México insignificantes personajes cuando la fortuna se pone de su lado derecho.

Las aventuras de su tocayo Lamparilla le dieron nuevo motivo para aumentar su influjo y ganarse una confianza sin límites en las altas regiones.

Se echó en la bolsa un papelito que decía:

Señor Presidente, urgentísimo.

Bedolla

Era la fórmula convenida ya, para cuando se ofreciese algo grave.

- ¿Qué ocurre, señor Bedolla? -le preguntó el supremo maistrado luego que, habiéndose desprendido de sus ministros, pudo entrar fatigadísimo al gabinete donde recibía a las personas de su intimidad.

- ¡La revolución ha estallado, pero la podemos conjurar!

El supremo magistrado se levantó del sillón donde casi se había recostado como si un tercer alacrán lo hubiese picado.

- ¡La podemos conjurar! -repitió magistralmente el licenciado Bedolla.

- ¿Cómo es que nada sé? Explíquese usted.

- No es extraño. Ha ocurrido anoche, y no son los revolucionarios quienes han de dar parte al gobierno.

- ¿Pero cómo, dónde? Expllquese usted.

- Precisamente un amigo mío, un hombre estimable y que creo ha tenido alguna vez la honra de presentarse a V. E., ha estado a punto de ser asesinado y arrastrado por las calles porque quiso contenerla.

Bedolla refirió entonces las desgracias de Lamparilla, pero desfigurando los acontecimientos.

A la hora en que Bedolla daba cuenta de los sucesos en Palacio, todo había concluido en Ameca. Los Melquiades, contentos de haber espantado al licenciado, se paseaban muy satisfechos, vigilando el trabajo de los peones, y el alcalde, por lo que pudiera suceder, había dirigido a su gobernador el siguiente parte:

Anoche cosa de las diez unos peones briagos se pusieron a bailar y cantar en la plaza y marcaron en casa del señor Pioquinto unos hachones de brea y gritaban viva el Gobernador, mas como yo ví que tiraron un ladrillazo a una ventana, salí con la veintena, les intimidé al orden y se fueron a sus casas con las luces apagadas y es todo lo ocurrido y no hay más que pongo en conocimiento de V. E. y todo esta quieto aquí.

Dios y Libertad.

En el Palacio Nacional se les dio a estos sucesos alguna más importancia, y el jefe del Estado no permitió que se fuese Bedolla hasta que no se dictaron las providencias que la gravedad del caSo exigía.

Justamente, Baninelli acababa de llegar de Guanajuato con su regimiento de ochocientas plazas perfectamente vestido, armado y disciplinado: daba gusto y orgullo ver marchar y hacer evoluciones por las calles a tan marciales y guapos muchachos.

El supremo magistrado no se fió de sus ministros; él mismo quiso disponer se sofocase esta tremenda revolución con una actividad sin ejemplo. Mandó que inmediatamente se le presentase Baninelli.

- En el acto, tome usted dos compañías de su regimiento y un escuadrón del octavo de caballería -le dijo cuando lo vio-. Sale usted al anochecer de aquí con mucho sigilo y, a marchas forzadas, procura usted caer al amanecer al pueblo rebelde. Amarre usted al Ayuntamiento y al alcalde, que se han puesto a la cabeza del pronunciamiento, fusile a unos ciertos Melquíades, que son los cabecillas y, dejando una guarnición por lo que pueda suceder regresa usted a esta capital, deja a los presos bien recomendados en Santiago, y se me presenta usted otra vez aquí a darme cuenta.

Bedolla al despedirse le indicó al jefe del Gobierno que creía que el teniente de la garita de San Lázaro, si no era cómplice, por lo menos simpatizaba con los sublevados, y que no era prudente que permaneciera al frente de una garita tan importante.

Lamparilla no se olvidó de la recomendación de Cecilia. Fue a visitar a sus amigos los masones, y en la primera tenida se retiró la protección a San Justo.

El influjo y crédito de Bedolla aumentó un cincuenta por ciento.

El Primer Magistrado, al despedirse afectuosamente de Bedolla, le dijo:

- Amigo mío, en la primera crisis, quiera usted o no, tendrá que formar parte del Ministerio. Es menester sacrificarse por la patria.

Bedolla se retiró del Palacio, y pronto él y Lamparilla departieron amistosamente en su casa, felicitándose del buen resultado de sus diligencias y elogiándose mutuamente. Lamparilla estaba pOsitivamente asombrado de los progresos de su amigo.

Discutieron detenidamente sobre el giro que debían dar al negocio, y de pronto resolvieron que debía decirse algo al público, y El Eco del Otro Mundo publicó el siguiente párrafo en los momentos mismos en que Baninelli entraba triunfante en Ameca.

Media docena de sicofantes se han atrevido a turbar el orden público en el pintoresco pueblo de Ameca; pero el gobierno, que tiene su ojo vigilante en todos los ámbitos de la República, descubrió muy a tiempo la conspiración y ha mandado fuerzas suficientes para restablecer la tranquilidad pública y castigar a los revoltosos ...

Más adelante, y con letra más pequeña, se leía este otro parrafillo:

La causa de los asesinos de Regina no da un paso. La energía y actividad del señor juez Bedolla ha sido inútil, pues altas influencias tratan de impedir que los reos sufran el condigno castigo y la vindicta pública los reclama.

Baninelli y su tropa anduvieron tan bien y tan recio que entre las seis y las siete de la mañana avistaron el pueblo de Ameca.

- ¿Qué hay de bueno por Ameca? -le dijo- . ¿Se atreverán a resistir los pronunciados?

Melquíades, que, como Bedolla, era ladino, abrió tamaños ojos y con mucha calma y seguridad contestó:

- Mi coronel, creo que todos se han fugado ya, pero fue una borrachera y nada más.

- ¿Me podría usted decir cuáles son las haciendas de los Melquíades?

- Y cómo que sí, mi coronel -y le señaló en el horizonte unas casas y torrecillas que aseguró ser las haciendas que buscaba y que distaban cosa de una media hora de camino.

Ni en el camino ni en el pueblo observó Baninelli nada que le indicara que existía una revolución. La calma y la quietud más completas. En las haciendas, los peones se dedicaban a sus labores, los indios entraban y salían con sus burros cargados de fruta, de recaudo o de paja, y Baninelli, que iba furioso creyendo que tendría que tener algunos balazos, entró en calma y creyó que efectivamente no se trataba más que de una borrachera.

Sin embargo, como militar viejo y precavido, dejó su guerrilla en la entrada, formó en columna en la plaza, mandó ocupar la torre el cUrato por un piquete y convocó al Ayuntamiento.

El alcalde, cuya conciencia no estaba muy tranquila, tuvo tiempo para esconderse, pero los demás concejales no pudieron hacer otro tanto y se reunieron en las casas consistoriales.

Baninelli mandó hacer una averiguación entre los vecinos, resultando de ella que, en efecto, había habido gritos, pedradas, borrachera y desórdenes y mueras al gobierno, y que Lamparilla hubiese sido víctima si no se refugia en el curato. Mandó amarrar codo con codo a toda la honorable corporación municipal y entre las filas la condujo hasta la fortaleza de Santiago, como se lo había mandado de oficio el ministro de la Guerra.

- ¡Bendito sea Dios, que se escondió el alcalde y se llevaron amarrados a los concejales! ¡Ojalá y no vuelvan!

Bedolla había ahogado en su cuna una espantosa revolución y no cabía en la ropa de orgulloso.

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