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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOQUINTO



MALOS PENSAMIENTOS Y DIFICULTADES

Si cuando don Pedro Martin escuchó en el comedor la interesante conversación de Casilda y Juan, se fijó en las palabras que, calificaremos de amorosas, se le escaparon al muchacho, no lo sabremos decir, pero el caso es que pensaba hacía ya una semana en la manera de separarlos, sin que pareciera ese paso violento ni a sus hermanas ni a la misma Casilda, y en su hora de ejercicio habitual en la biblioteca formulaba esta otra cuestión, que no acertaba a contestar: ¿tendré celos?

Un cuarto de hora dio un paseo tras otro; un poco desvanecido se detuvo y meditó:

- Sí, no cabe duda, los síntomas son muy marcados y no puedo equivocarme. Un poco de odio al muchacho; arrepentimiento de haberlo admitido en mi casa. Deseo vehemente de mirar a Casilda y decirle algo, cualquier cosa, aunque fuese una tontería.

Continuó meditabundo y fija la vista en sus polvosos libros, cuando se abrió la puerta y de rondón se coló el marqués de Valle Alegre. Sin saludar y sin ninguna otra ceremonia se quitó el sombrero y lo tiró en un montón de papeles y periódicos en desorden, y se dejó caer en un sillón.

- Ya lo sabrá usted, licenciado -dijo, echando de los pulmones un gran resuello-, estamos perdidos, arruinados completamente. La Corte de Justicia ha fallado por unanimidad en favor de ese beato hipócrita de Rodríguez de San Gabriel. Crea usted, licenciado, que no me doy un tiro en la chapa del alma porque soy cristiano y tengo un poco de miedo al infierno; pero de lo contrario, me puede creer, no hubiera puesto más un pie en la casa de usted y ahora estaría usted ayudando a mis parientes a disponer mi entierro, mandar hacer lutos, formar los inventarios, repartir las esquelas y todo ese trabajo que damos después de muertos los que denemos título de Castilla, como si no fuera bastante la guerra que damos en el mundo cuando vivimos; pero no hay que darle vueltas, entre matarme y casarme, he escogido esto último, que qUizá será peor, pero no tengo otro remedio. Sin embargo, vengo a tomar el consejo y la opinión de usted.

El licenciado, que quiso, pero en vano, interrumpir tan larga peroración, lo dejó concluir y desahogarse, y él mismo tuvo también tiempo de apartar sus pensamientos del escabroso rumbo que seguían y preparar la conveniente respuesta que debía dar a su cliente.

- No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, señor marqués.

- Qué quiere usted, señor licenciado, calaveradas, cosas de la vida que no se pueden prever, compromisos que vienen repentinamente. Pero no hay que hablar ya de eso, pasó, y no tiene más remedio sino preparar el desquite. Verdaderamente no sé dónde tengo la cabeza. El objeto principal de mi visita era hablar con usted de mi casamiento y arreglar previamente ciertas cosas indispensables; eso usted sólo lo puede hacer.

- ¡Casamiento en la situación en que se encuentran sus negocios! Me parece una locura.

- Así parece a primera vista, pero es todo lo contrario. Es el único remedio posible que puedo encontrar, y además, hasta cierto punto un compromiso de honor.

- A todo esto, ¿quién es la novia?

- La novia está lejos, un poco lejos de aquí, y tendré que andar muchas leguas antes de dar con ella; precisamente es una de las primeras cosas que tiene usted que arreglarme.

- ¿Cómo? ¿Será posible que quiera usted, señor marqués, que le vaya yo a buscar a la novia, quién sabe a qué distancia?

- No, no es eso, señor licenciado. Lo que quiero es el avío, tal y como está y como lo han tenido toda su vida los marqueses de Valle Alegre; es decir, el uso de mulas tordillas, el uso de mulas prietas y el uso de mulas coloradas para el regreso. Veinte mozos bien montados y armados, con caballos de remuda, el hatajo de mulas con sus mejores aparejos, el coche de camino de la hacienda y las dos carretelas con sus troncos de remuda. Todo esto me lo tiene usted que salvar de las garras de Rodríguez de San Gabriel. Yo conozco mucho al Conde. Si no llego con este aparato, no habrá casamiento y adiós de esperanzas y de porvenir.

- Pero, señor marqués -le interrumpió don Pedro Martin-, me está usted hablando en griego; no entiendo una palabra, Y o usted ha perdido la cabeza o yo no la tengo muy en su lugar.

- Ya lo entenderá usted todo cuando lea esta carta, ella es la clave de lo que le parece a usted un enigma.

El marqués sacó del bolsillo de su levita un grueso paquete de papeles, y después de registrarlos, entregó uno de ellos al licenciado.

- Lea usted en voz alta, licenciado -le dijo el marqués-, necesitamos hablar y discutir, porque hay frases que no me gustan mucho y sería yo capaz de prescindir y de echarlo todo al diablo.

Don Pedro Martín sacó del sobre la carta y leyó:

- Pero esta carta, más que otra cosa, es un desafío -dijo don Pedro Martín cuando la acabó de leer.

- Me alegro mucho de que usted la califique así. Eso mismo había yo pensado -le contestó el marqués.

- ¿Qué piensa usted hacer?

- Ya se lo he dicho a usted: casarme con mi prima Mariana, y no porque le tenga miedo a su padre, pero me daría pena darle una estocada o matarlo. La calificación que ha hecho usted de la carta es exactísima. O me caso o tenemos un duelo; prefiero casarme, y esto, por otra parte, me salva de la ruina. El conde está perfectamente en cuanto a intereses.

- Tenga usted presente, marqués -le dijo el licenciado-, que el casamiento es para toda la vida. El dinero va y viene, y usted, además, no queda pobre ni está completamente arruinado como cree, mientras el matrimonio es un collar de fierro que no puede romper más que la muerte.

- Quiero que usted consiga, con sus buenas relaciones con los canónigos, que me dejen el avío completo, tal como se lo he dicho a usted, y que pueda yo, si me conviene, habitar la casa de la hacienda durante un año; lo demás, que se lo cojan todo, que lo vendan, con tal de que no aparezca yo como expulsado.

- Lo del avío no me parece difícil, señor marqués, y se puede hacer una combinación para rescatarlo; pero lo segundo es como imposible, pues el que compre las fincas querrá, con mucha razón entrar en posesión de ellas. Haremos, si a usted le parece, una combinación.

- Vea usted la contestación que tenía ya escrita. Si le parece bien, al salir la pondré en el correo.

- Excelente -le dijo don Pedro Martín devolviéndole la carta.

- Ya verá usted, cada uno según su carácter. El carácter duro y altanero del conde se reconoce con sólo leer su carta. Mi genio franco y amable se revela inmediatamente al leer la mía.

- Bien -le dijo-, en lo del casamiento, francamente, no es de mi opinión y me lavo las manos; en cuanto al material arreglo de sus intereses, le ayudaré a usted, no quiero abandonarlo cuando sea como fuere, usted ha perdido su pleito. Oiga usted mi plan. Tengo quien compre la escritura con un descuento moderado. Con ese dinero se desempeñarán las alhajas.

- Sí, cabal -interrumpió el marqués-, ¿y cómo no se me había ocurrido? Usted me salva, señor don Pedro Martín. Desempeñando las alhajas puedo dar unas donas a mi prima Mariana como si fuese yo un rey. Esto, lo sé muy bien, ablandará a mi feroz pariente y no pasará la luna de miel sin que haya yo recibido la herencia de la difunta condesa ...

Don Pedro Martín hizo un gesto e interrumpió al marqués.

- Si no me deja usted acabar ... -le dijo algo enfadado.

- Tiene usted razón, ya escucho y callo.

- En vez de pedir favor a los canónigos o a Rodríguez de San Gabriel, retira usted su avío y lo paga al contado, rompe o guarda ese paquete de papeles que tiene en el bolsillo satisfaciendo sus deudas y le sobra todavía para el viaje y para vivir algunos meses cuando regrese, sin tocar los productos del rancho, que puede usted dejar a la familia entretanto se liquidan las cuentas.

- Lo decía, señor don Pedro Martín, usted me ha salvado. Conforme en todo, convenido. Comience usted a trabajar y dlgame qué día puedo ponerme en camino.

- Dos semanas, a todo lo más.

- Convenido, estaré listo.

Don Pedro Martín, luego que el marqués salió de la biblioteca, se levantó, y como de costumbre lo tenía, y parece ser la de los abogados viejos, se comenzó a pasear, olvidando por un momento los personales asuntos que pocas horas antes lo preocupaban.

Juan abrió repentinamente la puerta y entró asustado.

- ¿Por qué entras de rondón, bribonzuelo?

- Señor, un hombre tocó la puerta; no sé por qué me dio gana de abrir yo.

- Preguntó -continuó Juan- si en esta casa servía una mujer llamada Casilda.

- ¡Cómo! ¡Cómo! ¿Es verdad esto? -volvió a interrumpir don Pedro Martln-. ¿Y qué has contestado? Pronto, di, ¿qué has contestado?

- Que no conocía yo a ninguna Casilda, y que aqul no había más criado que yo y una cocinera muy vieja.

- Bien, bien contestado; nadie tiene que meterse en los interiores de mi casa -dijo don Pedro respirando, volviendo a tomar la pluma Y disimulando su emoción-. Ve, Juan, a tus quehaceres -continuó-. Te has portado como un muchacho inteligente.

Juan se marchó a la cocina a contar a Casilda lo ocurrido. Don Pedro Martín concluyó de escribir, cerró la carta y se puso a pasear Y a meditar.

- Me devano los sesos y no encuentro la manera de que Casilda quede fuera de su alcance.

Después de este monólogo quedó en silencio don Pedro Martín.

Repentinamente se dio una palmada en la frente.

- Casilda está ya salvada.

Don Pedro Martín entró a las recámaras a buscar a sus hermanas. Habían salido, pero a poco rato entraron.

- Mira, Coleta -le dijo a su hermana-. Vas a tomar un coche al sitio, mientras yo escribo una carta al señor vicario de monjas. Te llevas a Casilda, subes con ella a la casa del canónigo, no la vayas a dejar sola en el coche. El canónigo te dará una orden para la superiora del convento de San Bernardo, donde entrará Casilda como niña.

- ¿Como niña? -preguntó asombrada Coleta.

- En el convento se llamará Rosalia Camacho, originaria de Valle del Maíz. Mientras tú vuelves, daré mis consejos a Casilda.

- Estás salvada, muchacha; serénate y que te vuelvan los colores a la cara. Te has portado bien y sentimos que te separes de la casa.

Hubo un momento de silencio; pero el viejo licenciado se dominó y dio muy minuciosas instrucciones y muy saludables consejos a su protegida.

La hermana volvió y ella y la bella Casilda montaron en el coche, dirigiéndose a la casa del viejo vicario de monjas.

- En cuanto a Juan, es muy sencillo; ni lo buscan, ni lo conocen; pero es bueno quitarlo de aquí -dijo el abogado dirigiéndose a su hermana Prudencia, que se había quedado acompañándolo-. El jueves debe venir por aquí el compañero Lamparilla, y le voy a recomendar que se lo lleve al rancho de Santa María de la ladrillera, donde será muy útil a doña Pascuala.

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