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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOSEXTO



SALVADOS POR MILAGRO

De los dos pasajeros y tripulación de la trajinera, las dos mujeres, con sus jaulas de pájaros, habían pasado del sueño tranquilo que dormían al sueño eterno de la muerte, hundiéndose con la canoa.

Hacía nada más media hora que se había hundido la canoa, y parecía un siglo de agonía a los desventurados náufragos. Cecilia, con calambres en las piernas, apenas podía sostenerse, y estaba ya resignada y decidida a hundirse; pero, cosa extraña, en lances semejantes, hacía esfuerzos enérgicos más por sus compañeros de desastre que por ella misma. Mas esa peligrosa escena debía tener un fin; la corriente era cada vez más fuerte y el viento frío entumecía sus miembros.

Levantando cuanto pudo su cabeza Cecilia fuera del agua, le dijo a Lamparilla:

- ¡Licenciado, encomiéndese usted a Dios, porque no hay remedio!

El golpe de dos remos que batían acompasadamente el agua se escuchó. La vida llegaba en una frágil embarcación a esos desdichados.

En efecto, era una chalupa cargada de mazorcas de maíz y de berros la que se acercaba.

Cecilia tuvo la energía de dar un grito y la chalupa se acercó.

- ¡Tira al agua tu carga y acércate más, pronto, pronto!

Se acercó, y con la claridad de la luna conoció a Cecilia.

- ¡Patrona! ¡El Santo Cristo de Chalma nos valga! ¿Qué ha sido esto?

- Yo te pagaré cuanto quieras, Jacinto -le contestó Cecilia- pero pronto, nos estamos ahogando. ¡Licenciado, agárrese del borde de la chalupa y déjeme libre; pero no se cargue porque se volteara la chalupa, y entonces no hay remedio!

Cecilia pensó en esto, pero viéndose libre de la presión de las manos de Lamparilla, hizo un esfuerzo y a nado abordó el islote de tule donde se refugiaron el remero y la sirvienta. Todo esto fue obra de instantes.

La posición de los náufragos había mejorado, pero estaban todavía muy lejos de creerse salvados. Jacinto acabó de echar su carga al agua, dio la mano al licenciado Lamparilla, formando contrapeso con su cuerpo para que no se volcase su frágil embarcación, y logró que tuviese el pecho fuera del agua.

Un canto monótono se escuchó, era una canoa grande de los Trujanos, que cargada de cebada se dirigía a México.

Ya estaban salvados.

- Saquen al licenciado, primero -dijo Cecilia a los remeros de la canoa-, y después arrímense acá.

En seguida se dirigieron al islote de tule, y de un salto entraron a bordo el remero, la sirvienta y la capitana.

- Yo compro toda la cebada -les dijo Cecilia a los remeros- me entenderé con don Sabás; pero enderecemos a Chalco y a remar fuerte para que podamos llegar a la madrugada. ¿Cómo nos va a ver la gente así?

- Jacinto -le dijo Cecilia al patrón de la chalupa-, rema muy recio para que llegues a Chalco una hora antes que nosotros: te vas a mi casa y me traes una muda de ropa y otra para la Marica, y compras o pides prestado o haces lo que puedas, pero te traes también jorongos, sombreros y vestidos para el señor licenciado y para este pasajero; no es posible que las gentes de Chalco nos vean desnudos: se van a reír de nosotros.

- ¡Qué figuras, Dios de Dios! -continuó diciendo Cecilia, queriendo reír como si nada hubiese pasado, y mirando a Lamparilla Y a Evaristo cubiertos de yerbitas y dando diente con diente-. No hay más que enterrarnos en la cebada, pues yo estoy como mi madre me echó al mundo. ¡Y no hay que ver mucho! -continuó algo enojada, observando que, a pesar del frío y del susto, los dos hombres no le quitaban la vista-. Bastante han visto, y más bien es hora de dar gracias a Dios que nos ha salvado por un milagrO, que no pensar en otras cosas.

Los remeros desatracaron la canoa y, haciendo esfuerzos que se conocían bien en el resoplido de sus pulmones, salieron en breve de aquella fuerte y peligrosa corriente, tomaron el centro de canal.

Alentados por Cecilia, que les ofreció una buena gratificación, trabajaron los remeros tan bien que al amanecer llegaron a Chalco. El patrón de la chalupa ya esperaba a los náufragos. Para Cecilia trajo una muda completa de ropa, con que discreta y honestamente se vistió, cubriéndose siempre con la cebada; para los dos náufragos pudo apenas conseguir unos calzoncillos blancos y sucios de otros remeros y unas frazadas viejas, y en ese pelaje desembarcaron en el atracadero de Chalco, sin que la poca gente que andaban en la calle fijaran su atención en ellos.

Cecilia los llevó a su casa, donde en una especie de revoltura y de descuido, menos en la pieza en que ella dormía, no faltaba nada para un lance como el que había ocurrido. Desayunaron con un apetito como si en ocho días no hubiesen comido. Lamparilla y Evaristo se enjuagaron y limpiaron; después, uno en un buen colchón y el otro en unas hojas de maíz, se acostaron abrigados con buenas frazadas y con una copa de aguardiente de Cuernavaca en el estómago, no tardaron en dormirse. Cecilia se encerró en su cuarto, se lavó de pies a cabeza, y en su buena y mullida cama no tardó tampoco en encontrar el descanso y el reposo que exigían las fuertes emociones de tan terrible noche.

Durante tres días la frutera prodigó a sus huéspedes las mayores atenciones. Los huéspedes se mostraban muy contentos y no sabían cómo expresar su gratitud; pero no daban trazas de marcharse.

Cecilia, fastidiada y asombrada de la calma de sus huéspedes, se decidió a contar las dificultades en que se encontraban.

Aprovechando una corta ausencia del tornero, habló a Lamparilla:

- Oiga, señor licenciado -le dijo-, mi casa y lo que tengo es de usted, sin que me quede nada dentro; y no lo hago por el dinero; pero yo no tengo en el pueblo más que mi pobre honra, y ya ve usted que no está bien que dos hombres estén viviendo en mi casa. Ya sabe la gente la desgracia que tuvimos y que di a ustedes un rinconcito, pero ya van tres días.

- Precisamente te quería hablar de esto, Cecilia; tienes razón. Espero que mi criado llegue de México con mis caballos, ropa y cartas de recomendación que se perdieron en el naufragio para marcharme a Ameca; pero ya que se trata de que nos separemos, te haré una pregunta, pero me contestas con verdad. ¿Ese hombre, que no sé por qué se me sienta en la boca del estómago, se a a quedar aquí?

- Poco me conoce usted señor licenciado; no soy muy fácil, y para entregarme a un hombre sería menester que lo quisiese mucho, y en caso de echarme por lo malo, lo haría mejor con usted que al fin es una persona conocida y decente, que no con ese figurón que sepa Dios quién lo parió.

- No sabes cuánto te agradezco lo que me acabas de decir -le contestó muy entusiasmado Lamparilla-, te creo.

- Lo que debía usted hacer, señor licenciado, antes que otra cosa -le dijo Cecilia, es mandar hacer dos milagritos de plata y un retablo para colocarlos en la capilla del Señor del Sacro Monte, pues a él me encomendé y él nos ha salvado enviándonos a Jacinto con su chalupa y después la canoa de don Sabás Trujano.

- Corre de mi cuenta. A mi vuelta a México mandaré pintar el cuadro en la Academia de San Carlos, y tú estarás allí retratada en miniatura; ya arreglaremos eso.

Tan interesante conversación, al menos para Lamparilla, fue interrumpida con la llegada del criado que volvía de México con los caballos, la ropa y las nuevas cartas de recomendación del teniente de la garita de San Lázaro, el cual felicitaba al licenciado por la fortuna con que había escapado de la muerte. Al mismo tiempo, Evaristo apareció en el patio, como indeciso si entraba o no a la sala.

- Pase, Don, nada tenemos de secreto -le dijo Cecilia a Evaristo-. El señor licenciado se está despidiendo, pues ya le urge marcharse a sus quehaceres; esto es todo.

Evaristo entró como titubeando y con cierto embarazo, quitándose respetuosamente el sombrero nuevo galoneado de plata, que había comprado en la tienda de la plaza.

- Siéntese, Don -volvió a decirle Cecilia, arrimándole una silla-. Lo que quería decirle es que como el licenciado se marcha a sus quehaceres ... y no es que tenga miedo a los hombres, y un regimiento no me espanta; pero las gentes son habladoras y no quiero que nadie tenga que morderse los labios por mi. ¿Lo entiende usted, Don?

- Ya tengo un cuarto en el mesón -le contestó Evaristo-, y no había necesidad de que me echara de su casa.

- ¿Lo toma usted a la mala? -dijo Cecilia con cólera-. No me faltaba más que eso. Métase a ser completa con las gentes y así sale una.

- No, nada de eso, doña Cecilia -le interrumpió Evaristo refrenándose y cambiando de tono-, y antes, para que vea que no hay malicia, me hará favor de tomar estas arracadas de coral que compré en la tienda cuando fui a buscar este sombrero.

Cecilia cambió también de tono y tomó en la mano los aretes que le presentó Evaristo.

- Muy bonitas -le dijo-, y hacen juego con mis gargantillas, y las tomo, pero le he de dar lo que costaron, pues así no creerá que me quiero pagar de la comida y alojamiento de estos días.

Evaristo insistió en que las recibiera y Cecilia en rehusarlas, hasta que por fin convino en guardarlas; pero entró a su recámara y volvió a poco con dos chapetones de filigrana de plata.

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