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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOTERCERO



LA INJUSTICIA DE LA JUSTICIA

El licenciado don Pedro Martín no salió ese dia de su casa. En la noche, por fortuna, no hubo ningún tertuliano; su paseo a un lado y otro de la biblioteca duró dos horas en vez de una. ¡Pero qué paseo tan doloroso, un verdadero calvario para la austeridad y la rectitud de ese viejo jurisconsulto, educado en el cristianismo puro y en el palacio de los virreyes españoles!

- ¿Será amor el que tengo por esa tan seductora como desgraciada mujer?

Y en vez de pensar en los desgraciados que estaban en la cárcel, la visión engastada en el cortinaje de damasco rojo de China se le presentaba viva, fresca, tentadora, como si en ese mismo momento se acabase de atorar el rebozo de Casilda en la aldaba del balcón. Coleta y Prudencia, extrañando que su hermano pasease en su biblioteca más del tiempo acostumbrado, entraron a verlo.

- Nada, nada tengo -les contestó-, estoy repasando el informe de estrados en el complicado negocio del marqués de Valle Alegre. Déjenme en paz por ahora, y les vuelvo a encargar que no manden a la calle ni a Casilda ni al muchacho.

Las hermanas, que obedecían ciegamente al jefe de la casa, salieron del salón de libros viejos, algo desconcertadas pero creyendo que, en efecto, su hermano estaba preocupado en el negocio del marqués de Valle Alegre.

La resolución que de pronto tomó don Pedro Martin al levantarse fue la de tener una discreta conferencia con su sucesor y cOmpañero don Crisanto Bedolla.

DespUés de almorzar salió ligero y animado como un joven de 20 anos y tomó el rumbo del juzgado.

- Compañero -dijo a Bedolla saludándolo afectuosamente-, una indiscreción y tal vez un favor. Quisiera leer aquí la causa a varios supuestos reos por el asesinato de Regina.

- ¿Creerá usted acaso, señor compañero, que la causa esta mal formada o que la sentencia ...?

- De ninguna suerte, y aunque lo creyera ya me guardaría bien de entrometerme en los asuntos de su juzgado.

- Ningún inconveniente, y antes bien me hace usted un favor en esto. Ya verá usted; he interrogado a medio México, pero al fin he logrado descubrir a los culpables, ya verá usted.

Acabando de decir estas palabras que hicieron sonreír al viejo al disimulo, Bedolla tocó la campanilla y un dependiente entró.

- Tráigame usted la causa del asesino de Regina y socios.

El empleado volvió a poco con tres voluminoso legajos de papeles, cosa de 2,000 fajas.

- Imposible de examinar esto ni en un mes -dijo don Pedro Martín-. Tiene usted allí enfrente una mesa, una silla y un rincón donde no da el aire.

- Perfectamente, y mucho agradezco a usted esta deferencia, señor compañero, pero ha de ser con la condición de que usted, y como si yo no estuviese delante, continúe su trabajo.

- Convenido, señor compañero.

Bedolla instaló al viejo abogado en la mesa desocupada, le puso delante la voluminosa causa y continuó con el notario el despacho.

Durante una semana no tuvo otra ocupación más que ir a la hora convenida al juzgado y leer las innumerables hojas de que se componía la causa, y con el mayor asombro se enteraba, a medida que avanzaba, de que el juez no había hecho más que aplicar a los reos las duras penas que establecían las leyes españolas y mexicanas, aplicables a falta de código criminal, que no existía.

Las pobres mujeres y los hombres aprehendidos en la casa de vecindad, aterrorizados con la cárcel, confundidos con las amenazas del escribano y enteramente atarantados con las preguntas capciosas que les hacía el juez, habían comenzado por negar, después por contradecirse y, finalmente, por echarse la culpa unos a otros, acusarse de cosas en que ni habían pensado, llenarse de improperios delante de los testigos a la hora de las declaraciones y enredar de tal manera el asunto, que el más hábil defensor no hubiera podido descifrar el verdadero logogrifo que contenían en sustancia tantas hojas de papel escritas. El defensor, por salir del paso, se había limitado en cuatro renglones a pedir indulgencia para los culpables, mientras el fiscal pedía para todos, en cuatro líneas, la aplicación de la última pena.

Cuando don Pedro Martln acabó la lectura de la causa e hizo última visita al juzgado, quiso saber a qué atenerse, y bien se guardó de decir a su compañero Bedolla lo que realmente pensaba acerca de las actuaciones.

- ¿Acabó usted, por fin, señor compañero? -le dijo el juez observando que don Pedro Martín ponía en orden y ataba con una cinta los legajos.

- Acabé, y le aseguro que es necesaria la suma de paciencia que debemos tener los abogados para echarse a cuestas una causa como ésta.

- ¿Y qué le parece a usted? La opinión favorable de un hombre tan sabio me llenaría de orgullo.

Don Pedro Martín, inclinando la cabeza para darle las gracias por el elogio, le contestó:

- Lo que resulta de las actuaciones y lo que previenen nuestras leyes vigentes, dan materia para una sentencia; pero así de pronto, sin estudiar el punto, me parece que no habiendo sido aprehendido todavía el verdadero asesino y otros que se presumen cómplices, debían seguirse ciertos trámites sin los cuales no hay bastante fundamento ...

- Sé lo que me va usted a decir, compañero ... y tiene muchísima razón -le interrumpió Bedolla, acercándose al oído y hablándole en voz baja-, pero qué quiere usted, la prensa se queja de falta de seguridad en los caminos, en las calles, aun en las casas mismas, y observo una cierta inclinación a que lo más pronto posible haya dos o tres ahorcados para satisfacer la vindicta pública. En cuanto al asesino, casi lo tengo en la mano; pero al muchacho aprendiz que ayudó a matar y a hacer pedazos a su maestra, se ha perdido la pista. A la que tengo como quien dice en el bolsillo, es a la antigua querida del asesino ... Le he seguido los pasos, como ella misma no se lo puede figurar. Últimamente estuvo sirviendo en una casa de una tal doña Dominga de Arratia, por Temascaltepec, pero hoy mismo me van a decir dónde vive y a qué horas se encuentra; será interrogada y sabremos dónde está esa mentada Casilda.

Después de diez o quince minutos de atravesar palabras sin importancia sobre los vahídos y desvanecimientos, don Pedro salió del juzgado y se dirigió sin perder ni un minuto a la casa de doña Dominga de Arratia, la que, según tenia de costumbre, había salido a sus negocios y visitas, y no volvla hasta las seis de la tarde, pues había dado en almorzar y comer a la francesa. Se resolvió a esperar interrumpiendo su método, y entrada ya la noche fue llegando muy fatigada la buena de doña Dominga.

- Cumplimientos aparte, si aquí o en la calle le preguntan a usted por la criada que tanto recomendó a mis hermanas y con la cual estamos muy contentos, dígales que le dio usted su papel de conocimiento como es de costumbre y como lo merecía por haberse portado bien; pero que ignora usted en qué casa se haya colocado y que más bien cree que se ha marchado a Tulancingo, donde tiene su comercio de rebozos. No hay que salir de eso, por más preguntas que le hagan. Aprenda usted bien la lección y repítala a su marido, por si a él le interrogasen. Cuando sea tiempo impondré a usted de la causa que ha movido que yo le haga esta recomendación.

Doña Dominga de Arratia, que, además del sincero cariño que tenía por el licenciado, lo respetaba por su edad y su saber, le prometió que cumpliría como si se lo hubiese mandado su confesor, y lo mismo haría su marido.

La conversación que escuchó en el comedor le habra probado que los supuestos reos, que estaban condenados a prisión o a la muerte, eran perfectamente inocentes, y un hombre como él, religioso y de conciencia, una vez que por obra de la Providencia habra sabido la verdad, no podra permitir la muerte, la deshonra y el martirio de esos desgraciados; pero ¿cómo hacerlo?

Coleta y Prudencia se habían dormido, Casilda y Juan, en sus cuartos respectivos, llenos de dudas, pero confiados en la bondad de su protector, descansaban también; sólo el viejo licenciado estaba paseando de uno a otro lado de la biblioteca, y cuando notó que las velas se estaban acabando, eran cerca de las tres de la mañana. Se metió precipitadamente en el lecho a esperar el chocolate que, al dar la primera campanada del alba, le llevaba a su recámara la bellisima y desgraciada Casilda.

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