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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOSEGUNDO



AL TOQUE DEL ALBA

Los criados, que desde que entran a una casa procuran averiguar cuanto pasa y la vida y milagros de sus amos, amigos y conocidos, nos han dado algunas noticias de la familia del licenciado don Pedro Martín de Olañeta; pero como este personaje tendrá que figurar en los acontecimientos que aún nos falta narrar, supliremos lo que acaso no pudieron decir ya, porque no lo sabían o por la justa alarma en que entraron con la lectura del párrafo del periódico.

Don Pedro Martín de Olañeta era la representación viva de los hombres que figuraron en la época de transición que convirtió repentinamente el virreinato en imperio y poco después en República federal. Olañeta rayaba en los sesenta; pero su vida arreglada y uniforme le había conservado el vigor y la salud. Cursó filosofía, derecho romano y patrio y cánones en el más antiguo Colegio de Comendadores Juristas de San Ramón; sirvió de asesor con el último virrey y estableció su bufete, que le proporcionó, en el curso de algunos años, una fortuna con qué vivir independiente; pero el deseo de ser útil a su patria y la costumbre de trabajar y ocuparse de leyes y de procesos, lo hablan hecho admitir diversos cargos en la magistratura; su saber como abogado, su laboriosidad y su honradez acrisolada, lo hacía como necesario, y no había ministro no obstante la frecuencia con que cambiaban, que no le rogase con algún empleo de importancia.

Su biblioteca era quizá de las más notables de la capital, por el numero de volúmenes, aunque no por lo selecto de las obras, Una antología completa, las Siete Partidas del rey don Alfonso el Sabio, el Fuero Juzgo, Carleval, Solórzano, la Recopilación de Leyes de Indias, y por ese estilo, pergaminos infolio difíciles de leer y manejar. Como libros de literatura, los autos sacramentales y las comedias de don Pedro Calderón de la Barca; el Gil Blas, que sostenía a pie juntillas que era del padre Isla, y Don Quijote de la Mancha, con las novelas cortas de Cervantes.

Tenía tres hermanas: Coleta y Prudencia, doncellas viejas muy parecidas a él, dadas a la iglesia y dedicadas a las labores y gobierno de la casa.

Clara, que así se llamaba la otra hermana, así como sus hermanos fueron refractarios al matrimonio, ella desde que entró en edad no pensó más que en casarse, y hacía frente a cuantos se le presentaban: pero el hermano mayor, como jefe de familia, la casó con un licenciadito que habla sido su pasante y a quien su padre al morir le dejó, como se dice vulgarmente, algunas proporciones. Le llamaban Chupita, la vida de la familia del licenciado Olañeta era uniforme, monótona, arreglada a reloj.

El día en que Juan y Casilda tuvieron en la cocina la conversación de que se ha dado cuenta en el capítulo anterior, Olañeta, como de costumbre, estaba sentado en su sillón, fumando y repasando en su cabeza un informe de estrados en un ruidoso pleito de los marqueses de Valle Alegre. Los agujeros y rendijas del torno permitían oír en el comedor lo que los criados platicaban en la cocina, y Olañeta solía escuchar sus chismes y diálogos, pero jamás había fijado su atención, y cuando hablaban mucho y recio o la conversación podía degenerar en pleito, los regañaba y los mandaba callar. En esa ocasión, al principio no hizo caso; pero cuando algunas palabras de sangre, asesinato y violencia hirieron sus oídos, tratándose de criados que hacía poco había recibido, arrimó con mucho tiento su silla y dirigió su oreja al torno para no perder una palabra; sin hacer ruido se dirigió a su biblioteca, sonó la campanilla, entró al momento Juan y le pidió el periódico.

- No lo han traído todavía.

- Bien, dile a Casilda que venga; quiero saber lo que ha dispuesto para el almuerzo.

Juan obedeció y en seguida se presentó Casilda, más muerta que viva.

- Todo lo he oído, muchacha -le dijo el licenciado con voz muy afable-, tranquilízate, pide el periódico a Juan, y cuidado con salir ni tú ni él de la casa sin mi permiso. ¡Cuidado! ¿Me obedecerás?

- Sí, señor -contestó la criada, volviéndole el alma al cuerpo.

- Bien; no hay cuidado por ahora. Ya veremos lo que se hace.

Casilda fue a la cocina casi bailando de gusto. En la mirada y en la voz del amo había reconocido que ella y Juan estaban salvadoS. Juan llevó el diario al licenciado. Casilda en momentos preparó con presteza un almuerzo como nunca lo había tenido la arreglada familia.

Don Pedro Martpin de Olañeta, aunque no era la hora designada por su metódica costumbre, recorrió el periódico, leyó dos veces el párrafo y comenzó a pasearse de uno al otro extremo de la biblioteca.

- ¡Qué juicios los de Dios tan incomprensibles! ¡Y cómo por caminos desconocidos viene a salvar a los inocentes! -decía para si.

Dejaremos al grave licenciado paseándose en su biblioteca con la cabeza baja y su dedo en la boca, pensando lo que debería hacer, para decir dos palabras acerca de doña Dominga de Arratia. Era una señora principal, rica y aristócrata. Tenia en el Valle de Temascaltepec varias haciendas, y en el pueblo figuraba en primer término. En los pueblos y ciudades de segundo orden de México los dueños de haciendas son los potentados, los señores, y forman el núcleo de la aristocracia provinciana. El cura, los alcaides, los ayuntamientos, todo el mundo les hace randi bus (1), como dicen los rancheros. En una de las haciendas había dejado su padre al morir un muchacho blanco, robusto, fuerte, bien hecho, como es en lo general esa gente de la tierra fría. Desempeñaba el cargo de mayordomo. Doña Dominga, a poco tiempo de haber entrado al manejo de sus bienes, lo hizo administrador y a los dos años lo elevó al rango de su marido. Ella era la rica. Él, el cónyuge y socio industrial. Él estaba todavía joven y vigoroso. Ella no malota, como dicen los jóvenes veteranos; pero ya entrada en edad. Doña Dominga cuidaba al pensamiento a su marido y lo vigilaba día y noche sin dárselo a entender. Casilda, que anduvo de Herodes a Pilato, comerciando, mudando casas, ya como cocinera, ya como recamarera, y temiendo siempre encontrarse con Evaristo, después de su expedición como barillera, a su paso por el pueblo cercano a una de las haciendas de doña Dominga, fue encomendada a la señora, y a su vuelta a la capital vino a la casa, donde, en vista de sus muchos y buenos papeles de conocimiento que abonaban su conducta, fue recibida como cocinera. A los ocho días, el marido, con un pretexto o con otro, había dado sus Vueltas por la cocina y la esposa lo había observado. A los quince días, ya había sorprendido ciertas ojeadas que más tarde serían correspondidas por la muchacha.

La ocasión hace al ladrón -dijo para sí como mujer prudente y que no quería reyertas con su marido-, separarlos a tiempo es lo mejor.

Y sin esperar más, se puso su saya de seda negra y relumbrante, la mantilla trapeada de punto de Barcelona y se fue a casa de Olañeta, que era su apoderado y su consejero y había, desde hacía años, girado sus negocios. Encontróse con las hermanas Coleta y Prudencia, les exageró lo bien que guisaba Casilda, lo honrada y hacendosa que era y, bajando la voz y acercándose a su oído, les confió el secreto.

- Ni por todo el oro del mundo me desprendería de tan excelente criada; pero mi marido ha comenzado a guiñarle el ojo y a entrar en la cocina, donde nada tienen que hacer los hombres ... Ya ustedes me entienden como personas de mundo y de experiencia.

- Si guisa bien, doña Dominga -dijeron las hermanas en coro-, que venga mañana mismo.

Quedó, pues, terminado el negocio.

Doña Dominga se retiró tranquila, y al día siguiente Casilda estaba en la cocina de la calle de Montealegre preparando el almuerzo para el viejo licenciado. Pocos días después fue el prófugo del hospicio a pedir el asilo que, como hemos visto, le fue concedido. Casualidades o providencia de Dios, como dec[a el licenciado.

Una de esas mañanitas en que la oscuridad entabla su lucha con luz que va gradualmente subiendo de las montañas, don Pedro Martín se sentó en su cama para recibir la bandeja de plata que Casilda le presentaba, con el pocillo de chocolate espumoso Y caliente.

- ¿Sabes, muchacha, que seria bueno que me abrieras de par en par la ventana? No tengo ganas de dormir, y quiero aprovechar el tiempo en leer unos apuntes (los del informe de estrados en el pleito de los marqueses de Valle Alegre).

- Como usted mande, señor licenciado -respondió Casilda, colocando la bandeja en el regazo caliente, corrió al extremo de la pieza a descorrer las cortinas y a abrir las puertas del balcón. Lo quiso hacer con tanta presteza, que el fleco de su rebozo, con el que estaba bien cubierta, se atoró en el aldabón, y precisamente al abrir la puerta cayó al suelo y dejó descubierto el busto palpitante y sorprendente de una Venus. Esa visión, que parecía del Elíseo de los griegos, vista repentina e impensadamente al través de la luz misteriosa de las primeras horas de la mañana, y como engastada a propósito entre dos cortinas de damasco rojo de China, se quedó impresa en el cerebro del viejo abogado como si la hubieran grabado con un buril de fuego. Pero don Pedro Martín era hombre de sólida virtud, que sabía dominar sus pasiones, y cuando vino doña Dominga de Arratia a saber cómo se portaba su recomendada, hicieron mil elogios de ella.

Cuando doña Dominga se marchó, el licenciado llamó a sus hermanas a la biblioteca, cerró con precaución la puerta y les dijo:

- Voy a hacerles a ustedes una recomendación. Por ningún motivo manden a la calle a Casilda, ni al muchacho Juan. Tengo mis razones para hacerles esta prevención y a su tiempo les diré si me conviene.

- Mañana es sábado, día de confesión. Irá con nosotras a la catedral.

- No; ni aun eso; se pasará la semana sin confesión ni la comunión del domingo, y en la entrante ya veremos.

Las hermanas no insistieron, pero se retiraron diciendo:

- ¿Qué secreto será éste? ¿Por qué no querrá que salga a la calle Casilda?




Notas

(1) Acatamiento, reverencia, cortesías falsas o verdaderas.

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