Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOPRIMERO



COCINERA Y CRIADO

- Las manos quietas, Juan, ya te lo he dicho mil veces; yo no aguanto llanezas de nadie, y si te portas así cada vez que estamos solos, tendré que decírselo a las amas, con que va por última.

- Ya le he dicho a usted también muchas veces cuáles son mis intenciones, y no tiene usted por qué decirme que gasto llanezas, ni amenazarme con las amas.

- Y yo te he contestado que lo que tú quieres es una locura y nada más. Piensa que tengo más edad que tú; tal vez podría ser tu madre, y buenos estaríamos para casarnos; nos harían burla.

- Yo sí que ignoro la edad que tengo. Ni supe, ni sé hasta ahora cuándo ni cómo nací, y quién fue mi madre. Una persona que yo quería mucho me dijo una vez que yo era hijo de una señora marquesa o condesa, pero no pudo aclararme el misterio, porque ...

- ¡Qué tarea! Te repito que tengas quietas las manos o me voy de aquí, o te echo al zaguán.

Juan, instintivamente, acaso sin malicia, se empeñaba en acariciar y jugar con las dos gruesas trenzas de pelo de la muchacha y pasarle suavemente la mano por el cuello; pero dócil a las reprimendas, se apartó un poco de su compañera para no caer en la tentación, y continuó platicando tranquilamente.

- Si habla usted de desgracia, doña Casilda, hago parejas con usted, y qUién sabe, si nos contáramos nuestra vida, cuál de los dos ... pero antes quiero que me imponga usted el modo como debo manejarme con los amos, el genio que tienen, sus manías; qUiero decir, la manera de servirlos bien y de que estén contentos, porque entienda usted, doña Casilda, que el día que yo salga de esta casa no sé dónde iré.

- ¿Pues cómo viniste aquí? ¿Quién te dio papel de concimiento, o te indilgó?

- Ya se lo diré a usted; pero impóngame primero del modo qUe gastan las personas de la casa.

- El amo seguramente es rico, pues aunque doña Coleta peSa la carne y da con su medida el arroz, la sal, los frijoles y los garbanzos, y no quiere que se gaste en la cocina el aceite fino, el dinero nunca falta. Por lo que has visto y por lo que te cuento, ya sabes lo que pasa y cómo te debes manejar. Por mi parte, estoy tan contenta que sólo que me echaran a empujones me iría de esta casa. Te confesaré que, aunque amo a Dios y tengo miedo al infierno, no soy muy devota; pero he tenido que condescender en confesarme y comulgar cada ocho días, con tal de darles gusto; en cuanto a no salir, mucho mejor para mí; siempre estoy teniendo miedo de encontrarme con ese hombre. Ya sabes lo que deseabas, ahora cuéntame lo que haces.

- Pues está a mi cargo la recámara del señor licenciado. limpio su ropa, sacudo y barro su despacho, arreglo y pongo en orden los libros de su biblioteca y le sirvo la cena, pues el desayuno parece que está empeñado en que se lo lleve usted, aunque podía corresponderme a mí o a la recamarera.

Casilda se puso un poco encarnada y desvió la conversación donde inocentemente la encaminaba Juan.

- Y lo demás del tiempo, ¿qué haces?

- Pues aprender la doctrina cristiana y la gramática. Y digo lo mismo: solamente que me echaran a empujones, me iría de esta casa.

- Pues cuéntame tu vida; pero con verdad, como si te estuvieras confesando. Te quiero así ... no sé cómo ... No para mi marido que eso sería una locura de vieja, sino porque eres como yo: solo en el mundo y no tienes más que tu trabajo y tu edad; y no eres feo, particularmente desde que el señor licenciado te quitó ese vestido viejo y horroroso que apestaba a muerto.

Esta escena pasaba en la cocina de la casa del viejo y célebre licenciado don Pedro Martín de Olañeta, que renunció al importante empleo de juez para que lo ocupara el más célebre licenciado don Crisanto Bedolla.

Los actores eran nuestra antigua conocida Casilda y Juan, el mismo Juan que, sin querer y por causa del tacón que se le atoró en las baldosas, dejó caer el ataúd de don José María Carrascosa.

El tiempo transcurrido parece que no había hecho otra cosa sino dedicarse de intento a hacer más perfectos y visibles los atractivos de Casilda.

Juan, aseado, vestido como las gentes de pobre esfera, pero con limpieza, con la ropa que le compró el licenciado, tranquilo, bien nutrido y contento, se podia asegurar que era un guapo y simpático muchacho.

Casilda se levantó del banco de madera donde estaba sentada y comenzó a hacer sus faenas de cocina.

- Ya podías ayudarme en algo -le dijo a Juan.

Juan comenzó a limpiar los cubiertos y los cuchillos y a contar con ingenuidad lo que sabia y recordaba de su vida.

Casilda escuchaba con interés a Juan, y solía interrumpir con exclamaciones de admiración o de lástima; pero cuando llegó a la época de su aprendizaje en la casa de Evaristo, inmediatamente reconoció en el personaje a su antiguo amante.

- ¿Conque asi trataba ese bandido a su pobre mujer? ¿Por qué no agarraba esa tonta mujer un fierro cualquiera del obrador y mataba a ese bruto?

- ¿Qué quiere usted, doña Casilda? Mi pobre maestra era más humilde que el cordero que tenia, como le he dicho a usted, y no sé qué habrá sido de él.

- Acaba, por Dios, Juan; acábame de contar en qué pararon estas cosas.

Juan se limpió los ojos y contó, con la viveza de su edad, la impresión terrible que no se le borraba de la escena última en que acabó con la vida de su maestra.

- ¡Jesús y Dios mío, qué horror! -dijo Casilda tapándose la cara con las manos-. ¿Y por qué no mataste a ese bruto? Dios me quiere mucho y me libró a tiempo de las garras de ese demonio. ¡Qué casualidad encontrarme aqui con este muchacho!

- ¿Pero qué ha tenido usted que ver con don Evaristo?

- Ya te contaré.

Juan continuó su historia hasta el lance en que dejó caer el ataúd de don José María Carrascosa.

- ¿Y qué hiciste, desgraciado muchacho?

- Era tal la confusión y el miedo de la gente que había en el entierro cuando el que estaba muerto se levantó y se puso a hablar y a gritar no sé qué cosas, que yo pude escaparme sin ser detenido por el secretario.

- Vaya, acaba y no pienses en el hambre, que aqui, por beneficio de Dios, nos sobra qué comer.

- En cuanto fue de noche, me fui a la casa de doña Cecilia, que está en un callejón cerca de la acequia, pero la encontré cerrada. Pasé la noche en una canoa vacía; Dios, sin duda, me iluminó, y a riesgo de ser aprehendido como prófugo del hospicio vine a esta casa que conocía mucho, pues le traía la fruta al señor licenciado. También a las señoras las conocía, pero no sabia cómo se llamaban. Conté al señor licenciado lo que me había pasado, menos lo de la casa de mi maestro el tornero, porque eso sólo se lo he dicho a usted porque la quiero; falta que usted me cuente lo que ha pasado, pues ya lo hice yo.

- Lo que me pasó -respondió Casilda- fue un infierno al lado de ese hombre. Una no siempre es dueña de su voluntad, y además, él no era mal plantado, hábil y muy hipócrita; eso era lo principal. Lo ayudé en sus trabajos, lo mantuve muchas veces, lo curé cuando estaba enfermo, lo saqué de la cárcel ... Su madre no hubiera hecho más por él ... ¡Canalla, malvado, hijo de todos los diablos! Sin duda ... el pago que me dio ... y lo peor es que ... Lo que le tengo es miedo, y por eso no salgo a la calle, pues a pesar del tiempo que ha pasado, creo verlo por todas partes; y eso que no sabía yo el horroroso asesinato. ¿Y no tienes miedo de encontrarte con él? -le dijo Casilda.

- Muy lejos de aquí estará, o bien escondido. Los cuicos han cogido presos a los vecinos y a las vecinas, y maldito si en nada se metieron.

- Llaman a la puerta, ve a abrir.

Juan volvió con un periódico en la mano.

- ¡Doña Casilda, doña Casilda, oiga usted lo que dice este periódico! ¡Estamos perdidos, no sé lo que va a ser de nosotros!

- Lee, lee, ¡con mil demonios!, que todo me asusta hoy.

Juan clavó sus ojos azorados en el párrafo del periódico, y con trabajo, pues las líneas impresas le bailaban, leyó:

El crimen de Regina. A la sagacidad, vastos conocimientos Y energía del señor juez de lo criminal, don Crisanto Bedolla, se debe que la causa se haya instruido con brevedad, que se hayan obtenido las pruebas necesarias y que los delincuentes estén casi convictos y confesos.

El integérrimo juez sigue la pista y no tardará en descubrir al principal asesino y a los que anteriormente tenían espantado al barrio con sus crímenes, y que, por miedo a los bandidos que habitaban en esa finca, no se habían atrevido a denunciar. Están ya al caer, de un momento a otro, la antigua querida del tornero, la que por celos lo instigó para que entre él y los vecinos asesinaran a la mujer legítima así como su aprendiz.

Al acabar Juan, el periódico se le cayó de la mano y miró a Casilda, que a su vez había dejado caer el cuchillo y el recaudo al suelo. Los dos estaban pálidos, y durante algunos minutos no pudieron articular palabra.

- ¿Qué hacemos, Casilda?

- Huir Juan, huir de aquí, si no, somos perdidos. No entregues el periódico; si te llama el amo, ten valor y no te turbes; di le que no lo han traído. Mientras almuerzan, nos vamos ... por ahí lejos ... Pero la cárcel, la horca ... ¡Jesús mío, qué horror y qué infamia! ¿Qué dices, Juan? ¿Qué dices? ¿Qué hacemos? Huir: no nos queda otro remedio.

- Sí, huir juntos o matarnos; ¡la vida para mí no tiene más que horrores y martirios!

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