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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMO



EN EL CANAL DE CHALCO

Al oscurecer, las canoas de los Trujanos, vacías unas, cargadas otras, iban surcando trabajosamente las aguas cenagosas del canal; la balsa de vigas acababa de atracar y la trajinera de Cecilia estaba ya cargada con tercios de mantas de la fábrica de los Antuñanos de Puebla, que remitían a los comerciantes de Chalco y de Ameca; preferían la canoa de Cecilia porque navegaba con más velocidad, y los arrieros no tenían que detenerse mucho para esperar la carga; además, la propietaria de la embarcación era muy cuidadosa: cubría la carga con petates y cueros de res y la entregaba sin averías.

El licenciado Lamparilla no se hizo esperar; llegó en un simón, en traje de viaje.

- ¿Sabes, Cecilia, que se me ocurre una idea? Dejaremos -dijo Lamparilla- que se alejen las canoas de los Trujanos, y que se vayan las otras que están aqui, porque luego se emparejan en el canal y molestan con los cantos de los pasajeros, que a veces llevan guitarras y se emborrachan.

- Dice usted bien, señor licenciado; con tal que lleguemos a la garita de la Viga antes de las ocho.

- Tenemos tiempo -respondió Lamparilla, sonando en el oído su reloj de repetición-: son la siete, y además el teniente nos ayudará.

El pasajero, silencioso, saltó en seguida a bordo.

- ¿Quién es este hombre? -preguntó el licenciado a Cecilia.

- Un pasajero. Desde que usted manifestó -contestó Cecilia- que quería hacer el viaje en mi canoa, no quise admitir a ningun pasajero; a éste le pedi cinco pesos; me los dio y no hubo más remedio; pero parece buen hombre, humilde y callado. Se meterá en su toldo, se dormirá y no molestará al señor licenciado.

Lamparilla pareció muy contrariado. También Evaristo vio con disgusto que sus proyectos venían abajo con la presencia de otro pasajero que parecía muy familiar con los guardas y con la capitana.

La canoa tenía cinco toldos o divisiones, que llamaremos camarotes, cubiertos con encerado y divididos por dentro con una cortina de gruesa lona.

Llamábase la canoa La Voladora, nombre que con grandes letras rojas estaba más bien tallado en relieve que no pintado en la ancha popa. Cecilia, como los capitanes de largo curso, estaba siempre a bordo, hacía los viajes de ida y vuelta, vigilaba la carga y descarga de las mercancías, traía y llevaba encargos de las damas de Chalco, hacia de vez en cuando sus contrabandillos contando con el buen carácter y benevolencia del teniente de la garita de San Lázaro, al que no dejaba nunca de traerle calabaza en tacha y batidillos de las haciendas de Tierra Caliente; vamos, era un paquebote en toda regla.

Dos horas más, y los pasajeros, no pudiendo resistir esa imperiosa necesidad de la naturaleza que exige el reposo, el silencio y la postura horizontal ... se iban acostando y abrigándose unos contra otros. A la madrugada el picarón del licenciado se encontraba durmiendo en el camarote más cómodo que en su propia alcoba, y como si estuviese rodeado de su íntima familia.

- Nada, nada hay de extraordinario en la canoa esta noche; tanto mejor, estaré solo con la capitana -se dijo para sí Lamparilla, pero al salir del camarote de proa tropezó su vista con la figura de Evaristo, que se había encaramado sobre los tercios de manta sin haber elegido ni tomado posesión del toldo en que debía pasar la noche-. ¡Diablo de espantajo! -continuó en voz baja.

Como había cerrado la noche, Cecilia encendió la linterna que siempre llevaba en la popa.

- ¿A qué hora quiere usted la cena?

- A la hora que tú quieras.

- Si le parece a usted, en cuanto pasemos la compuertas (1).

- Siempre están ustedes con la compuerta, y no pensarán más que en la compuerta.

- Pues a fuerza hemos de hablar de la compuerta. ¿No ve usted que es donde se juntan las aguas y unas corren para un lado Y otras para el otro y es necesario que los remeros sean muy fuertes y anden listos? Se conoce que usted no es dueño de canoas. Yo, al contrario, no me acuesto hasta que no he pasado la compuerta; pero vámonos, que se hace de noche.

- Cuando tú quieras, Cecilia. Tú eres la capitana y tú mandas.

Cecilia habló en azteca con los remeros. La canoa se puso en movimiento y, pasada la garita de la Viga, donde Lamparilla saludó y charló cinco minutos con los guardas, la embarcación continuó, pero haciendo zigzags que llamaron la atención de Cecilia, quien reprendió duramente a los remeros, que, habiendo bebido más de lo regular, estaban completamente borrachos.

- No hay ningún cuidado -dijo Cecilia a Lamparilla-, están un poco tomados, pero así irán bien, borrachos o durmiendo conocen el canal. Sentémonos a tomar el aire, que precisamente nos viene a la frente. Si le parece a usted, iré preparando la cena para que esté lista luego que pasemos la compuerta; ya vamos a salir del canal y entraremos en la acequia de Mexicaltzingo.

- Ya te he dicho que como quieras. Tú mandas y yo obedezco. Soy tu pasajero, y espero que cuando hayamos pasado la compuerta, y cenado, me trates mejor. ¿Sabes, Cecilia -le dijo Lamparilla dándole una cariñosa palmadita en la espalda-, que será el último viaje que haga yo en tu canoa?

- ¿Tiene miedo el señor licenciado de que se quede en el charco? -le contestó Cecilia.

- No es por eso; sino porque eres tan ... tan ... no sé cómo decirte; mil veces te he visto en la plaza sin fijarme en que eres una mujer peligrosa.

- ¡Peligrosa! Y ¿por qué? Nunca me he comido a las gentes. La verdad es que sé sostenerme en lo que tengo razón, pero de ahí no paso.

- Tampoco es eso, y bien sabes lo que te quiero decir. Es necesario que me prometas ... en fin, ya me entiendes.

- Le diré al señor licenciado que, si quiere que lo entienda, tiene que portarse como ya le he dicho. Los señores decentes, con nosotras, quieren, como los arrieros dicen, llegando y haciendo lumbre; y ya ve usted, muchos se equivocan, porque entre las pobres las hay muy honradas.

Cecilia, oyendo y respondiendo a Lamparilla, había acabado sus preparativos, y lo entusiasmó más cuando tomó con naturalidad, con las manos, sus rojas enaguas, las enrolló entre sus piernas y dejó adivinar a nuestro amigo formas y tesoros que ya había sospechado con el instinto y práctica de hombre corrido. Cecilia cogió una escoba corta, barrió la popa echando al agua los rabos de las cebollas, las hojas verdes de la lechuga y las basuras que no pudo quitar en la garita y, concluida esta faena, arrancó con las manos un alón al pollo, lo envolvió en media torta de pan, y poniéndose en pie gritó a Evaristo, que había permanecido callado y casi inmóvil sobre los tercios de manta estibados en la proa:

- ¡Oiga, Don! Pase si puede por el bordo, agárrese bien, no se vaya a caer, y tenga este bocadito. La noche es larga y se ahíla el estómago quedándose así, sin comer algo.

Evaristo, asiéndose en efecto de los arcos de los toldos, dio dos pasos por el bordo, alargó la mano y tomó la torta de pan.

- Se lo agradezco, señora capitana: de veras que hace ya su fresquecito, y con su permiso no tardaré en entrar a acostarme.

La canoa bogaba mal, haciendo curvas inútiles de un lado a otro; ninguna orilla ni árbol se distinguía, y sólo a lo lejos se veían unas cuantas luces pequeñas como la chispa de un cigarro. Un remero se volvió a resbalar, y el otro, pretendiendo auxiliarlo, cayó también. Cecilia ya no pudo aguantar, se puso en pie, marchó con ligereza por el borde y ayudó a levantar a los caídos; pero a pescozones, acudiendo a coger un remo que se llevaba el agua.

Los indios remeros se levantaron, y humildemente, sin responder una palabra, volvieron a su trabajo, al parecer más derechos y animados, pues su borrachera se había disipado un poco.

- ¡Qué canalla! Señor licenciado, si se muriese uno de las cóleras, yo ya me habrla muerto. Ahora de veras si corremos peligro y es cuando más necesitamos de los remeros, porque la corriente es tan fuerte como no la he visto nunca, y si Dios no nos saca con bien, no sé lo que va a suceder. Recemos la letanía y usted me acompañará.

- ¿Quién ha introducido esa costumbre de rezar la letanía antes de pasar la compuerta?

- No lo sé, pero yo siempre la rezo y me figuro que es para pedir a Dios que nos libre de todo peligro, en especial del de la compuerta, que de veras es muy arriesgada.

Lamparilla, que no había fijado mucho su atención desde que recitó a Cecilia, se puso en pie y miró a su derredor, y sea por miedo o por un efecto de su educación cristiana, se prestó para acompañarla en su rezo, y los dos, de rodillas dentro del toldo comenzaron a recitarla con tal fervor que parecía que estaban en un templo.

Un fuerte sacudimiento interrumpió su plegaria; seguramente algún madero desprendido de la balsa habría tropezado cOn la embarcacion, y al mismo tiempo el rUido de un cuerpo que caía al agua los llenó de terror.

- De seguro que uno de los remeros se ha caído.

Y en efecto, no había acabado de decirlo, cuando lo vieron, queriendo asirse, sin poderlo conseguir, del borde de la canoa.

- ¡Cecilia, nos hundimos, la canoa hace agua, se está llenando! ¿Qué hacemos? -gritó desesperadamente Lamparilla.

En efecto, la canoa, sin el impulso y equilibrio de los dos remeras, iba de través; el agua entraba por todas partes y mojaba los pies del licenciado Lamparilla, precisamente en el lugar mismo donde se encuentran las impetuosas corrientes de lo que se llama la compuerta.

- ¡Es San Justo, ese maldito masón de San Justo, el que ha agujereado mi canoa!, ya me lo habían dicho. Vino ayer a la hora que yo no estaba aquí.

- ¡Cecilia ..., nos hundimos! ¡Sálvame, sálvame tú que sabes nadar! Ahogarme aquí en un charco ... Nunca había querido ir a París por no embarcarme -decía Lamparilla lastimosamente.

El agua entraba a borbotones, la canoa se hundía, una línea sola de su bordo estaba fuera del agua; el remero único que había quedado hacía esfuerzos para salir de la corriente; pero imposible.

Cecilia instintivamente se despojaba de su ropa; era buena nadadora; se disponía a luchar a brazo partido con la muerte; pero imposible tampoco, las aguas se confundían con el horizonte. Allá a lo lejos, muy lejos, se divisaba el cerro del Peñón, los cerros de Guadalupe. ¿Cómo nadar cuatro leguas?

- ¡Cecilia, Cecilia! -gritaba el licenciado, y aunque la capitana estaba ya casi desnuda, el frío y el miedo habían apagado la hoguera de su amor.

La canoa rebosó y se fue hundiendo, hundiendo. Primero desaparecieron las piernas de Lamparilla con sus calzoneras negras, con su botonadura de plata, y las piernas rollizas de Cecilia; despues la cintura, después apenas la cabeza tenía fuera del agua.

¡Pobre Juan! perdía en ese momento a su única protectora en la tierra. Pobre Moctezuma III. El incansable abogado, que lo iba a poner en posesión de su reino, perecía ahogado, no en el grande oceano, sino en un miserable charco de agua. El tornero, que, sin saber la causa, tenia aún medio cuerpo fuera del agua, iba a recibir el merecido castigo de su horrendo crimen.

Mientras más esfuerzos hacían Lamparilla y Cecilia para salvarse, más se hundlan en el fondo barroso de la laguna. Los rieles temblorosos de plata que la luna formaba en la superficie de las aguas tranquilas, pasaban ya por la boca de los desgraciados, y las Siete Cabrillas miraban atentamente a los náufragos desde las profundidades azules del firmamento; y desde alll sólo Dios podia salvarlos.




Notas

(1) Los navegantes del canal llamaban la compuerta a un dique que sirve para regular las aguas de los lagos a fin de que no desborden en la ciudad, y que se maneja según las órdenes del director del desagüe.

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