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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMONOVENO



EL PUERTO DE SAN LÁZARO

Imposible de creer que en una ciudad como la capital de la República mexicana, situada en la mesa central de la altisima cordillera de la Sierra Madre, pueda haber un puerto. Pues lo hay muy importante y concurrido. Es el puerto de los lagos del Valle, lagos que, si en la estación de las lluvias amenazan derramarse sobre la ciudad por falta de las obras hidráulicas necesarias para contenerlas y darles salida, contribuyen, como lo dijo el barón de Humboldt, a que el clima de México sea uno de los más suaves y benignos del globo. El puerto es San Lázaro, barrio destacado (como desgraciadamente lo son la mayor parte de los barrios de la ciudad), aunque árido, porque falta el agua, los jardines y las arboledas, y lejano del centro de los negocios.

A pesar de las malas condiciones del terreno, el tráfico y el comercio lo animan. Por ese puerto recibe México los granos y semillas de las haciendas situadas en las márgenes del lago de Texcoco, los azúcares y frutos de la Tierra Caliente que conducen los arrieros hasta Chalco, que es como si dijéramos la boca de la Tierra Caliente, o más bien una especie de puerto de depósito; el carbón, leña y madera que se labra en las montañas, y otra multitud de producciones que sería largo mencionar.

Tenemos que suplicar al lector que nos acompañe, aunque sea por un momento, a la garita de San Lázaro.

Son las ocho de la mañana, el sol, con su ancha cara, mira alegre a los habitantes de México desde un cielo azul.

Es la hora del movimiento, de la animación, y el barrio, triste y monótono, parece que revive y se alegra por unas cuantas horas.

- ¿No ha llegado La Voladora? -preguntó el teniente de la garita a uno de los guardas que se ocupaba del despacho aduanal de las canoas.

- ¿Por qué preguntaba, mi teniente, por La Voladora?

- Porque he tenido denuncia de que debajo de las arcinas de paja que debe traer como única carga, encontraremos un contrabando de aguardiente. Mucho cuidado, y avíseme cuando llegue esa canoa.

El teniente de la garita acababa de decir estas palabras cuando fue detenido por una persona que se apeaba de su caballo, dejándolo al cuidado de un criado que le seguía.

- ¡Señor licenciado! ¿Qué vientos lo traen a usted por aquí? -dijo el teniente, tendiéndole la mano-. Ya sabe que siempre entro al despacho a saludarlo y a molestarlo también, pero ¿qué quiere usted? ¡Para eso son los amigos! A su disposición y como siempre, señor licenciado. ¿Qué se le ofrecía a usted hoy?

- Quisiera que me prestara uno de sus guardas para que acompañase a mi criado a Chalco con los caballos.

- Lo que usted quiera, y acabado el despacho de las canoas estará listo Pedro Contreras, a quien ya conoce usted, y puede darle instrucciones.

- Lo que necesito ahora es ganar al juez y al Ayuntamiento de Ameca, para que no se me vayan a poner en contra. ¿Usted no conoce a alguno de por allá que nos pueda ser útil, aunque sea necesario gastar algún dinerillo?

- Tengo varios, pero no creo que puedan servirle de mucho. Quizá don Celso Tijerina, que es tia segundo de mi mujer y tiene un rancho por ese rumbo.

- Justamente hemos dado en el clavo. Don Celso Tijerina es hoy presidente del Ayuntamiento.

- No lo sabía.

- Y es el todo: hace lo que quiere del municipio. ¡Qué fortuna! A escribirle: pero bien, con calor; lo que se llama una verdadera recomendación.

- Usted pondrá la carta como quiera, señor licenciado, y yo la firmaré.

- Otra molestia -dijo el licenciado-. Deseo que tome un lugar para el viaje de esta noche; pero entre todas las trajineras escójame la mejor, la más segura y que llegue más pronto. El últimO que hice fue pésimo, sin colchón, los petates húmedos y la canoa apestaba a dos mil demonios.

- Así están todas ellas; no hay una canoa regular donde pueda caminar una gente decente, más que La Voladora. Un momento y vuelvo, señor licenciado, voy a arreglar esto.

Muy poco tardaron; regresaron acompañados de una mujer.

- Aqui tiene usted la mejor trajinera del canal -le dijo el teniente.

- ¡Cecilia! -exclamó Lamparilla-. Debia haberte reconocido en el garbo, en esas buenas piernas y en ese modo de menear las caderas que Dios te ha dado. ¿Qué haces? ¿Por qué has abandonado tu puesto en el mercado?

- ¿Qué quiere usted que haga una pobre mujer sola -le respondió Cecilia con indiferencia- cuando es perseguida sólo porque es honrada? Me he cansado de darle fruta a ese dicho San Justo.

- ¡El picaro! -le interrumpió Lamparilla- ¡ni una manzana me ha mandado desde que no soy regidor! Ya le ajustaré las cuentas en cuanto pueda. Lo que ahora necesitamos es arreglamos con la canoa de Cecilia.

- Precisamente la traje delante de usted para eso mismo.

- ¿Conque tienes canoas trajineras, Cecilia? -le dijo Lamparllla-. Nunca me lo habían dicho ...

- La Voladora está a disposición de usted.

- Convenidos; hasta la noche, Cecilia.

- Hasta la noche, en el embarcadero, señor licenciado.

A cosa de las doce la canoa estaba descargada, barrida y limpia, y Cecilia se disponia a almorzar cuando la detuvo un hombre.

- Señora trajinera -le dijo-, ¿tendria usted un lugar en su canoa para Chalco?

- Tendrá usted colchón y toldo para usted solo; pero serán cinco pesos.

- ¿A qué hora sale la canoa?

- Al oscurecer; en todo caso antes de las ocho.

El nuevo pasajero de La Voladora, que habia parecido tan buen sujeto a Cecilia, era nada menos que Evaristo el tornero.

Cuando Evaristo salió del zaguán de la casa, después de haber entregado la llave de su taller a la casera, se detuvo un momento a reflexionar; después, lo mismo que Juan, trató de alejarse del lugar del crimen; pero no lo hizo como el aprendiz, corriendo desacertadamente, sino despacio, con tranquilidad, mirando, como tenia costumbre, a todas las mujeres, por si acaso pudiese entre ellas encontrar a Casilda. Pensaba siempre que el aprendiz podria haber ido a buscar a la patrulla; pero aun en ese caso, tenia más de veinticuatro horas de qué disponer sin temor de ser buscado por la policia.

Decidió, pues, tomar pasaje en una canoa trajinera e ir a Chalco donde podría tener tiempo de pensar, y en último caso, comprar allí armas, caballo y ganar el monte, que no estaba lejos; pero lo urgente era disfrazarse. Recordaremos que Evaristo tenía un negro y abundante pelo, bigote. y grandes patillas.

- Me cortará usted el pelo, maestro, y me rasurará completamente; y mucho cuidado con la herida que tengo en la cabeza, que no está cicatrizada.

El barbero hizo sentar al cliente en la silla, le ató una toalla en el cuello y comenzó a cortar aquellas greñas espesas, después lo rasuró y le presentó un espejito. Evaristo mismo no se reconocía.

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