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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOCTAVO



MARIANA Y SU HIJO

El palacio feudal de la calle de Don Juan Manuel, desde que se construyó con sus paredes pesadas y gruesas como las de un castillo, sus ventanas interiores con rejas de hierro y sus recámaras espaciosas y oscuras, era triste y severo como la mayor parte de los edificios que bajo un plan morisco se construyeron en México por los ricos descendientes de los conquistadores; pero el tiempo, y quizá el modo de vivir de la noble familia que lo habitaba, y los pesares secretos que pesaban sobre ella, contribuyeron a darle un tinte más siniestro y sombrío.

El conde, entre sus excentricidades, que cambiaban de giro a cada momento, había ordenado que cuando él estuviese ausente, nada de la casa se cambiase de lugar ni se tocase, ni se hiciera aseo ninguno en los corredores y habitaciones reservadas para la familia; y como en el tiempo corrido había venido tres o cuatro veces y regresado a las haciendas, pasando en México corto tiempo, nadie se había atrevido a desobedecerlo.

El polvo, el desaliño, el abandono completo de lo que existía en el palacio de Don Juan Manuel, estaba de acuerdo con sus tristes ideas, más tristes aún que los acontecimientos que siguieron a la fatal aventura del Chapitel de Santa Catarina que dejamos pendiente, y que tenemos necesidad de recordar.

En una corta ausencia del conde, Mariana, acompañada por AgUstina, se aventuró a hacer una excursión hasta la casa de campo. Entró temblando presa de una emoción tal, que era necesario que Agustina la levantase y la ayudase a pasar el umbral de la sencilla y modesta casa de la tia.

Y en efecto, animada y ligera penetró en el salón buscando únicamente con los ojos la cuna, la cama, el lugar, la persona que podría tener a su hijo.

La excelente señora, que tenia aviso de la visita, se presentó muy aseada y vestida, haciendo las debidas reverencias y cumplimientos a la hija del amo y señor a quien su hermano servía hacía tantos años.

- ¿Dónde está, dónde está? -y presa de la emoción Mariana se dejó caer en un sillón que oportunamente le había presentado una sirvienta.

- Ya lo verá usted, y pronto -contestó dulcemente la tía de Juan-. Pero repose usted cinco minutos, cálmese usted ... Comprendo su emoción y sus sentimientos. Voy a traerlo, pero cálmese usted, señora condesita, y con esa condición lo verá dentro de breves instantes.

La tía entró a las piezas interiores intencionalmente, dilató unos diez minutos y al fin salió, teniendo en sus brazos un rollizo bebé.

Mariana tomó en sus brazos al niño, y sus preocupaciones, su miedo, sus negros pensamientos, volaron en el acto.

- ¡Ah -exclamó Mariana llena de alegría-, iba a llorar! Le asustaba yo; no me había visto; pero ya se sonrió, ya me reconoció ... Sí, soy tu madre, tu madre, hijo mío; delante de todo el mundo lo diría; a mi padre mismo, aunque me matara; y si te viera tan hermoso, tan inocente, me perdonaría.

Mariana no quería regresar ya a casa sin su hijo.

- Ni qué pensar tampoco en esto, señora condesa -le dijo Agustina-. Conozco, como si fuese mi hijo, el carácter del conde. No tendrá piedad ni de usted ni del niño. Capaz de quitárselo a usted de los brazos y estrellarlo contra la pared.

- Bien, si es así -dijo Mariana- me queda más extremo sino abandonar para siempre mi casa, y fugarme con Juan; pasado uno o dos años, se habrá disminuido el enojo de mi padre, y entonces quiera que no, tendrá que perdonarnos.

- Por de pronto -le respondió Agustina- también es eso imposible, porque en realidad no sabemos dónde se halla Juan. Hace un mes andaba por las cercanías de la hacienda del Sauz, y así me lo escribió don Remigio, pero hoy no sabemos dónde se encontrará, y desde luego algo le impide venir a México, y la señora condesa sabe esto más que yo, pues ha recibido sus cartas.

- Es verdad, Agustina -dijo tristemente Mariana-, no puede venir, sería fusilado, pues desertó delante del enemigo.

Las dos buenas gentes aprovecharon este momento favorable, condujeron a Mariana al coche que la esperaba en la puerta, Y antes de dos horas subían ama y criada, mudas y tristes, laS grandes escaleras del palacio de la calle de Don Juan Manuel.

El conde, una semana después de esta escena, regresó de pachuca, donde habia ido por negocios de minas, y pocos dias después dispuso continuar el viaje para la hacienda del Sauz. Mariana tuvo que seguir a su padre, y Agustina quedó encargada, como siempre, de la casa.

Un día que fue a la casa de campo, la tia de Juan le dijo que la nodriza habia ido con el niño a los Remedios, donde tenia su casa. No le pareció bien a Agustina; pero no dijo nada y se marchó.

A la semana siguiente hizo otra visita, tampoco estaba el niño; una conocida que lo queria mucho lo había llevado a su casa, y la nodriza había ido precisamente a buscarlo. Agustina no esperó porque era tarde, y nada sospechó.

Al mes siguiente, nueva visita, tampoco estaban ni el niño ni la señora. Agustina sospechó que alguna cosa pasaba y volvió a los dos o tres dlas resuelta a aclarar el misterio.

- Espero, señora Robreño, que en esta vez veré al niño; han pasado ya dos meses y cuantas ocasiones he venido no lo he encontrado. Ahora de por fuerza lo tengo que ver; no me marcharé de aquí, dormiré en este canapé si es preciso.

La tia no hallaba qué responder; enclavijadas las manos, quería levantarse, echarse a los pies de Agustina, llorar, gritar, nada ... la vergüenza, el pesar ... el remordimiento, cuantas sensaciones punzantes puede tener un alma honrada que ha cometido una falta, aunque sea involuntaria, tantas asl se retrataban en la fisonomía martirizada y casi moribunda de la infeliz mujer, hasta tal grado que Agustina misma tuvo que ocurrir en su ayuda.

- Serénese usted un poco, señora, y refiérame con verdad lo que ha pasado con esa desgraciada criatura.

- Verá usted -continuó la señora Robreño con una voz todavía tan trabajosa y aterrorizada como si acabara de suceder lo que !ba a referir-, mi costumbre ha sido, desde hace muchos años, el ir a la Villa de Guadalupe el día 12 de diciembre y pasar todo el dla en la catedral, en el cerro y en la capilla del Pocito. Querla que el niño tuviese una medalla de plata de la Virgen de Guadalupe ... Mira, Josefa, le dije a la nodriza, en un momento voy a comprar una medalla, pronto vuelvo y nos iremos, mucho cuidado con el niño ... Entré en la iglesia a comprar la medalla, me dilaté en verad, porque había mucha gente comprando medidas y medallas ... cuando vOlvi, no encontré a la nodriza, que dejé cerca del Convento de las Capuchinas. Me dirigí al coche: nada ... interrogué al cochero, y la había visto pasar corriendo sin el niño ... No caí muerta ... porque Dios es grande y porque creo que me ha dejado la vida para que pague mi descuido, mi crimen, doña Agustina, pues que es un crimen no haber cuidado como debía a la prenda más preciosa que me entregó mi sobrino. En la tarde se me presentó bañada en lágrimas ... ¿El niño, el niño?, le pregunté apenas la vi. ¿Dónde está, qué has hecho de él, lo tienes, no es verdad? La pobre mujer, sí, pobre, porque no fue más que un descuido como el que yo tuve, no hizo más sino arrojarse a mis pies y sollozar hasta sofocarse.

Mariana, inspirada, según ella creía, por la Virgen de Guadalupe, aprovechó el momento en que la nodriza, entusiasmada por las caricias del marido, se apartó a un rincón del convento; se apoderó del chicuelo, y trotando, trotando en la fría tarde de diciembre, atravesó el solitario llano de Zacoalco...

Ya el lector sabe la suerte de Juan: oprimido como en un molino entre las supersticiones religiosas y las supersticiones nobiliarias.

El conde, al llegar a la casa de vuelta del teatro, anunció a su hija la resolución de casarla con el heredero de la casa de Valle Alegre.

Mariana no respondió ni una palabra. La noticia la dejó frIa como una estatua de mármol. ¿Tendría que sufrir nuevos martirios, nuevas contrariedades? ¡Quién sabe lo que sucedería! No pudo menos de levantar los ojos y echar a su padre una mirada de desdén, casi de desafío. El conde y su hija marcharon a la hacienda, y los proyectistas que esperaban muchacha bonita, noble y con dinero, quedaron cruzados de brazos.

Ausente Mariana, la señora Robreño y Agustina convinieron en ocultar el suceso, y dar al niño por vivo, robusto y creciendo cada vez más gracioso y bello; y al echarse sobre la conciencia esta mentira, prometieron también seguirlo buscando por todos los medios posibles.

Volveremos, y ya es tiempo, por el rumbo de la Acordada.

- Lo que debemos hacer es que usted mismo vaya mañana a casa del conde, con una orden del juzgado y un soldado con su bayoneta, por lo que pueda suceder. Si el conde está en su casa, lo trata usted con el mayor miramiento y cortesía, y le asegura que el juzgado, sólo por cumplir con su deber, manda registrar la casa donde, según declaraciones y denuncia, debe haberse escondido el asesino.

Al día siguiente, antes de mediodía, el aldabón de la casa de don Juan Manuel resonó de una manera imponente y lúgubre contra el mascarón de bronce. El escribano entró, y el soldado con sU bayoneta quedó paseando con disimulo por la calle. El conde y Mariana estaban en la hacienda. Agustina, en su cuarto, leyendo sus libros devotos y rezando sus oraciones. Cuando resonó el aldabón, dio un vuelco el corazón de Agustina, que, temblorosa y demudada, se asomó por entre las macetas marchitas y empolvadas del corredor.

En vez de Juan Robreño, a quien esperaba de un momento a otro, se encontró frente a frente con una persona desconocida, que sin saber por qué le inspiró más miedo que el fugitivo a quien guardaba.

- Un asunto muy grave me ha obligado a venir a esta casa, y enviado por el juez, deseo hablar un momento con el señor conde.

- El señor conde hace meses que está en la hacienda -le contestó Agustina ya un poco tranquila.

- Aquí tiene usted la orden del señor juez -le contestó el escribano, enseñándole un papel-. Dígame si obedece o no, que es lo que necesito saber.

- ¿Y qué quiere usted que haga? Pase por todas las piezas de la casa.

- Ya ve usted señora -le dijo el escribano, después de haber dado vuelta a la casa y salir por la parte opuesta por donde había entrado- que conforme con las instrucciones del señor juez me he portado con toda moderación, y así espero que usted escriba al señor conde.

- Es mucha verdad -le contestó Agustina-, y así lo diré al señor conde, que acaso vendrá pronto; pero ya que usted ha registrado la casa, ¿me podría decir el motivo?

- Creo haberlo referido al enseñarle la orden del juez; pero es verdad, con tantas cosas que tengo en la cabeza, se me había olvidado. He venido en busca de un reo.

- ¿Pero qué clase de reo podría encontrar asilo en esta casa, y con mi consentimiento? ¿Se figura usted acaso ...?

- Nada me figuro, señora. Ese reo que busco es nada menos que autor de un asesinato, y se quedaría usted horrorizada si supiese los pormenores.

- ¿Por qué venía a buscar a ese hombre aquí?

- Porque su mujer ha sido criada y educada en esta casa, y de aquí salió para casarse; después de casada marchó con su marido a la hacienda, y después ... el juzgado tiene ya todos los hilos, y nada pierdo en decirle a usted esto, porque de una manera o de otra nos ha de ayudar usted de descubrirlo.

- Y después ¿qué? ¿Después qué? ¡Acábemelo de decir, par Dios! -le interrumpió Agustina con creciente agitación.

- Creo habérselo dicho a usted ya desde que entré ... La asesinó.

- ¿A quién asesinó? Por Dios, ¿a quién?

- Pues a su mujer, ¿no comprende usted?

- ¿Y esa mujer?

- Se llamaba Tules, así consta en las diligencias.

- ¡Pero eso no es verdad!

- ¡Ojalá no lo fuera! En la Acordada está su cadáver hecho pedazos.

- ¡Jesús Sacramentado! ¡Tules, asesinada! ¡Mi pobre Tules! ¡Mi hija!

El escribano salió de la casa, se dirigió para el juzgado y dio cuenta al juez de las diligencias que había practicado y la impresión que la noticia hizo en la ama de llaves.

A los dos días de estos sucesos El eco del otro mundo publicó un suelto:

Las activas providencias dictadas por el integérrimo juez don Crisanto han dado por resultado el descubrimiento de los autores y cómplices del horroroso asesinato cometido en la casa de vecindad de la Estampa de Regina. La causa se sigue con actividad, y pronto será satisfecha la vindicta pública con la muerte de los culpables. Debemos añadir que estábamos mal informados, y que ningún marqués ni conde tiene que ver ni está mezclado, ni de cerca ni de lejos, en este horroroso crimen.

Agustina perdió el habla y el conocimiento. Las criadas, fieles Y solícitas, se dividieron en el trabajo; unas fueron por el médico otras quedaron atendiendo a la camarista, y las que más querían a Tules corrieron a la diputación y a la Acordada para reclamar su cadáver y enterrarla decentemente; pero pena perdida: en ese momento era tirado en un carretón, y encima de sus blancas y frías carnes iban el borracho abotargado y el cohetero carbonizado y hecho un chicharrón.

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