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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOSEPTIMO



UN JUEZ TERRIBLE

Más de dos meses llevaba Crisanto de despachar en su nuevo juzgado, sin que hubiese ocurrido nada de notable.

- ¡Ya sabrá usted el terrible acontecimiento! -dijo Crisanto a su escribano, luego que llegó al juzgado.

- ¡Cómo! ¿De qué habla usted?

- Pues lea y horrorícese usted.

El escribano, que ya de nada se horrorizaba, leyó el párrafo que le indicó el juez y puso tranquilamente el periódico en la mesa.

- ¿No ha venido ningún parte, ninguna denuncia al juzgado?

- Nada -contestó el escribano.

- Los crímenes deben perseguirse de oficio, y si han dado parte y otra autoridad conoce el negocio, ya lo veremos. ¿No cree usted que es la ocasión de que este juzgado se acredite por su energía y actividad?

- ¡Y cómo que lo creo! -respondió el escribano.

- Lo primero que debemos hacer es llamar al director de El eco del otro mundo para averiguar quién es ese marqués o conde que está complicado en el delito. Vea usted: en vez de oficios y citas que nos harían perder el tiempo, lo mejor es que usted mismo vaya a la redacción, y con cuantas caravanas y atenciones sean posibles, se traiga usted aquí al director o a alguno de los redactores.

El escribano tomó su sombrero y salió en busca de los periodistas. El escribano no se hizo esperar y volvió acompañado del director del periódico.

- Amigo y señor; nos va usted a hacer un gran servicio, o, mejor dicho, un servicio a la sociedad.

- ¿En qué puedo servirlo?

- Me va usted a revelar el nombre del personaje que fue causa el Crimen, o mejor dicho que es cómplice y debe ser castigado.

- ¡Imposible, señor juez! Es un secreto que no puedo descubrir; perdería mi reputación, mi crédito.

- Es que -le interrumpió el juez- el secreto quedará guardado, y aunque yo lo sepa de boca de usted y tenga que obrar en consecuencia, ni constará el nombre de usted en la causa, ni yo, ni el escribano, bajo la fe de funcionarios públicos, diremos jamás una palabra; puede usted estar seguro de ello.

- En ese caso confiado en la palabra de usted y por hacerle un servicio, le referiré lo que ha llegado a mi noticia, y por cierto que buenos pasos y dinero me ha costado. Lo que yo deseo, como usted puede bien figurarse, es que mi periódico sea no sólo el mejor periódico de México, sino del mundo entero.

El director miró a todas partes, se aseguró que la puerta estaba cerrada y acercándose al oldo del juez, le dijo:

- El personaje aludido en mi diario es nada menos que el rico y poderoso conde del Sauz.

- ¿Es posible? -dijeron a una voz el escribano y el juez.

- Ni duda cabe en ello -continuó en voz baja-; y si ustedes supiesen qué casta de persona es el conde, no se asombrarian. Malas lenguas dicen que, como Otelo, ahogó a su esposa entre las almohadas; a una hija única que tiene le da un trato cruelísimo y le impidió que se casara con un guapo y valiente oficial que abandonó su carrera y se perdió para toda la vida. Como el señor juez podrá fácilmente adivinar -continuó el periodista-, el conde protegía al carpintero para gozar de su mujer, porque así son los ricos; nada hacen de balde. El carpintero aguantaba o no aguantaba la carga; pero el caso fue que se cansó, y un día, celoso y frenético, hizo picadillo a su mujer.

- Pierda usted cuidado; empeñamos solemnemente nuestra palabra de guardar el secreto -volvió a decirle el juez estrechándole afectuosamente la mano y acompañándolo hasta la puerta del juzgado-. Tenemos el hilo -continuó el juez sentándose en su sitial y restregándose las manos-. Pues a proceder y no haya misericordia con nadie: ejecute usted lo que yo mande.

En consecuencia de esta determinación, cuatro hombres y un cabo de infantería que estaban de guardia en la Acordada, precedidos de un agente del juzgado, se dirigieron a la casa de vecindad donde se perpetró el crimen, y otros cuatro hombres y un cabo a la calle de Don Juan Manuel.

Mientras que los soldados caminaban a su destino, diremos cómo la casualidad hizo que El eco del otro mundo tuviese noticia del suceso.

Entre los muchos vecinos de la casa había una familia que tenía dos hijos aprendices en una imprenta donde se publicaba El eco, y uno de ellos, el más listo y vivaracho, era el encargado de llevar las pruebas al director, el cual, al devolvérselas, preguntaba si había algo de nuevo en la imprenta o en la calle.

Un día, antes de las ocho de la mañana, entró el pilluelo sofocado, sin poder articular bien palabra.

- Tú tienes algo -le dijo el director quitándole las pruebas de la mano-. Tienes todavía los cabellos erizados como si hubieses visto a un difunto.

- ¡A una muerta!

- Siéntate, tómate ese trago de vino, coge la copa, no la vayas a tirar, y cuéntame lo que has visto para que salga inmediatamente en el periódico -el director alargó la copa al muchacho con un sobrante de vino Jerez, gritó al portero y lo mandó a la imprenta para que no saliese el periódico hasta que él fuese personalmente.

Lo que oyó y lo que vio lo tenemos también que referir. Según recordarán nuestros lectores, Evaristo salió de la casa dejando la llave a la casera y encargándole la entregase a Tules cuando volviese, y prometiendo regresar pronto.

A las doce del día, ni Juan había vuelto con la leche, ni Tules ni Evaristo habían regresado. Un tanto alarmada, la portera salió al zaguán a espiar un rato por si los viese venir. Las moscas cubrían los restos del carnero, y algunos perros asomaban el hocico por el zaguán.

Dieron las tres de la tarde y la casera volvió a descolgar la llave y a salir al zaguán ... Ni sombra de los vecinos.

La ausencia de Juan era lo que más ponía en cuidado a la casera. Llegó la noche y con ella las sospechas, los comentarios y pláticas de las vecinas, que resolvieron esperar hasta el siguiente dla, dejando los trozos del carnero en el mismo sitio.

Al día siguiente la cosa era grave y, perdiendo ya la esperanza del regreso de los ausentes, entró resueltamente al patio y abrió la puerta del taller. Ella y las vecinas se precipitaron, pero un olor acre de sangre y de muerto las dejó estupefactas y clavadas en un lugar.

Sillas rotas, instrumentos regados y en desorden, tablones de madera torcidos, retazos de enaguas y de mascadas hechos trizas, y manchas de sangre en el suelo, en las paredes, en todas partes. Las vecinas, en cuanto pudieron hablar y decirse algo, reconstruyeron la escena sangrienta como si la hubiesen visto.

En esto estaban, y discutian el modo de evitar tales peligros cuando, haciendo ruido con las armas, hizo una repentina irrupción en el zaguán el piquete de soldados, precedido del agente del juzgado.

- Silencio, y dense presos de orden del juez -dijo con voz imperiosa-. Todo el mundo aquí.

- Venga aquí la casera y algunos que ayuden a lo que se va a hacer.

A los hombres les intimó que quedaban presos y con ellos se fue al taller y los obligó a que comenzaran a despejarlo.

- Hubiera sido mejor que el señor juez hubiese venido en persona -pensó el agente, fijándose en las manchas de sangre, en los destrozos del carnero, en la confusión y revoltura del cuarto y en los fragmentos del sillón de terciopelo y oro que aún conservaba su olor de iglesia y de incienso. Registrados minuciosamente pavimento, rincones, astillas y tablones, nada se encontró. Entonces, por indicación de la casera, se levantaron las vigas del cuarto, y de entre el aserrín ensangrentado y húmedo, sacaron el cuerpo casi desnudo de Tules.

Un soldado salió a la calle y volvió con dos cargadores. En la escalera que servía para encender el opaco farolillo de la casa, se colocó el cadáver, los cargadores con sus cuerdas lo ataron a los barrotes y se lo echaron al hombro. Seis u ocho mujeres, el oficial de sastre y el fingido dormilón, fueron incorporados, y la comitiva, así, en cuerpo de patrulla, salió de la funesta casa de vecindad Y se encaminó a la Acordada. Con el trote de los cargadores las cuerdas se aflojaron, y ya colgaba una pierna desnuda de Tules por un lado, ya por el otro se columpiaba un brazo que rozaba la cara del cargador que iba delante. Así llegó esta fúnebre procesión.

El juez, grave, majestuosamente sentado en su sillón, y el escribano con media resma de papel de actuaciones delante, comenzaron el interrogatorio.

Como sucede entre mujeres, y mujeres que aunque inocentes tenían mucho miedo a la cárcel y al juez, tartamudearon, se pUsieron descoloridas y coloradas, y cada una hizo a su modo la relación de lo sucedido, procurando más bien salvarse que no decir la verdad, de modo que resultaron contradictorias sus declaraciones.

- No cabe duda -dijo el juez-, están convictas y confesas; son cómplices por lo menos, y han ayudado a ese horrible festín en que poco faltó para que se comieran a esa pobre mujer. En cuanto a los hombres, ya les interrogaremos esta tarde. Que se los lleven a la cárcel lo mismo que a las mujeres, y que todos queden incomunicados.

El cadáver ensangrentado y medio desnudo de Tules fue tendido boca arriba en un banco de piedra lleno de lodo, costras y regueros de sangre seca, en un inmundo salón situado en el piso bajo del edificio, frente a una puerta con reja de hierro que comunica con la calle.

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