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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOQUINTO



PEPE CARRASCOSA

- ¡Bendito sea Dios. que se ha muerto una persona de dinero y de gusto! A la gente ordinaria le importa muy poco que la entierren en cualquier parte. A las personas bien nacidas les gusta, cuando se mueren, que las metan en un cajón forrado de terciopelo, y después en un sepulcro con su losa de mármol; que vayan detrás muchos coches particulares o aunque sea de alquiler; muchos dolientes y, sobre todo, muchos pobres del hospicio con sus hachones de cera. Yo no sé qué le ha sucedido a México de un año a esta parte; o no se mueren más que los pobres, o si son de algunas proporciones se me figura que se van en pelo, en un cajón de madera de pino, sin un responso, sin pobres del hospicio, como unos herejes, sin nada; y esto lo debemos a los masones, que van esparciendo doctrinas y máximas y acabarán con la religión y con el hospicio. Ya me mandó avisar Zurrandurregui que era el último mes que me fiaba las semillas. Dios hará que esto se componga; por ahora tenemos ya treinta pobres del hospicio para el entierro de don José María Carrascosa, y ya es aigo. Que no se olvide mandar a Marcos, y que sea uno de los que carguen al muerto.

- La limosna ha sido buena -contestó el secretario observando que su director se colocaba definitivamente las gafas en la naríz y se había quedado con la boca abierta como queriendo hablar.

- ¿De cuánto ha sido la limosna? -continuó el director.

- De ciento veinte pesos, a razón de cuatro pesos cada pobre.

- ¡Bendito sea Dios que se murió don José! Ya se le tendrá en cuenta el beneficio que ha hecho al hospicio -volvió a decir el director.

Estaban en esta conversación cuando entró como de rondón en el despacho un joven vestido con la elegancia de la época; soOcado, sin poder hablar, y mirando a todas partes, dijo:

- ¿El administrador del hospicio?

- Servidor -se apresuró a decir don Epifanio, inclinando la cabeza.

- ¿Los pobres están listos?

- Dijeron que para las cinco de la tarde -respondió el escribiente sacando su reloj-, apenas van a dar las ...

- Se necesitan para las cuatro; para esas horas están convidados los coches.

- Estarán listos para las cuatro -afirmó el secretario.

- ¿Cuántos? -preguntó el joven.

- Treinta.

- ¿Treinta solamente? Eso no es nada, no es digno de mi tío don José María; que se alisten todos los que haya en el hospicio. También ustedes quedan convidados; se les mandará un coche a las tres y media.

- Será usted servido, y gracias por la invitación; asistiremos, y con mucho gusto, al entierro de un hombre tan benéfico -le contestó don Epifanio, saludándole atentamente.

- ¿De cuántos vestidos podemos disponer? -preguntó el director.

- De muchos -le contestó el secretario.

Juan fue el encargado por don Epifanio de arreglar un poco las cabezas de sus compañeros. En cuanto a él, quizá era el único aseado y presentable para cualquier entierro. En fin, ya muy guapos, algunos con zapatos nuevos que les doblaban los dedos como a los chinos, y otros con los dedos de fuera o con la cubierta sola, sin suela; formaron de dos en fondo en el patio, porque don Epifanio, en los ratos que no jugaba malilla con su compadre, les habla enseñado algo de soldados, y a las tres y media marcharon precedidos por el secretario, elegantemente vestido de riguroso luto, por esas calles de Dios, hasta la casa de donde había de salir el duelo.

Don Epifanio, vestido con su honroso uniforme militar, con gasa negra en el brazo derecho, se presentó también en la casa mortuoaria, que ciertamente no correspondla a la pompa y lujo con que se habían dispuesto los funerales.

Las vecinas de las habitaciones bajas y altas estaban en el interior del patio, aglomeradas, mirando azoradas y haciéndose cruces, y no pudiendo adivinar por qué al que ellas llamaban simplemente don Pepe, y que se mantenía a duras penas con las rentas de la pequeña casa de vecindad, se le hacía un entierro tan suntuoso.

Cerca del cadáver estaban los parientes de don José María muy contristados Y con las caras que trataban de hacer largas y compungidas, y muchas otras personas de importancia y buena posición social.

Los pobres del hospicio, con el elegante traje que hemos descrito, llegaron en número de sesenta, y se les distribuyeron gruesos hachones de cera.

La existencia de don José Maria Carrascosa fue un misterio en México aun para los más curiosos e indagadores de vidas ajenas.

Él nunca dijo nada, ni se le pudo sacar ninguna palabra acerca de su nacimiento, de su familia, de sus relaciones y amigos.

Carrascosa era delgado, de mediana estatura, de poco más de cuarenta años de edad. Su fisonomia era común, más bien afable; arrugaba un poco los ojos y movia con una especie de convulsión sus labios, y esto era todo.

Se levantaba a las ocho de la mañana y se dirigia invariablemente a una barberia de la calle del Puente Quebrado, donde se rasuraba y peinaba sus cabellos, que ya iban siendo ralos y escasos; de la barbería pasaba a la Catedral a oír su misa, y a cosa de las diez tomaba el rumbo de la Alcaiceria, y en uno de los bodegones en cuyas puertas se ven las mesas con los cazuelones con moles y chiles rellenos, almorzaba de a real y medio, y se entretenía allí el más tiempo posible. Daba vueltas por la Alameda, por los portales, visitaba a ese pariente rico, y a las cuatro volvía al ligón, donde comia de a real y medio. En la tarde otra vez a la Alameda cuando anochecia, al Café del Cazador, donde por un real tomaba, a las ocho, su chocolate con rosca de manteca y jugaba al dominó sin apostar nada; a las nueve se apoderaba de una alacena del portal y se estaba sentado, con las piernas colgando, hasta las diez, en que se retiraba a su casa. Tertulianos de café se arrimaban a la alacena y platicaban de política, de sandeces, de vidas ajenas. La casera, que barria cada semana la casa, lo esperaba con una vela de sebo. Carrascosa subía, cerraba sus puertas, se acostaba en su sucia cama y dormia como un bienaventurado. Él conocía a todo el mundo en México, y todo el mundo lo conocia a él, y le llamaba familiarmente Pepe Carrascosa.

Durante años pasó asi su vida, muy contento y feliz. Carrascosa no era hombre ni tonto ni ignorante; sabía un poco de francés y tenía algunos libros guardados en el baúl. Había estado en Paris, en Roma, en Madrid, y eso en tiempos en que eran dificiles y costosos los viajes, y no dejaba de ser agudo y divertido en su conversación; por eso nunca le faltaba compañia en las noches en la alacena del Portal de Mercaderes.

Tenia, además, la manía de las curiosidades, de las antigüedades y de las alhajas; acudla a las casas de empeño, donde lo conoclan mucho, y al Monteplo a las almonedas mensuales, y a las testamentarias, y nunca dejaba de comprar un libro, una alhaja vieja, un Cristo de marfil; en fin, toda especie de bibelots, como se diría hoy; pero hacia estos empleos con las mayores precauciones; siempre decía que eran encargos, que él no tenia un peso, y que lo obligaban a esas compras suponiéndole inteligente. llevaba debajo de su capa las chucherías, sin mostrarlas a nadie, las encerraba en uno de los baúles, y no se volvla a acordar de ellas.

Una mañana sonaron en los relojes de las iglesias las ocho, y la casera, como de costumbre, subió con una taza de hojas de naranjo, que era su desayuno; encontró la puerta cerrada y respetó su sueño, tal vez habla pasado mala noche. Las nueve, las diez, las once ... nada. La casera, alarmada, espió por el agujero de la llave; silencio completo. Tocó primero suavemente; después hasta con una piedra; lo mismo: silencio absoluto. Alarmada corrió a la casa de los parientes, que no vivlan lejos, y que precisamente acababan de almorzar y estaban en charla diciendo horrores de Pepe, criticando su avaricia y echándole en cara su egoísmo, pues jamás les había dado ni un pañuelo, ni un puro, ni un cigarro; tan miserable el hombre, que solía fumar cuando le ofrecían un cigarrillo.

- ¡Cómo! ¿Qué pasa? -le preguntaron en coro y como sorprendidos.

- Que el señor don José no responde. He tocado con una piedra, le he llamado a gritos, pero de modo que no lo oigan las vecinas; no sé lo que le ha sucedido.

Los parientes eran tres hombres y cuatro mujeres de diversas edades, desde veinticinco a cincuenta y cinco años. Las mujeres, que son siempre piadosas, se quedaron rezando ya por el alma de Pepe Carrascosa, a quien le llamaban tia, y los sobrinos varones, en un brinco, como quien dice, estaban ya en la puerta misteriosa de la habitación.

La casera fue a llamar a un cerrajero y al alcalde del cuartel.

La puerta cedió y toda la comitiva se hallaba delante de la cama de Pepe Carrascosa, que boca arriba, con los ojos y la boca cerrados, parecía que dormía tranquilamente.

- Perfectamente muerto: la nariz fría, tieso, no resuella; vamos, el médico será inútil. Pobrecito, iDios lo haya perdonado! Y usted, señor alcalde, si necesario fuese, dará certificado; por ahora puede usted retirarse. Era tan buen sujeto, pero lástima que se diera tan mala vida siendo dueño de casa y de casi la manzana; yo le servía mucho para cobrar a los inquilinos drogueros, y me hacía mis buenos regalos; no tengo de qué quejarme.

Los tres parientes abrieron tanto los ojos.

- Veamos si se puede encontrar algún indicio -dijo el que tenía más confianza con el cadáver y le había tentado la nariz. -Aquí está todo -exclamó con un placer que no pudo disimular.

Era un paquete cerrado, con un letrero que decía: Mi testamento, las dos llaves de los baúles y un papelito mugroso.

- Veamos lo que dice ese papel.

Desdoblaron con trabajo, y decía:

Si me enfermo o muero repentinamente que llamen al doctor Codorniú, que le entreguen mi testamento, que coloco siempre en mi cabecera; que le entreguen las dos llaves. En el baúl negro hay dos pesos en oro, y con este dinero se me hará un entierro decente; que no claven el cajón sino al tiempo de colocarme en el nicho; que mi testamento lo abra el mismo doctor y lo lea antes de que me lleven al cementerio, y que se manden decir dos mil misas de a peso por mi alma.

JOSÉ MARÍA CARRASCOSA

Los parientes se miraron azorados.

- ¿Cuánto nos habrá dejado?

En esto llegó la casera con un mediquín.

- ¿Qué se ofrece? Esta señora me encontró en la calle y no hubo medio de excusarme; pero tratándose de don Pepe, a quien conocí y estimé mucho, y de ustedes ...

- ¿No habrá esperanza?

- Veremos ... -respondió el doctor, y se acercó al difunto, le tentó también la nariz, le puso el espejito rajado, le apretó el estómago, y con tono magistral se volvió a los circundantes:

- Todas las boticas de México y el protomedicato junto serían inútiles. Está muerto, perfectamente muerto.

Poco después de las cuatro, el doctor Codorniú llegó en su coche, acompañado del pariente; subió a la oscura y fétida recámara, se enteró de lo ocurrido, tomó el pliego, que era un testamento cerrado, y conforme a las reglas del derecho lo abrió y lo leyó para cumplir la voluntad del difunto.

Fue un momento solemne. Después de las fórmulas de estilo de declarar el testador que había vivido y moría en el seno de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, decía:

En el nombre de Dios Todopoderoso, etcétera, etcétera:

Mis bienes raíces consisten en veintiocho casas, situadas diez en una manzana donde habito, números tales y tales, y las restantes, en las calles del Puente Quebrado, Damas, Alfaro y San Felipe Neri, y en los objetos de plata, marfil y china, que están en los dos baúles.

Tengo, además, doscientos mil pesos en el Banco Real de Inglaterra y ciento cuarenta mil en el Banco Real de Francia. Los documentos y lo demás necesario están en poder de D. G. Él Y el doctor Codorniú son los únicos hombres honrados que he conocido en mi vida, y de los que he podido fiarme, sin que jamás hayan revelado a nadie mis secretos. Les dejo como memoria solamente (porque los dos son ricos), cuarenta mil pesos a cada uno. En mi baúl negro hay dos mil pesos en oro. Que eso y lo demás que sea necesario se gaste en un suntuoso entierro y en comprarme un nicho a perpetuidad en el panteón.

Declaro no tener hijos ni legítimos ni naturales, porque he detestado a las mujeres desde que tuve una que me hizo gastar en Guanajuato veinte mil pesos y se fugó con un barretero de la mina de Rayas. Todas son por el estilo. En cuanto a los hombres, todo el que puede le pega una banderilla al que tiene dinero, y yo he vivido en la miseria para evitar que otros tiren mi dinero y tener la vida vendida.

Dejo todos mis bienes al Hospicio de Pobres; no perdono a los que me deben (en total doscientos pesos), y los conjuro a que paguen a mi albacea lo más pronto posible.

A mis parientes (que no creo que sean, y si tal son, tal vez vendrá el parentesco por nuestro padre Adán), no les dejo ni medio partido por la mitad.

Seguían otras cláusulas poco importantes. A los parientes, al oír la última cláusula, se les aflojaron las rodillas y por poco caen desmayados.

El doctor Codorniú guardó el documento en la bolsa, se acerco al cadáver, lo reconoció y meneó la cabeza con una especie de duda, pero dio las disposiciones para que se efectuase el entierro. Metieron a Pepe Carrascosa en su cajón y lo bajaron a la tumba, donde lo encontraron ya el director y los numerosos pobres del hospicio.

cuatro de los muchachos más grandes y robustos fueron designados para cargar el ataúd.

Juan marchaba cargando el ataúd en una posición incómoda, teniendo que hacerse pequeño, que cojear, que mal andar; en fin, ya no podía más. Al llegar a la puerta del cementerio metió el pie entre dos losas mal colocadas, se le atoró el tacón, los tres compañeros marchaban siempre, Juan hizo un esfuerzo, perdió el equilibrio y ¡paf!, cayó al suelo por un lado, y casi sobre su cabeza el cajón que contenía los restos mortales de Pepe Carrascosa.

Pepe Carrascosa había salido de debajo del ataúd, se incorporó, se puso de pie, sano y fuerte cual si nunca hubiese tenido nada.

- ¡Quiero que venga, que me busquen al muchacho que me dejó caer!

Juan, que vio, que oyó esto, se llenó de terror; pero las últimas palabras le dieron valor para huir. La multitud se apiñaba, el doctor Codorniú, que desde que reconoció a Carrascosa sospechó que no estaba muerto, acudió en su auxilio. Juan pudo esquivarse y, sin ser visto ni detenido, en pocos minutos se hallaba lejos de aquel camposanto donde reinaba el asombro y el horror.

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