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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOCUARTO



EL HOSPICIO DE POBRES

Prohibida en la Nueva España la entrada de personas y de libros extranjeros, dominada la sociedad por la influencia eclesiástica, las doctrinas católico-romanas se conservaron años y años, no sólo puras y genuinas como nacieron en Jerusalén, sino acompañadas del cortejo de milagros, tradiciones y apariciones que se consideraban como articulo de fe. Como es evidente que cualesquiera que sean los defectos e inverosimilitudes que se saquen a luz por los librepensadores y enemigos del catolicismo, la religión de Jesús tiene por base la caridad, asi los habitantes de la colonia hispanomexicana la ejercian según sus medios, y de aquí la construcción de templos magníficos y de establecimientos de beneficencia que aún subsisten en la ciudad de México, como comprobantes de la historia de esos siglos. Si hubiesen entonces llegado las ciencias al estado en que hoy se encuentran, es casi cierto que la Nueva España habría sido dotada antes que la metrópoli misma de cuanto hoy ha mejorado las comodidades de la vida, la facilidad del comercio y las relaciones mutuas de los pueblos de la tierra.

Entre las fundaciones benéficas de la capital se encuentra el Hospicio de Pobres.

Juan, que sufrió una agonia de hambre, que durante dos dias estuvo en la oscuridad y respirando una atmósfera húmeda y viciada, sintió que el aire sano y libre que circulaba en el espacioso patio le volvía la fuerza y la vida.

Uno de los mozos o dependientes encargados de cuidar el orden y gobernar a los muchachos lo sacó de esta extraña contemplación dándole un fuerte apretón en el brazo.

- Ven a dejar ese vestido y a ponerte la ropa de la casa.

Juan regresó al patio con el uniforme de la casa y se mezcló on la bulliciosa turba de los muchachos.

Trataron de indagar su vida y milagros; le hicieron mil preguntas. Juan se limitó a negar el delito de robo de que era acusado y no les dijo más. Al toque de una campana la banda dispersa se reunió y se precipitó en tropel a la puerta del comedor, empujándose y atropellándose.

Una escudilla de metal casi negra, con caldo aguado en cuyo fondo habia algún arroz y garbanzos, un pedazo de carne y un troncho de col; después un plato de hojadelata con frijoles y una torta de pan, no sólo frio sino hasta duro, y unos vasos o jarros con agua barrosa y tibia, y acabó la comida en menos de un cuarto de hora. La cena a las siete no era mejor; hasta las ocho y media, en el patio; a las nueve al dormitorio, en unos catres de fierro, quebrándose, un jergón de hojas de maíz y unas sábanas de algodón, más negras que blancas. ¡Cuánto extrañaba Juan su cobertizo del mercado y los almuerzos de Cecilia!

Rehusó absolutamente dedicarse a la carpintería, pues recordaba a su maestro Evaristo; pero se aficionó a la escuela y a la cocina, y pronto supo leer mal, escribir en grueso y ayudar a lavar los trastos y guisar las detestables sopas, el mole de pecho y los frijoles, que eran los platos favoritos.

Uno de los domingos, Cecilia dejó a sus dos sirvientas en el puesto y dio un brinco al hospicio. Llevó a Juan ropa blanca, fruta, pan y dulces. Nada le agradó tanto como ver a la misma Cecilia; le tomó las manos y se las besó y no se cansaba de mirarla.

La protección de la frutera y la afición del maestro de escuela por su aplicación y buena conducta, mejoraron mucho su posición y llegó a tener cierto mando y ser persona importante en el hospicio; no se trataba sino de encontrar un empeño cerca de Lamparilla para que saliese libre a trabajar.

Entre las comisiones que el escribiente le daba unas veces y el director personalmente otras, tenia la de ir cada mes a traer de la tienda las semillas para abastecer la despensa. Muchas veces, como era alto y fuerte, traía cargado un tercio de habas o de garbanzos.

El dia primero de un mes, el director lo llamó y, quitándose, poniéndose y limpiando las gafas verdes, como tenia de costumbre, le dio una larga lista y una carta y lo despachó a la acreditada tienda La Flor de Bilbao, situada en la calle de la Merced.

Un montañés con cara de Pascua, chaparro, casi cuadrado, con gruesos dedos que parecían plátanos guineos, oliendo a azafrán Y a cominos, lo recibió, tomó la lista, abrió la carta y la leyó.

- Dile a tu patrón que ya nos deben cerca de mil pesos, que no le puedo fiar más y éste será el último mes que mande las menestras. ¡Eh, holgazanes! A despachar pronto esta memoria, y ya saben cómo.

- Pero esto no puede ser -se atrevió a decir Juan a uno de los muchachos.

- ¿Qué dice ese tunante? -gritó el principal desde la trastienda.

- ¿Qué ha de decir? Que reclama por dos ratones que estaban con los chilitos.

- ¿No es más que eso? Ya habrá algunos más en el barril y ningún marchante se queja, pero escúchame -continuó diciendo al salir de la trastienda-, el día que te metas en lo que no te importa, te daré una buena merecida; no volverás a poner un pie en la tienda, y se lo avisaré al administrador. Toma, y come algo mientras los cargadores acaban -le tiró una peseta en el mostrador, una rebanada de queso añejo y una rueda de salchichón duro.

Juan se acordó del cuarto oscuro, tomó la peseta y se comió con apetito el queso y el salchichón. Uno de los dependientes le presentó un vasito con anisado.

- Ya tragaste con buen apetito -continuó el dueño o jefe de La Flor de Bilbao-, no te vayas a acercar a tus amos, porque te olerán a aguardiente y tendrás cuando menos algunos cuartazos; oye bien lo que te voy a decir. Esta adobera de queso la llevas a la casa del director y la entregas a la señora, y lo demás a la casa del secretario. Un cargador te acompañará y los otros irán despacio y te esperarán en la puerta para que hagas la entrega. Toma tu lista.

El convoy, compuesto de cinco cargadores, se puso en camino, los unos para el hospicio, y Juan, con el último, que iba cargado de tompeates y botellas y de cuanto es necesario para surtir bien una despensa, se encaminó a las casas indicadas; hizo bien su Comisión y entró por fin al gran patio del hospicio, seguido de sus cargadores, que los muchachos veían con placer indecible, pues llevaban nada menos que el material para la subsistencia.

Otro día, porque faltó a la hora de costumbre la carne, por enfermedad de la mula vieja que la conducla, enviaron a Juan a una tabla de carnicería de la calle del Rastro.

- No se te olvide echar cuantos huesos puedas -le dijo el carnicero a su partidor-, y dale a este muchacho el medio carnéro que se está apestando, al fin es para el hospicio.

- Cuidado con decir nada. Si hablas, le diré al director que me querías robar un costillar. ¡Cuidado!

Juan se acordó del cuarto oscuro y no chistó una palabra. La carne llegó al establecimiento de caridad, dañada y con la mitad de su peso. A los dos días, más de veinte muchachos se quejaban de retortijones en el estómago.

Dos murieron a los ocho días, y el médico dijo que habían sido intermitentes ocasionadas por un charco de agua hedionda y por la humedad.

Una mañana, a la hora del juego, por cualquier cosa Juan disputó con dos o tres de sus compañeros; llegaron a las manos y, como era fuerte y diestro, los castigó a su sabor. Ellos, en desquite, le gritaron ladrón.

- Ladrón, tú nos puedes porque tienes fuerzas de ladrón.

- Los ladrones son los que les roban a ustedes y a mí los garbanzos, las habas y la carne. Callen la boca, porque ahora no ha sido más que un juego, pero si me insultan será de veras.

Esta cuestión, que sin los antecedentes que se han referido no hubiera tenido consecuencias, llegó exagerada a los oídos del escribiente y de don Epifanio, que así se llamaba el director, por lo que Juan compareció ante el temible tribunal formado por el director, el escribiente y la cocinera.

- ¿Conque te has dejado decir, bribón -dijo don Epifanio con voz que procuró tuviese un tono terrible- que todos somos ladrones y que quitamos el sustento a los pobres muchachos? ¿Has dicho esto?

- Es mentira, yo no he dicho nada, pero máteme usted mejor que condenarme a morir en ese cuarto oscuro. Yo no volveré a entrar en él, me defenderé, me matarán antes que entrar otra vez ... Yo he visto cosas que le podré contar si me quedo solo con usted.

El escribiente, un ayudante, unos mozos y los muchachos que escuchaban en la puerta se retiraron, y Juan quedó solo con el jefe del célebre establecimiento de caridad.

- Vamos, pronto, que tengo mucho que hacer y visitar a mi compadre, que está todavía muy malo. ¿Qué tienes que decir? Habla, pero la pura verdad aunque sea en mi contra; no tengas miedo, te prometo que no se te volverá a encerrar en el cuarto oscuro.

Juan, tranquilo con el buen modo con que le hablaba el director le contó minuciosamente cuanto pasaba en la tienda, en la cocina, en la despensa, en la carnicería, y cómo también le mandaban al escribiente un surtido de lo mejor para su despensa.

- ¿Conque es cierto cuanto has dicho, no has mentido por salvarte, por disculparte? Bien, ¿y serías capaz de decir ante cualquier persona lo que me acabas de contar? Reflexiónalo bien. Ya sabes que a los calumniadores se les castiga severamente.

- Si usted me ayuda y me defiende, sí lo diré delante de todo el mundo. Eso fue lo que grité en el patio: que otros eran los ladrones y no yo.

Llamó al escribiente y, sin decirle cómo había adquirido datos ciertos y seguros de los abusos que se cometían, le habló claro pero con templanza. El escribiente, que era una liebre corrida, tenía de antemano tomadas las avenidas para cualquier evento.

- Lo que ha contado usted es exagerado, pero en el fondo es verdad; los tenderos, las cocineras y los criados siempre han sido ladrones; pero eso no se puede remediar, los echaremos y vendrán otros peores; pero usted, que es el que manda, determinará; en cuanto a mí, es verdad que me mandan cada mes de la tienda mi memoria para surtir mi despensa, pero se las pago y no les debo ni medio partido por la mitad.

Las cosas del hospicio continuaron como antes, y en cuanto a las del mercado, ya veremos más adelante cómo siguieron.

No obstante las recomendaciones del director, a Juan se le quitaron las comisiones de confianza que antes desempeñaba y se le destinó a cargar tezontle y piedras pesadas, pues los albañiles no tenían trazas de acabar la obra. Por la falta más insignificante, los Inspectores aplicaban a Juan latigazos al entrar o salir del comedor o en los palios, y cuando sus compañeros se cercioraron de que había perdido su prestigio, se burlaban de él y lo atormentaan de cuantas maneras les era posible. La vida se le iba haciendo Insoportable. En sus noches de vela pensaba seriamente en fugarse y poner leguas de por medio entre él y la célebre casa de caridad de la ciudad de México.

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