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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOPRIMERO



EN EL MERCADO

Haciendo Juan un esfuerzo para disimular, salió del taller, tranquilo, pacíficamente, como lo hacía todos los días, tirando por alto su jarro vacío y recibiéndolo en la mano. Una de las vecinas que andaba por el patio tendiendo la ropa, le encargó la compra de su leche, y al darle el traste y el dinero, le dijo:

- ¿Qué te ha sucedido que tienes la cara manchada de sangre?

Juan se puso pálido como un muerto; dirigió la vista hacia donde la vecina indicaba la mancha, notó unas escoriaduras y cortaduras en su mano, y tuvo la viveza de responder:

- Me corté con los fierros, trabajando.

- Sería tu maestro quien te cortó. Anoche hubo ruido, y ya pensamos que ni tú, ni doña Tules saldrían bien librados.

Juan, en efecto, poseído de una especie de locura, corría, corría tanto como se lo permitía su edad y la fuerza de sus piernas.

Lo que quería era alejarse del taller fatal, y los esfuerzos que hacía le parecían pocos.

Su única idea era huir y alejarse del taller. Ya no le ocurriría ni remotamente la idea de buscar al alcalde ni a los soldados como lo temía Evaristo, porque era bastante avisado y pensaba que él y su maestro irían a la cárcel mientras se averiguaba la verdad.

Por fin, fatigado, sin aliento, vino casi a caer a una de las puertas del mercado del Volador. Entró, se rebujó en un rincón y ¡lo que son los pocos años y la exuberancia de la vida! a poco se quedó prOfundamente dormido, con su mano herida, desgarrada, sobre su pecho.

Pasó la noche en el quicio de las alacenas del Portal de las Flores, pero tenía que mudar de lugar cada vez que el sereno hacía su ronda. Amaneciendo Dios, ofrecióse para hacer mandados que fueron de nuevo a la plaza del mercado a comprar fruta o legumbres; pero no hubo quién lo ocupara, porque le faltaban unos canastos, cuerda y ayates, que son indispensables a los muchachos que ganan así su vida. ¿Cómo comprarlos?

El día, pues, lo pasó vagando en la plaza, comiendo hojas de lechuga, troncos de col y cáscaras de fruta. Cuatro o cinco días pudo vivir así, pero no era posible continuar. La única frutera a quien no se había acercado era una a quien llamaban Cecilia. Era una mujerona grande, hermosa.

El aspecto imponente de Cecilia y la gente que la rodeaba habían retraído a Juan y no se atrevía a aproximarse a ella; pero urgido por la necesidad, se decidió y aprovechando las horas en que concurren pocos compradores al mercado, se acercó a hablarle. De pronto la reina de las frutas lo recibió mal; pero así que Juan le refirió que era huérfano, que su protectora estaba casi muriendo de debilidad y de vejez, y que él se mantenía una semana con legumbres podridas y cáscaras de fruta, se compadeció de él y de pronto le dio un par de tacos de tortilla y unas manzanas.

- ¿Qué necesitas, en qué quieres ocuparte? -le preguntó.

- Necesito una canasta grande, cuatro o seis tompeatitos y dos ayates. Quiero ocuparme en llevar la fruta y el recaudo a las casas. Pagaré con mi trabajo lo que usted preste.

- ¡Vaya! Parece que tienes cara de listo y de hombre de bien. ¿Dónde vives?

- En ninguna parte.

- ¿Pues dónde has estado?

- He pasado las noches en las calles, arrimándome a las puertas y huyendo de los serenos.

- Cuidado si te portas mal. ¿Cómo te llamas?

- Marcos -respondió resueltamente el muchacho, que reflexionó que debía ocultar sus antecedentes.

- Bueno -le dijo Cecilia- te daré lo que necesitas y dormirás debajo del tejado; se lo avisaré al administrador. Me abonarás cada semana la mitad de lo que ganes y con la otra mitad te comprarás una frazada, una camisa y unos calzones, porque ya viene el frío.

En efecto, el siguiente día Juan estaba un poco limpio, había comido las sobras del almuerzo de Cecilia y estaba listo. Ese día y los siguientes fueron de trabajo y de ganancia para Juan. Antes de un mes, Juan pagó los canastos y su ropa y tenía sobrantes algunos reales y cobre en las bolsas. Un día, a la hora en que no había trabajo, Juan se dirigió en busca de la viejecita trapera.

Comodína, casi ciega, flaca y cayéndosele el pelo de su antes fina Y lustrosa piel amarilla, estaba echada en la puerta, lamiéndose una mano lastimada. Al acercarse el muchacho la perra cesó de lamerse, lo miró y dudó, pero fue solamente un instante; se levantó Y quiso dar un brinco como para darle la bienvenida.

- ¡Pobre, pobre perra! Desde hoy te cuidaré; cada vez que haga un mandado vendré a verte y tendrás carne, y pan, y cuanto puedas comer -y acariciaba a Comodína, la que sacaba su lengua floja y descolorida y la pasaba por las manos callosas de Juan, el que al fin se levantó y se resolvió a penetrar en la oscuridad y el humo de la accesoria.

Nastasita, lo mismo que Comodína, luego que reconoció a Juan quiso incorporarse y abrazarlo, pero imposible; apenas logró sacar un brazo descarnado, que Juan, inclinándose, se encargó de colocar él mismo sobre su cuello.

- Quieta; estate así, Nastasita; yo me sentaré junto a ti; tú no puedes. ¿Qué tienes?

Nastasita con una voz débil que parece que salía de debajo de la tierra, le contestó:

- ¿Qué he de tener, Juan? Los años. ¿Qué más quieres? Pero pedi a Dios que no me quitase la vida hasta que te volviese a ver para echarte la bendición. Pues que no tienes madre, a mí me toca bendecirte, hijo -y Nastasita, haciendo un esfuerzo supremo, quitó el brazo del cuello de Juan, se incorporó un poco y, extendiendo sus dedos descarnados, bendijo al huérfano, cayó en su dura y sucia almohada y dio un suspiro que fue el último que salió de su pecho.

Juan habló mil cosas, se disculpó como pudo de su larga ausencia, alegando que el maestro Evaristo no lo dejaba salir; le contó cómo estaba ya ocupado y ganando su vida, pero todo en vano.

Nastasita no le oía. ¡Estaba muerta! Juan, así que reflexionó, destapó a la viejecita, la tentó ... rígida, fría. Dirigióse a la dueña de la atolería para contarle lo que pasaba; no logró tampoco que le respondiera, y no sólo la tentó sino que la movió fuertemente ... nada, muerta también. Juan se retiró pensativo, así llegó al mercado; el guarda, que ya lo conocía, le abrió la reja, y desolado, triste, se echó en su duro lecho debajo del cobertizo.

Al día siguiente Juan refirió a Cecilia la muerte de su vieja protectora, y con su licencia se fue muy temprano al Callejón de la Condesa. La india molendera más antigua fue la albacea de la monstruosa propietaria. Tres o cuatro días antes le había enseñado, en el rincón, un agujero practicado entre la pared y las vigas del pavimento; y en ese agujero se encontraban trapitos hechos nudos y en cada uno de ellos más o menos cantidad de moneda menuda de plata, cuartillas y algunos pesos. Con este dinero se dirigió al mercado, compró dos petates nuevos y, en cuanto llegó Juan, le encargó que trajese dos cajones de muerto del Callejón de Tabaqueros y fuese a la parroquia a pagar los derechos, y a traer a la caída de la tarde la cruz y los ciriales. Juan, que estaba ya ejercitado en mandados y comisiones, y de suyo era listo, volvió con los cajones y el notario de la parroquia, y en la tarde, cosa de las cinco, el vicario, con una capa vieja negra con galones de plata, cinco monigotes con sus sobrepellices sucios y la cruz y los ciriales de hoja de lata, se presentaron en la puerta, cantaron un responso, rociaron la casa con agua bendita; después los cargadores de la esquina, que acudieron sin que nadie los llamara, acomodaron en los ataúdes a las muertas, sin más cal, ni cloruro, ni otra cosa; clavaron muy bien los ataúdes y cargaron con ellos. El padre y los monigotes echaron a trotar delante por la calle de Santa Isabel. Los cargadores los seguían trotando también; y Juan, cansado, y la pobre perra Comodina cojeando, apenas podían alcanzar este entierro de pobre.

Llegando al cementerio de Santa María, se hicieron dos agujeros profundos hasta que brotó el agua; el vicario cantó otro responso: regó los negros ataúdes y las tristes sepulturas con agua bendita, y Juan vio hundirse en la profunda tierra los restos de aquellas mujeres que habían sido el consuelo y el abrigo de sus primeros años.

El muchacho y la perra, cabizbajos y temblando de frío, regresaron a la ciudad al terminar la nublada tarde de uno de los días destemplados y melancólicos del invierno.

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