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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOSEGUNDO



CECILIA

Juan, sin haber aprendido religión alguna, sin tener nociones de la moral ni más enseñanza que los rezos que oía murmurar a Nastasita y las ceremonias de la misa, a la que rara vez iba, creía en la Providencia y sentía en su interior alguna cosa neta y fuerte que le hacía distinguir las buenas de las malas acciones, que es lo que se ha convenido en llamar conciencia. Aparte del cariño que lo ligó a Tules, el asesinato injusto y brutal que perpetró Evaristo lo había horrorizado, y las aventuras y extrañas mudanzas de su vida, le habían dado una cierta experiencia.

Sin darse él cuenta de estos sentimientos, más tranquilo, pues no había encontrado a ninguna de las vecinas y nadie lo perseguía, llegó con cierta confianza al puesto de fruta, y al día siguiente, tan pronto como el mercado estuvo solo, contó a Cecilia lo ocurrido.

- Desde que te eché el ojo -le contestó ésta- me latió que eras un buen muchacho; siéntate y come. ¡Calla! ya tienes un perro. ¿Dónde se te ha pegado?

Juan no quiso en aquel momento contar su historia a Cecilia, y le respondió simplemente que había pertenecido a la viejecita y que él lo habla recogido para que no se muriese de hambre.

- Vaya, te quedarás en el puesto -continuó Cecilia- y desde hoy no te faltará trabajo ni qué comer a ti ni a tu animal. Has hecho bien en traértelo, habría sido una contracaridad dejarlo en la calle; no tienes mal corazón. Recoge tus trastes, ve y déjalos en la casa. Toma la llave; te traes un canasto de naranjas, que ya se están acabando las que hay aquí y los franceses compran para las comidas que hacen de noche en sus fondas. Cuando salgas cierras bien la pUerta. La llave tiene dos vueltas.

Juan, contentísimo, voló a desempeñar la comisión. Entretanto diremos algo de Cecilia, a la que volveremos a encontrar en el transcurso de esta narración.

Una viuda rica, establecida años atrás en Chalco, tenía una armada completa de canoas y chalupas de toda especie y tamaño.

Tenía seis hijos varones y con Cecilia eran siete. A su muerte, los licenciados del pueblo se comíeron la mitad del capital; pero al cabo de años se repartió lo restante entre los herederos. A Cecilia le tocaron dos trajineras y doscientos pesos en dinero.

Vendió una de las trajineras y se quedó con la otra para su servicio; hacía sus viajes a Chalco y las lagunas cuando era necesario y arrendó un buen local en la Plaza del Volador. Construyó un buen tejado, que podía cerrarse de noche, y que dedicó al comercio de frutas.

En vez de disminuir, su capital aumentaba cada día, y mes por mes compraba perlas, diamantes, anillos y rosarios de oro en el Montepío y cambiaba por onzas de oro su plata sobrante; vestía de tela fina, rebozos de Tenancingo de a cien pesos y comía al estilo del pueblo mexicano, pero de lo más sabroso, como que ella misma preparaba su cocina y escogía lo mejor del mercado.

Cecilia, en tales condiciones de riqueza relativa, y de buen parecer y no vieja, pues no llegaba a los treinta y cinco años, no dejó de tener sus pretendientes, ya maiceros, ya dueños de tendejón o de canoas, ya comerciantes ambulantes de la tierra caliente; pero persuadida de que la solicitaban por la mala o por su dinero, con ninguno quiso tener tratos más que de puro comercio. En el fondo, y en verdad, era una buena mujer, de gruesas palabras y de risotadas ingenuas, que no se dejaba atropellar de nadie, pero tampoco les hacía mal ni a las moscas. El puñal lo cargaba únicamente para hacerse respetar; porque la gente que trataba y con la que comerciaba era dura y altanera, y con ella no había que andarse con cuentos.

Juan estaba destinado para llevar la fruta a las fondas, a los colegios (al menos para el rector) y a los hombres de mayores proporciones, que compraban mucho, y entre otras cosas, melones Y sandías, que no podían caber en los pañuelos. Entre los más asiduos marchantes de Cecilia se contaban un diputado, que llamaba la atención por su gran corpulencia y gordura, y por su benévola fisonomía, y un abogado de esos que eran un pozo de ciencia Y de sabiduría y un tipo de honradez.

El uno se llamaba don Mariano y el otro don Pedro Martín de Olañeta. La compra que hacia el diputado importaba de tres a cuatro pesos diarios. Juan era el que les llevaba la fruta y cobraba el sábado de cada semana; nunca dejaban de darle en la casa una peseta por el mandado. Aparte de esto, apenas abria la boca Cecilia, cuando el muchacho le adivinaba los pensamientos, corría por esas calles atropellando gente y volvia en minutos con los cigarrillos, con el pulque de piña, con el vuelto de un peso, con lo que se le encargaba.

Las cosas no podían ir mejor, pero ya tenemos dicho que no hay felicidad cumplida en este mundo, y nada lo prueba más que los cuidados y contratiempos de don Espiridión y de doña Pascuala, de cuyos personajes pronto nos volveremos a ocupar.

El administrador propietario del mercado se enfermó de un reumatismo, como su curación no era de pocos días, el regidor nombró provisionalmente a un ahijado suyo, un joven, mejor dicho un hombre (porque tenia más de treinta y cinco años), perdulario y capaz sólo de hacer su negocio. Sus méritos eran ser portero de una logia yorkina, y los masones, por burla, le llamaban San Justo.

La entrada de este funcionario produjo una revolución en el mercado.

Gran reunión y gritería al caer la tarde alrededor del puesto de Cecilia. Por sus indicaciones se formó una comisión que, vociferando y resuelta a todo, se encaminó a la Diputación a acusar ante el gobernador las demasías del nuevo administrador. La comisión de las alegres comadres esperó dos horas, al cabo de las cuales el gobernador salió de su despacho seguido de su ayudante y no les hizo caso, sino que despejó con la manos el camino que le cerraban las placeras quejosas.

Regresaron desconsolados, pero siempre hablando y rabiando, a dar cuenta a Cecilia de su derrota. Al día siguiente, el administrador, orgulloso de su triunfo, se presentó al mercado, y delante del puesto de Cecilia dijo en voz alta:

- De orden del regidor, tendrán que pagar, cada una de las que armaron ayer el motin, doce reales de multa u ocho dias de carcel. A doña Cecilia, que fue la que promovió el alboroto, cinco pesos o quince dias de cárcel.

Cecilia gritó, juró y dijo que primero se quedaría sin camisa que pagar la multa; pero don Pedro Martín de Olañeta, que llegó a comprar su fruta como de costumbre, impuesto del caso, les dijo:

- Hijas mías, les aconsejo que paguen su multa y no hablen ya más, porque en último caso las llevarían a la cárcel y esto es peor. Dicen que la autoridad siempre tiene razón.

Una guerra sorda se estableció entre Cecilia y el administrador el cual, aparte de las economías y dádivas, quería tener una mujer que, lejos de costarle, favoreciera por lo menos sus tendencias gastronómicas. Estaba, en una palabra, enamorado de la cara fresca y francota de Cecilia, de las perlas que colgaban de su carnudo cuello; no podía ver con indiferencia rebullirse bajo la camisa de tela un par de esferas sólidas, se le hacía agua la boca cuando se acercaba al puesto y veía el apetito y contento con que Cecilia, sus sirvientas y Juan comian los guisados nacionales, realzados con el apio, los aguacates, los rábanos y cuanto tenía el puesto de fruta de Cecilia, que parecía cortado de los árboles del Paraíso.

El honrado y celoso San Justo, pues al decir de los patriotas regidores nunca había estado el Volador mejor gobernado, cambió de táctica. Nada de multas, nada de regaños, nada de gritos, nada de exigencias. Las placeras volvieron a sus hábitos de suciedad, llenando los tránsitos y arroyuelos de rabos de cebolla y fruta podrida, lavando en la fuente sus trastos sucios, y los pies y las piernas con el sobrante de la taza que se desbordaba; y esta tolerancia del administrador era porque creía complacer con ella a Cecilia.

Tal estado de cosas debía tener un desenlace. El administrador se resolvió a decir a Cecilia su atrevido pensamiento. Una tarde sola ya la plaza, San Justo entró familiarmente al puesto, se sentó en la tarima y echó el brazo al cuello de Cecilia.

- ¿Para qué hemos de andar con rodeos ni con trapujos, doña Cecilia? Yo la quiero a usted y bastante lo ha de haber conocido ya me canso de hacer el papel de enamorado, venga esa cara tan fresca y esos labios que parecen dos jitomates -y diciendo Y haciendo todo fue uno; le tronó un beso en la boca, que resonó en toda la plaza.

- Vaya de llanezas -dijo Cecilia, limpiándose los labios con una mano, y quitando bruscamente y tirando al otro lado el brazo que rodeaba su cuello-; usted tiene la fuerza y es protegido del regidor y del gobernador, y nos tiene el pie encima, y esto es todo; pero dejarme de otro modo, eso no; quizá no sabe usted todavía quién soy; ¡retirese!

Como Juan era el predilecto de Cecilia, no pudiendo de pronto atacarla directamente, se propuso comenzar por él, y nada le era más fácil.

Un día Juan iba cargando en su cabeza una gran canasta llena de fruta, pidió auxilio a uno de los muchachos. Sus compañeros, que le seguían, en un descuido ocultaron un melón sin que Juan lo advirtiese sino cuando llegó a la casa. El abogado, que deliraba por los buenos melones regañó a Juan duramente.

De vuelta al mercado, Juan agarró a los trompones al muchacho que sospechaba se lo había robado, y esto originó gran tumulto en la plaza. La bola toda vociferando, arrebatándose las palabras, fue a dar al despacho del administrador, Juan fue acusado de ladrón.

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