Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMO



DELIRIO

Una vela de sebo que había quedado sobre el brasero, alumbró tristemente el resto de la noche el cuadro de desolación y de horror que presentaba el taller. Evaristo creía tener a las dos mujeres delante de él; y así como arrojó a la calle a Casilda dándole una paliza, para casarse con Tules, en esos momentos trataba de acabar con Tules para volver a echar el brazo al cuello de Casilda.

Evaristo, al caer beodo y herido por el golpe que le asentó Juan y agotados los últimos esfuerzos de sus nervios excitados por la bebida, tendió los brazos al aire, creyendo estrechar a Casilda y dio sobre Tules, y la boca impura y sucia del bandido quedó pegada a los labios frios y descoloridos de la pobre muerta, de donde acababan de salir dolorosas palabras poniendo misericordia al asesino y encomendado su alma a Dios.

Quién sabe cuántas horas permanecieron al parecer confundidos y estrechados en supremo abrazo el asesino y su víctima.

Juan, envuelto en las astillas, en los trozos de madera tallados, en los modelos de cartón que servían al hábil tornero para sus esculturas, había permanecido inmóvil y como muerto detrás del milagroso sillón, que olía a incienso y a iglesia, y que estaba resquebrajado y hecho trizas por los golpes furiosos de Evaristo. Al tratar de guarecerse detrás del sillón, y esta fue quizá su fortuna, cayó y dio su cabeza contra el blanco, y la emoción y el golpe lo privaron del sentido. Repuesto ya, se incorporó, se limpió los ojos muchas veces, sin cesar de mirar hacia donde estaba el cuerpo sangriento, y con los cabellos erizados y las manos crispadas, mientras más miraba creía que era presa de una horrible pesadilla.

Evaristo roncaba como si estuviese ahogándose; a ocasiones se revolvía, haciendo un esfuerzo para ponerse en pie, abría grandes sus ojos y giraba su mirada al derredor del cuarto, después caía de nuevo como anonadado y agotadas sus fuerzas sobre el cadáver de Tules.

El primer impulso de Juan fue levantar el hacha y hacer mil pedazos la cabeza de su maestro. Era el momento, no de la venganza, sino de la justicia.

El sol había salido ya, la casera barría el frente de la calle, las vecinas entreabrían las puertas de sus cuartos, salían a hacer su compra o regaban el patio con el agua del pozo; todo estaba en la mayor calma; el día claro y despejado, la mañana fresca. Nada anunciaba que en esa casa tan tranquila hubiese pasado pocas horas antes un horroroso drama.

Evaristo, con cierta conciencia de lo que pasaba, vio al aprendiz con el hacha levantada, tuvo miedo y continuó fingiendo que aún estaba borracho ¿O lo estaba efectivamente todavía, hasta que llegó el momento en que, disipada la influencia del pulque, volvió en sí de su sangriento delirio? Eso es lo que quizá no podría explicarlo él mismo; pero el caso fue que poco a poco se sentó, después se puso en pie, se agachó y tomó el instrumento que el muchacho había dejado abandonado.

- ¿Se iría ya? ¿Estará escondido acechándome para matarme? ¿No lo vi delante de mí con el fierro levantado para matarme cuando estaba yo tirado e indefenso? ¡Canallas! Canallas todos éstos, como decía el conde; si lo hubiese yo medio matado a palos antes, no habría ahora un testigo contra mí, para perderme.

Evaristo se acercó, con cierto miedo y el arma levantada, al sillón del abad que olía a incienso y a iglesia, y lo removió.

¿Qué hacer, cómo salir cubierto de sangre por el patio de la casa y por las calles? ¿Adónde iría? Al monte de Río Frío. No le quedaba otra salida. ¿Pero la manera de hacerlo?

Evaristo pensó en el carnero, en el consentido, como le llamaba Tules y las vecinas, que lo querían mucho, y cuando estaba amarrado en el patio le hacían caricias y le daban pedacitos de pan en la boca. Matarlo, no había más remedio; así podría salir al patio con las manos y la camisa manchadas de sangre, presentarse ante las vecinas y convidarlas un trozo para hacer una fritanga. Se le ofrecía otra dificultad. ¿Y el cadáver de Tules? ¡Oh!, eso era fácil; enterrarla debajo de las vigas. Un día o dos podían pasar así las cosas y mientras él ganaría el monte de Río Frío.

Llegado allí, estaría salvado; encontraría sin duda otros criminales como él, y el monte era inexpugnable.

El cordero, el tímido cordero, querido y consentido de Tules, toda la noche estuvo temblando y no despegó sus grandes ojos negros, profundamente tristes, del grupo sangriento que estaba juntó a él.

Evaristo, sombrío y terrible, desató al borrego, buscó un arma aguda; pero el animal, aterrorizado, dio un salto y fue a caer sobre el cadáver de su ama. El golpe que Evaristo le había tirado hirió sólo el aire ...

Evaristo quiso salir de esta situación; tomó una pesada garlopa y acertó un golpe tremendo que partió la frente del carnero, el que cayó medio muerto sobre el cuerpo de Tules.

- Bien -dijo Evaristo-, por ese lado he concluido; pero no hay que descansar.

Salió al patio arrastrando al carnero moribundo y que aún entreabría sus tristes ojos, y lo acabó de matar en el patio.

- ¿Pero se ha vuelto usted loco don Evaristo?

- Más dolor tengo yo que ella, que se fue muy temprano para no presenciar la ejecución -contestó el tornero con una tranquilidad aparente-; pero ¿qué quería usted que hiciera? Anoche, y tal vez oyeron ustedes el ruido, se le enredó el mecate, tiró del banco de encino, se lo echó encima, y se le quebraron las dos patas; no había más remedio que matarlo para que no padeciera.

- ¡Qué desgracia! -dijeron otras vecinas, que habían oído el cuento y salieron al patio a la curiosidad.

Evaristo dejó la zalea y los trozos del cordero en el patio, entró, cerró la puerta y procedió al entierro de la muerta. Despejó el suelo, levantó con facilidad las vigas y arrastró dentro del zócalo el cuerpo, lo cubrió con el aserrín y los palos sangrientos, se puso el sombrero, el jorongo, un puñal en la cintura y el dinero que tenía en el baúl; salió del taller y al pasar por el cuarto de la casera le dijo:

- Óigame, doña Miguelita, si el aprendiz, que se fue de madrugada por la leche, vuelve, dígale que me espere en el patio. Voy un momento a casa de mi compadre; mientras le dejo a usted la llaVe. No se la de usted más que a Tules, que volverá muy pronto.

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