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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMONOVENO



SAN LUNES

Glorioso, magnífico, espléndido para los artesanos de México, no tienen durante la semana otra idea, otro pensamiento, otra ilusión. Desde el martes, los días de la semana les parecen una eternidad; y sin embargo, trabajan y trabajan, velan y se fatigan, y se cortan las manos con los instrumentos y hacen los más grandes esfuerzos para entregar la obra el sábado o domingo, y todos estos sacrificios, todos estos afanes son porque de llegar tiene el glorioso, el suspirado San Lunes. ¡Quién piensa en el porvenir! ¡A quién le ocurre echar en una alcancía un poco, una mínima parte del jornal para que tenga siquiera qué comer durante tres o cuatro días!

El domingo suele el artesano que no ha concluido la obra trabajar medio día para entregarla a las doce y cobrar su precio o percibir el resto de su raya. Algunos se quedan en su casa, se tiran en su petate cansados y fatigados del trabajo, se estiran, se revuelcan para hacerse ellos mismos una especie de masaje, que vuelve a las coyunturas cansadas su elasticidad, y concluyen por dormirse. Otros, los más arreglados y hombres de bien, ayudan a la mujer a peinar a los muchachos y salen muy planchados y limpios a la misa de doce en la parroquia; regresan, sacan sus sillas al patio de la casa de vecindad y se sientan al sol, a platicar con los vecinos. A la tarde, como buenos padres de familia, van a la maroma de la calle de Arsinas o a los títeres o entremeses del teatro de Alconedo; pero siempre hay algo secreto y reservado entre ellos y la familia, y es el San Lunes. Guardan lo que pueden de dinero, se marchan de la casa a escondidas, porque las mujeres o las queridas se oponen generalmente a las festividades de San Lunes, y regresan las más de las veces heridos o contusos sin un ochavo en la bolsa, si no es que van a pasar la noche a la Diputación.

- Mira, Evaristo -le dijo Tules con una voz que hubiera ablandado a cualquiera que no fuese el tornero-, no vayas por esos barrios a tirar tu dinero con amigos que no hacen más que gastarte lo poco que tienes.

- Ya sabes, a mí me gustan las enchiladas picantes y la sangre de conejo (1).

- Eso es lo que precisamente me da miedo, la sangre de conejo. Ya sabes que ese pulque es muy traicionero, se sube a la cabeza, y el hombre que se emborracha es un loco, no sabe lo que hace; además, lo poco que me has dado en la semana se me acabó ya y esta noche no tendremos que cenar. Tú no quieres que yo vea a doña Agustina: ella me daría o me prestaría de seguro dinero y se lo iriamos pagando poco a poco. Mira, Evaristo, no quiero que te enojes, y ya veré cómo me compongo con la cena. Lo que quiero es que no salgas a hacer San Lunes. Te vuelvo a rogar; el corazón me dice que algo va a suceder; no vayas.

- ¿Sucederme algo? Si no hay quién me complete a mí, y ya se me iban quitando las ganas de salir, pero sólo porque tú no quieres he de salir y saldré y tres más, y haré mi santa voluntad y tiraré el dinero, que para eso trabajo, y cenes tú o no cenes, lo mismo me da.

Y Evaristo al decir esto, miraba malamente a Tules y sonaba en sus bolsillos los pesos y la moneda menuda que tenía.

- Te lo ruego por Dios, Evaristo -volvió a insistir Tules.

No hubo medio. Evaristo salió de la tomería sin dirigir la vista a Tules, que quedó anonadada, y lenta y silenciosamente continuó lavando el tinajero y arreglando unos cuantos vasos y cubitas dorados de cristal.

Al desembocar una calle apartada del centro de la ciudad, se divisa un gran cobertizo o jacalón con un techo de tejamanil, que el tiempo, las aguas y el sol se han encargado de ennegrecer y de imprimirle un aspecto siniestro.

Pero el fondo de ese extraño edificio, que más bien parecía olvidado allí desde los tiempos anteriores a la Conquista, tenia algo de claro y de alegre que contrastaba con la triste desnudez del resto.

Todo el ancho de la pared, ocupado con grandes tinas llenas de pulque espumoso, pintadas de amarillo, de colorado y de verde con grandes letreros que sabian de memoria las criadas y mozos del barrio, aunque no supieran leer: La Valiente, La Chillona, La Bailadora, La Petenera. Cada cuba tenia su nombre propio y retumbante que no dejaba de indicar también la calidad del pulque.

Tal era la antigua y afamada pulqueria de Los Pelos.

Afamada por sus pulques, que eran los mejores y más exquisitos de los Llanos de Ápam; afamada por la mucha concurrencia diaria, mayor el domingo y en toda su plenitud el lunes; y afamada, en fin, por los muchos pleitos, heridos, asesinatos y tumultos.

El tornero, arrogante y erguido, entró por el extremo opuesto; atravesó todo el espacio hasta llegar al tinacal.

- Qué solo está esto, don Jesús, y ya es tarde. ¡Qué diablos habrá sucedido con la gente!

- Ya irán viniendo, don Evaristo -contestó el pulquero sacudiéndole la mano-; en cuanto lleguen los músicos y las almuerceras ya me lo dirá usted.

- Es que vengo dispuesto a rifarme con los guapos.

- Mejor haría usted, don Evaristo, con darme la mitad de su dinero y guardarse la otra mitad, porque no hay lunes en que no pierda lo que trae en la bolsa.

Estando en esta conversación se presentaron tres ciegqs conducidos por un muchacho. El uno con un gran guitarrón y los otros con sus bandolones. Las almuerceras llegaron al mismo tiempo, establecieron sus anafres y una indita tortillera comenzó a moler y a echar tortillas calientes.

Una hora después los bandolones rasgaban un estrepitoso jarabe, las frituras de longaniza y camitas saltaban en las cazuelas y el maíz molido, el chile y el pulque producían una mezcla de aromas indefinibles, embriagadores para los concurrentes y nauseabundos para los que no estaban acostumbrados. La concurrencia fue aumentado de hora en hora, y al mediodia el espacioso jacalón estaba completamente lleno.

No tardaron mucho en reunirse los grupos de conocidos.

Don Jesús, con su largo belduque en la cintura, daba vueltas, recorría su gran jacalón, como imponiendo miedo y orden con sólo su presencia. Dos aguilitas almorzaban muy tranquilos, sentados Junto a un pilarón, con su larga espada entre las piernas.

Repentinamente el tornero separó con manos y codos a los que le estorbaban el paso, y cayó como del tejado en medio del circulo; encarándose con una bailarina, muchachona de no malos bigotes, se puso las manos tras la cintura y comenzó a pespuntear (2) un jarabe que le valió los aplausos de la rueda, que se propagaron por toda la pulqueria. Evaristo había comido una quesadilla y bebido medio tecomate de pulque. Estaba alegre y nada más.

- Almorzaremos, chula (3), y bien, que para eso tengo las bolsas llenas de dinero, y con algo se ha de pagar ese zapateado que en mi vida lo he visto bailar mejor.

- Como quiera -le contestó la compañera-, pero déjeme que busque a Chucho también lo convidará. ¿No hay obstáculo?

- Don Evaristo, aqul tiene a mi marido Chucho -dijo Pancha.

- Ya me lo habla dicho don Jesús -contestó Evaristo tendiendo la mano a Chucho, que éste apretó.

- Conque compas y a almorzar -respondió Evaristo-, que las chalupitas se ponen tiesas si se enfrían -al mismo tiempo tendió su jorongo en el suelo e hizo seña a Pancha para que se sentara-. Y los demás amigotes que vengan, llámelos -le dijo a Chucho.

Sin hacerse del rogar, Chucho, que ya se había sentado, se levantó y volvió a poco acompañado del tuerto Cirilo, de Vicente La Chinche y de otras dos o tres mujeres más.

Los almorzadores circulaban los tecomates sin cesar, mordían los tacos con aguacate y chilitos verdes con un verdadero placer; reían franca, ingenuamente; se pellizcaban hombres y mujeres; se decían sus requiebros a su modo; gozaban como ningún día de la semana; tenían más hambre, más fuerzas, más deseos; veían la vida por el lado alegre, sin cuidarse ni de sus esposas ni de sus hijos; gastaban el dinero sin pensar lo que comerían el martes.

El grupo de almorzadores estaba rodeado de gente curiosa y algunos indios callados, con su mirada triste, inmóviles y envueltos en sus viejas frazadas ...

De cuando en cuando Pancha les pasaba un tecomate con restos de pulque blanco y de sangre de conejo. Los indios devolvían la vasija vacía, y besando la mano de Pancha, le decían:

- Dios se lo pague, madrecita.

Y pancha les daba un rollo de tortillas:

- Pa´ tus hijos -les decia.

- ¡Las mujeres siempre son buenas!

Prolongóse a más de dos horas el convite, y entrada la tarde convinieron en que mientras las mujeres bailaban con quien les diera la gana, jugarian unas partidas de rayuela. Evaristo pagó, y bien, a la almuercera; pero aún le quedaba bastante dinero en el bolsillo, que no cesaba de hacer sonar y remover las manos, con asombro de los inditos, que lo miraban azorados como si fuera el mismo dios del oro.

Comenzaron por apostar una botella de mistela de naranja. La mistela, entonces, y tal vez ahora también, con otro nombre más retumbante europeo, era un compuesto de chiringuirito reforzado con alumbre y cáscara de naranja en infusión. Un verdadero veneno capaz de transtornar la cabeza más fuerte.

En media hora, todo el dinero de Evaristo habia pasado al bolsillo de Chucho El Garrote, Evaristo estaba medio borracho; la echó de generoso, disimuló y fue a la rueda del baile. Separó con la mano al que hacia frente a Pancha y continuó bailando y taconeando, pero ya como queriendo caer. Se hizo el fuerte, se quitó el sombrero y lo tiró a los pies de Pancha.

En esta vez Chucho, que menos bebido observaba a su mujer, no aguantó más; con su mano cogió de las trenzas a Pancha y la apartó lejos, y con la otra dio un revés en la cara a Evaristo, no muy fuerte, porque lo habria matado como al cargador su compañero.

- Si es hombre -le dijo-, véngase conmigo.

Evaristo, aturdido, de pronto se quedó sin saber qué hacer.

- Véngase -le repitió.

Evaristo buscó en la cintura su puñal, que nunca lo abandonaba en el dia sagrado de San Lunes. Ya tenia experiencia, y se le fue encima a Chucho. Los curiosos se apartaron de un lado a otro.

- Cobarde, montonero, ¿no ve que no tengo arma? Pero no le hace.

Don Jesús, el dueño de la pulqueria, sereno e impasible, se limitó a sacar su belduque y se puso al frente de su tinacal en compañía de Garrapata, que reia y no cesaba de hacer gestos y piruetas.

Entre tanto, sin saber él mismo cómo, Evaristo habia sido desarmado y estaba tendido en un charco de lodo, y Chucho encima de él.

- No lo mates -le dijo Pancha-, no seas bruto; al fin pagó y nada ha de haber entre nosotros.

La inquietud de la pobre de Tules habla sido grande. El aprendiz salió a dar un paseo, y ella lavó tinajero, trastos, vigas y cuanto encontró, sin que pudiera calmarse un instante.

- Es ya muy tarde y Evaristo no ha venido, quizá tendré tiempo para hacerle algo de cenar, tengo chiles y unos pocos de frijoles de ayer. Haré un poco de chiles con queso y refreiré los frijoles. No compres pulque en el bodegón, porque bastante habrá bebido Evaristo.

Juan, sin decir una palabra, salió y no dilató en volver con lo que le habla encargado.

Se escuchó un ruido de pasos. Un vuelco dio el corazón de Tules y soltó una cazuela que tenia en la mano.

Evaristo, envuelto en su jorongo, con el sombrero machucado, sin la toquilla, las patillas greñudas y en la cara verdugones sanguíneos, y entró vacilando; con algún trabajo pasó el umbral, sombrío, temible, sin hablar una palabra, se dejó caer en el sillón de terciopelo carmesí que olía a incienso y a iglesia y que había dado a componer el abad de Guadalupe. Juan se refugió en un rincón y Tules se quedó como estatua delante del brasero.

Evaristo venia humillado de su derrota, pero rabioso, no sabiendo con quién saciar su venganza.

- ¡La cena! -gritó con voz enloquecida por la mistela y el pulque-. Me han pegado, me ha tirado en el suelo ese bruto de Chucho El Garrote, pero le he de matar; por ti, por ti, que no eres más que una ...

El delirio del alcoholismo había llegado a su colmo. Tules huía por un lado, Juan el aprendiz por el otro.

- ¡Maestro, maestro! -gritaba el aprendiz.

- ¡Por Dios, Evaristo, no me mates, me iré, mañana no me tendrás aqui! ¿Qué te he hecho?

Evaristo tropezó con el sillón que olía a incienso y a iglesia y se hizo una herida en la frente, pero se levantó más furioso y encontró un formón.

- ¡No me mates, Evaristo, de rodillas te lo pido!, ¡por Dios!

Evaristo se lanzó con el formón levantado.

- ¡Eso no, maestro; eso no! -gritó Juan, y tomando un serrote, acertó un golpe a la cabeza de Evaristo, el que, aturdido un poco, se detuvo.

Juan se refugió detrás de la silla del abad; Evaristo la hizo pedazoS a golpes, y creyendo que había matado al muchacho, volvió sobre la pobre Tules, que de rodillas como una santa, con las manos enclavijadas, suplicantes, decia:

- ¡No me mates, no me mates! ... ¡Dios mio, ten misericordia de ...!

Evaristo, loco, delirante, hundió varias veces el formón en el pecho de Tules, que no tuvo aliento más que para decir:

- ¡Jesús, Jesús me ampare! -y cayó bañada en sangre.

Evaristo, con los ojos saltándose le, chorreándole sangre por la cara, permaneció un momento con el brazo levantado, con el formón sangriento hasta el mango, y después, como una torre, se desplomó junto a Tules, deponiendo, arrojando por ojos, boca y narices la sangre la mistela y de conejo, la mistela y la sangre que de su pobre mujer había derramado inicuamente. ¡Glorioso San Lunes, magnifico San Lunes el de los artesanos de México!




Notas

(1) Pulque compuesto con azúcar y tuna colorada (higos chumbos, como le llaman en España). Se producen las tunas en Andalucía, pero nunca tan azucaradas, grandes y de variedad de colores y aun de sabor como en México.

(2) El jarabe es un baile popular en México. Cuando el que lo bailé hace mudanzas difíciles y repetidas con los pies, se dice: ya comienza a pespuntear. Pespuntear es bailarlo a la perfección.

(3) Lo mismo que bella, hermosa, bonita. Chula es más cariñoso y expresivo.

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