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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOCTAVO



EL APRENDIZ

En las clases y educación de las gentes de México (como en las de España) hay todavía más diferencia y matices que la que los químicos han establecido en los colores. Casilda era la hija del pueblo, bulliciosa, alegre, de un cierto talento natural, vehemente en sus pasiones, sabiendo apenas leer y sin más nociones ni ideas que las de las cosas y objetos que pasaban por su vida diaria; hábil, sin que nadie la hubiese enseñado, para hacer un buen guiso al uso del pais y unos frijoles refritos; coser en blanco y asear y gobernar su cuarto; buena y completa, como ella misma lo vociferaba, con el hombre que la mantenía. No se había casado por ... flojera ... porque era necesario que se leyeran las amonestaciones en la parroquia, pagar los derechos al cura y ... al fin era lo mismo: vivían juntos. Evaristo la queria, eran marido y mujer, menos la bendición del cura.

Tules era otra cosa. Era una mártir. Sabia leer y escribir regularmente, dobladillar muy fino, bordar hasta realzado con hilo de oro la doctrina y las cosas de la religión le eran familiares, y como su memoria era feliz, retenía la erudición que escuchaba en los sermones. Salomón era su ínfimo conocido, Rebeca y Esther, sus amigas, y San Pedro, Santa María Egipciaca y la Magdalena, sus favoritos. y nada se diga de la Virgen, en la que confiaba ciegamente.

Le bastó dar una vuelta por las tapicerías y por las carpinterías para proporcionarse trabajo. Perillas, bolas para pies de muebles, columnas pequeñas, centros o pies para las mesas redondas, molduras y mil otras cosas; tiempo le faltaba, y como tenía buenas maderas, nada pedía adelantado y cumplía entregando las obras acabadas el mismo día convenido, lejos de que tuviera que salir a a calle, su casa, apartada del centro como era, no se vaciaba desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde.

Evaristo ganaba lo que quería y rehusaba trabajo, pues no podía cumplir, no obstante que algunas noches velaba. Su fama se extendió por toda la ciudad. Los muebles tallados por Evaristo valían el doble.

Más tarde vino a su cabeza una idea fija, y era la de buscar a Casilda, contentarla.

En uno de sus frecuentes paseos creyó que una mujer que iba lejos y por la acera de enfrente era Casilda. Materialmente corrió tras ella y la alcanzó. Era Casilda.

- Te vas conmigo, de aqui te llevo a un cuarto que buscaremos, y ya no te abandonaré nunca; o si tú quieres nos volveremos a San Ángel -le dijo Evaristo queriendo al mismo tiempo besarla por toda la cara.

Casilda, indignada, defendió su cara con el rebozo y rechazó a Evaristo. Casilda tuvo repentinamente un rasgo de astucia que le inspiró el instinto de su propia conservación.

Medio se dejó besar de Evaristo y suavizando la voz le dijo:

- Mira, Evaristo, no seas bruto ni canalla, por eso no volví a la casa de San Ángel, pero ahora hablaremos en paz y así nos podremos entender.

Evaristo cambió repentinamente; dejó libres los movimientos a la muchacha, se asomó a la calle para ver si alguien venía y volvió contento, casi riéndose al zaguán.

Platicaron y platicaron y Evaristo hizo promesas por el alma de su madre y de su padre.

Casilda, por su parte, pareció olvidar lo pasado y perdonarlo, le pidió garantías, le dijo que necesitaba diez pesos para sacar su ropa empeñada.

- Bueno, ¿por qué no te vas ahora conmigo? -le dijo echándole el brazo al cuello.

- Porque estoy sirviendo aqui junto, en el número 7, tengo el dinero del mandado y adelantado mi mes y mi baúl con mi ropa. Si no vuelvo a la casa, creerán los amos que los he robado, y ¿para qué me he de exponer a que me lleven a la cárcel? Ven para que no digas que te juego una mala partida; todos los dias a las nueve espérame en la acera de enfrente, me acompañas al mercado y el dia último nos vamos donde quieras; busca cuarto, porque a la torneria no he de ir.

Evaristo se volvió a su casa contento, lleno de esperanzas y decidido ya a aburrir a Tules.

El dia treinta, a las nueve en punto, Evaristo se hallaba, como los dias anteriores, esperando ansioso la salida de Casilda.

Las diez, las once; Evaristo pateaba, las horas pasaban, daba vueltas por la calle, intentaba penetrar en la casa, estaba como una fiera hambrienta.

Cuando regresó a su casa Evaristo era ya otro.

El matrimonio estaba ya mal avenido. Tules, buena y sufrida como era, había perdido completamente el poco amor que le tuvo durante los primeros meses que duró la luna de miel, la amenazaba y alzaba la mano; pero no se atrevía, porque tenía miedo de que un día u otro se supiese esto en la calle de Don Juan Manuel. No carecía de razón. En efecto, una tarde al oscurecer, el conde, por una de sus rarezas y excentricidades, entró en la casa de vecindad donde vivía Evaristo, y, cuando éste menos lo pensaba, ya lo tenía delante.

- ¡Canallas e ingratos todos ustedes! -dijo el conde encarándosele, retorciéndose el bigote y dejando ver su larga espada.

Tules iba a decir algo para disculparse; pero el conde no lo permitió.

- Ya sé que tú no tienes la culpa; de buena gana te volverías al lado de Agustina y de la condesa, pero el bribón de tu marido te lo impide. Vaya, si no se te ha olvidado tu oficio -continuó dirigiéndose a EvaristO-, necesito que me hagas un mascarón feo, deforme, pero que tenga la cara de un guerrero antiguo, de los tiempos de la guerra de Flandes.

Sin responder, tomó un papel y un manojo de lápices y en un instante trazó el bosquejo de un mascarón.

- Eso es -dijo el conde-, eso es lo que yo quería, has adivinado mi idea.

El conde tiró sobre el banco del tornero media onza de oro, y embozándose en su capa salió del taller sin dirigir a Tules ni una mirada.

Buscó un buen trozo de madera de ébano, tomó un pequeño formón y comenzó a tallar la figura, que antes de dos semanas estaba acabada.

¿Este miedo, este respeto tradicional, antiguo, inexplicable, es la causa de las conquistas y forma la gloria de los conquistadores, mantiene las monarquías y conduce a los hombres a la matanza saludando a César antes de morir? ¡Quién sabe!

La Revolución francesa quiso destruirlo, aniquilarlo, proscribirlo para siempre en todas las sociedades humanas. ¡Vano esfuerzo! De la guillotina y de la sangre volvió a renacer más fuerte, más organizado, más temible, revestido de las formas llamadas constitucionales. ¡Sangre perdida! ¡Víctimas inútiles!

Evaristo, contento con su mascarón que consideró una de sus mejores obras, se propuso llevarlo personalmente a la casa de Don Juan Manuel; pero tuvo miedo al lenguaje terrible del conde y prefirió enviar a Tules, la que tuvo un momento de alivio y de alegría, pensando que sólo necesitaba atravesar algunas calles para abrazar a su madrina y besar las blancas manos de la condesita.

Vistió su mejor ropa y su rebozo de hilo de bolita, envolvió en un pañuelo el mascarón de ébano y, por el rumbo más corto, se encaminó al viejo palacio del conde del Sauz.

De un brinco se puede decir que Tules subió las escaleras, y sin hablar con los criados que encontró al paso penetró hasta la alcoba de Agustina. Una y otra quedaron espantadas al verse y apenas se podían reconocer.

- Calla, calla, no me digas una palabra. He sido una vieja loca en casarte con ese hombre. Ya sé sus vicios y su conducta y cómo te trata. Dios me ha castigado, ya me ves ... huesos ... huesos ... no pasa una semana sin que esté enferma.

- ¿Y la señorita condesita? -se aventuró a preguntar Tules con una voz que apenas se entendía.

- Peor, todo peor, la desgracia ha entrado en esta casa, ya la verás ...

Mariana, que sin duda oyó una voz que no le era desconocida, salió de la recámara y entró en la de Agustina.

Tules dejó caer los brazos, desconsolada, y bajó los ojos sin atreverse a abrazar a su ama y sin poder hablar.

- ¿Tan desfigurada estoy, Tules? -dijo la condesita-. Y tú ... ¡Dios mío! Si no fuera por tu voz no te habría reconocido.

Se creía criminal y culpable por haber casado a Tules y protegido los amoríos de Juan Robreño y de la condesita, y en realidad no era más que la criada antigua, cariñosa, apegada y solícita como una madre, con los que había conocido desde que nacieron.

Tules calló la dura vida que pasaba y sólo les contó la visita del conde y la ocasión que le había proporcionado el ir a la casa, y les entregó el mascarón, que no pudieron menos de elogiar por la fineza de la talla y la extraña forma de la cara.

- Toma -le dijo Agustina, abrazándola estrechamente-, adivino, mejor dicho, sé lo que te pasa -y le puso en las manos una bolsita de piel llena de dinero-, algo te aliviará esto ... aunque el dinero, hija mía, no sirve de nada para la felicidad de la vida ... Ya ves ... aquí nos sobra y ...

El día que siguió a la visita de Tules fue precisamente cuando se presentó con su huérfano la viejecita trapera al obrador de tornería, lo entregó a Evaristo.

- Ya has traído una boca más para mantenerla y obligarme no sólo a que trabaje de día, sino a que vele de noche.

- Poco gasto nos hará, y ya vez que los días que estoy mala no puedo hacer los mandados; él nos ayudará.

- Tiene trazas de un buen flojo.

- Me dio mucha lástima la viejecita, tan flaca, tan débil y tan pobre, y él ... yo creo que trabajará y será un buen muchacho.

- ¿Qué sabes hacer? -le preguntó con voz desagradable.

- Hacer mandados.

Evaristo cayó en la costumbre de la mayor parte de los artesanos, de pedir adelantado y de engañar. Se comprometía a entregar tres o cuatro obras al mismo tiempo el sábado, y no entregaba ninguna. No podía, por consiguiente, cobrar la raya, carecía de dinero y la semana siguiente tenía que acudir a otras personas para que le prestaran, sin contar que casi todo lo que conseguía lo derrochaba los domingos y lunes en las vinaterías, y Tules pasaba la pena negra para mantener la casa y pagar la renta.

Cuanto de malo pasaba al tornero iba a recalar contra su mujer y contra Juan.

Juan olvidó su cólera y su dolor. En ese momento le preocupaba un sentimiento extraño y triste de soledad y de abandono que enferma generalmente el corazón de los huérfanos, y sin poderse contener abrazó amorosamente el cuello de Tules.

- Quita, quita -le dijo Tules-, me haces daño; si Evaristo viniera y nos encontrara así, te arrancaría la otra oreja. Cuando te veo bien, eres el retrato vivo de mi ama ... ven, deja que te vea con la luz ...

Tules llevó a la puerta al aprendiz, le limpió mejor la cara y la sangre que aún goteaba y se quedó mirándolo atentamente con asombro.

- Sus mismos ojos -dijo en voz baja-, su nariz ..., idéntica, la misma boca de la condesita, los mismos ojos feroces del conde ... pero, ni pensarlo ... la condesita encerrada siempre, y tan cristiana, tan temerosa de Dios, y luego ... el señor conde la hubiera matado ... malos juicios, la vida que llevo me hace pensar mal hasta de mi madrina y de mi ama.

Tules quedó pensativa y callada largo rato. Juan, azorado, la miraba y no acertaba a comprender el significado de la conversación que sostenía Tules consigo misma.

La voz bronca de Evaristo, que averiguaba algo con las vecinas, y las pisadas contra las losas de sus tacones con herraduras, sacaron a Tules de sus cavilaciones.

- Toma una escoba ... pronto, pronto y ponte a barrer, Evaristo llega.

Juan apresuradamente tomó la escoba que le alargó su nueva ama y se puso a barrer, mientras ella se acercó al brasero a picar cebollas.

Evaristo entró de mal humor y recordó:

- Mueve la rueda, haragán, ocioso, inservible -le gritó al muchacho.

Juan dejó la escoba y comenzó a mover la rueda. Un cuarto de hora después volvió a gritar:

- ¿Está el almuezo?

- Listo -contestó Tules-. En un momento pongo la mesa.

Y en efecto, en menos de dos minutos, servilleta blanca, vasos y platos limpios, cubiertos bruñidos, salero de cristal, chilitos verdes, pan y tortillas cubrían la mesa, que tenía un conjunto apetitoso que aumentaba el vapor aromático de los barnizados trastes de barro colocados en las hornillas.

- Te tengo dicho mil veces que cuando yo venga has de tener el almuerzo servido. No puedo perder tiempo.

- Se me quemaba la comida -le interrumpió Tules.

Por fin el tornero se levantó de su banco y se sentó a la mesa.

Tules había puesto tres platos.

- ¿Para quién es este plato? -preguntó con voz violenta Evaristo.

- Para Juan -respondió Tules-, mejor que coma con nosotros, comerá bien y tendré menos trabajo.

- ¿De dónde te has figurado, pedazo de bestia -le dijo Evaristo colérico-, que un aprendiz coma con el maestro? Afuera ese plato, que vaya al rincón y se le dará lo que sobre.

Evaristo devoró la comida sabrosa y excitante usual de la gente del pueblo, bebió su tinita de pulque, y él mismo, con una maligna intención, juntó en un plato pedazos de pan y de tortilla, huesos de carne, caldo de frijoles y algunas cortezas de naranja, un puñado de capulines, y lo mezcló bien y puso delante del aprendiz esta detestable escamocha.

Juan clavó sus ojos negros y feroces en el maestro, y éste, sin saber por qué, no pudo sostener la mirada; pero pronto se repuso.

- ¿No lo comes, no lo quieres comer? Pues muérete de hambre, o yo te mezclaré aserrín y te lo haré comer a fuerza. De una vez -dijo Evaristo, recreándose en la repugnancia con que veía comer al muchacho- arreglaremos la manutención de este haragán. Por la mañana pilón (1) de atole y un pambacito blanco, a mediodía su escamocha, y en la noche otro pilón de atole y los mendrugos de pan que sobren. Ya verás cómo antes de un mes engorda como un marrano; y cuidado conque le des más, ni gastes el dinero, que no quiero trabajar para mantener huérfanos. Dale un petate viejo y que duerma en el rincón de las astillas. Va a estar mejor que el conde. La vieja que lo trajo no le daría tanto.

La existencia del muchacho no habría sido posible sin los auxilios secretos de Tules. A las cinco de la mañana tenía que levantarse para comprar la leche de la ordeña de la plazuela cercana, y pobre de él cuando el sueño lo vencía. Tules, con su carácter resignado, había concluido por no hacer caso de los insultos y groserías del marido, y cuando temía que de las palabras pasase a los hechos, sabía interponer, ya a una vecina, ya a alguno de los muchos parroquianos que acudían al taller; porque todos la querían y la compadecían sospechando la vida que le daba el marido.

Tules había reconcentrado sus aficiones, todo su cariño, en Juan y en el blanco carnero.

- Sufre, aguanta por mí y por tu madre ... Me paso las noches en vela y no acierto ...

- ¿Pero qué cosa es, maestra? -le preguntaba Juan.

- No te lo puedo decir, ni tú lo podrás entender y yo misma no lo entiendo; y por Dios, te ruego, no te vayas a fugar ...

- ¿Que no vuelvo? Ni qué pensarlo, maestra. Dice usted bien, me dejaré matar del maestro antes de abandonar a usted, que me qUiere tanto: no vaya a creer que yo tengo miedo.

En efecto, Tules estaba cada día más convencida de que Juan era hijo de su ama la condesita. ¿Pero cómo decir esto, cómo hacer las cosas?

Tules cerraba los ojos aterrorizada y pasaba el tiempo sin resolverse a nada.

Tules tenia otro cariño, otro amor entrañable, vehemente, y era el cordero. Lo habla mandado traer de la hacienda su madrina, y pequeñito, apenas había acabado de mamar, cuando un ranchero a caballo. caminando leguas y leguas, lo trajo con mucho cuidado. Evaristo se puso muy contento; precisamente había tenido la intención de comprar un chivo o un carnero.

Cuando Evaristo, ya por entregar sus obras, comprar sus materiales o, lo que era más frecuente, por sus disipaciones con los amigos y comadres, hacia largas ausencias que a veces duraban días y noches enteras, Tules respiraba, descansaba, parecía que la torre de Catedral se le quitaba de encima.

Tules, después de dormir el domingo pensando en Juan, en su madrina y en la condesa, formó la suprema resolución de aprovechar la primera ausencia de Evaristo, ir a la calle de Don Juan Manuel y contar los secretos que ya no cabían en su corazón.




Notas

(1) Moneda pequeña de cobre que ya no existe. El peso duro tenía 128 pilones.

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