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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO



CASAMIENTO DE EVARISTO

Apenas habla salido Casilda del umbral de la puerta, cuando Evaristo se levantó de la silla. Su primer ímpetu fue detenerla y reconciliarse con ella, pero se detuvo y vio con una especie de terror y de sentimiento alejarse aquella mujer que andaba lentamente, como empujada con esfuerzo por el viento delgado y frío de la noche. Al fin Casilda habfa sido su primera querida, lo había acompañado en los días de infortunio, lo había amado a su manera.

¡Despedirla así, con groseros ultrajes, con una paliza como se la da un carnicero bruto al perro que le roba un hueso! Esto no era justo, no era bueno.

La ambición entraba por mucho en el ánimo del tornero. Suponía que, casado con Tules tendría la protección de Agustina y quizá del conde mismo, que no lo miraba ya tan mal desde que resanó el marco de su escudo de armas y las molduras flamencas de un mueble antiguo, y alguna ocasión se dejó decir que sería necesario enviarlo a las haciendas, donde había multitud de cosas que reparar en las habitaciones.

Con estas ideas, echó, como quien dice, tierra a su conciencia, cerró la puerta, apagó la luz y se acostó en su fria y solitario colchón, diciendo:

- Casilda ya no volverá; mejor, al fin logré aburrirla y en un tris estuvo que no la matara o la volviera a llamar.

Presentóse en la casa de Don Juan Manuel, y sus deseos se realizaron más allá de lo que él mismo suponía.

El conde del Sauz dio su consentimiento, con la condiCión de que, una vez casado con Tules, fuese a las haciendas a trabajar en las obras que se necesitasen. Las diligencias matrimoniales se hicieron brevemente. Evaristo se casó en Tules, y quince días después era ya Evaristo el jefe de la carpinterfa del Sauz.

El primer año la conducta de Evaristo fue irreprochable, arregló el taller, reconoció techos, trojes, muebles, carros e instrumentos de labranza y fue componiendo y reponiendo todo a medida que se necesitaba, de modo que el conde y Robreño, el administrador, estaban contentos de su inteligencia y de su actividad. Cuando no tenía trabajo urgente en la hacienda, daba sus vueltas por los pueblos y sacaba no pocas utilidades de los remiendos. El matrimonio tuvo, como la mayor parte de sus congéneres, su luna de miel, pero a los dos años la mansedumbre que formaba el carácter de Tules comenzaba a fastidiarle, y extrañaba la vivacidad de Casilda.

Evaristo estaba también muy disgustado porque no había tenido sucesión, y Dios permitió, sin duda, que no la tuviera, porque desgraciado hijo y desgraciada madre con este bandido.

Un día las cosas pasaron a más, y el trojero, que tampoco tenía buen carácter, cansado de aguantar, se agarró a los trompones con el tornero, y como los dos eran fuertes y rencorosos, la lucha fue como la de dos atletas ingleses; sin necesidad de armas se hubieran matado, a no ser por la intervención del administrador, que, requerido por los peones, acudió corriendo y separó a los contendientes a cintarazos.

El conde, que hacía frecuentes viajes, llegó a pocos días; informado de lo ocurrido, determinó que Evaristo fuese despedido dándole con cualquier pretexto una buena paliza y quedándose Tules en la hacienda; pero la buena, la sencilla Tules intervino, calmó la cólera del conde y manifestó la resolución de seguir a su marido.

- ¡Ve, ve con Dios! -le dijo el conde.

Evaristo y Tules, por la favorable intervención de Robreño, abandonaron pacíficamente la hacienda aprovechando la ocasión de unos carros que se mandaban a México.

A su llegada a México se alojaron en el Mesón de San Dimas de la calle de las Moras, y lo primero que hizo fue prohibir a Tules que fuese a ver a su madrina, y la advirtió que el día que la viese siquiera por la calle de Don Juan Manuel, le daría muchos golpes.

Desde que fue echado de la hacienda concibió un odio profundo contra todos los de la casa, tuviesen o no la culpa, que no era más que suya. Él, como de costumbre, comenzó a gastar dinero en hacerse calzoneras con botones de plata, fino sombrero y lujosas toquillas, y todo su afán era encontrar a Casilda para juntarse con ella.

Evaristo se echo como se dice a buscar casa, pero como las del centro eran de renta muy subida y los propietarios le exigían fiador del comercio, tuvo que contentarse con el local de la Estampa de Regina, que para sus planes y trabajos le proporcionaba muchas comodidades. Compró un torno, los mejores instrumentos que pudo encontrar, maderas de todas clases, los muebles y trastes necesarios para la casa, y finalmente se instaló allí en compañía de Tules.

Pasaron mucho tiempo en la vecindad como el tipo feliz del matrimonio del artesano hábil y honrado. ¡Qué engaño! La buena o mala suerte, más bien la mala, guió los pasos de la viejecita trapera por las calles tristes y solitarias de la gran ciudad, hasta que se detuvo como en un puerto de salud en la Estampa de Regina, y allí no tuvo más remedio que entregar al nieto del muy poderoso señor don Gaspar, Melchor y Baltasar, conde del Sauz al hijo de la hermosa condesita que compró la maravillosa almohadilla al verdugo de Casilda, al marido de Tules, al hábil artesano Evaristo el tornero.

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