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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOSEXTO



CASILDA

La gran fortuna de Evaristo fue que le tocase ser juzgado por un gobernador de ideas liberales; de otra suerte se habría, en efecto, podrido en la cárcel, como se lo había sentenciado el noble don Carloto.

Llegaron a la garita antes de que se cerrase; a riesgo de ser robados y asesinados se aventuraron a atravesar, en medio de una noche oscurísima, la larga calzada de San Ángel, y a poco después los dos estaban ya tranquilos, contando y comentando las aventuras en su retirada casita.

Un día, mientras que Casilda con su mesita en la cabeza se adelantaba camino de San Ángel, Evaristo dio vueltas por una calle y otra en varias casas, y se retiraba desanimado, cuando acertó a entrar al patio de un gran edificio de la calle de Don Juan Manuel, cuya puerta estaba abierta de par en par. El viejo portero, gruñendo, salió con ánimo de echarlo; pero al decirle algo fuerte, observó la almohadilla y trabó una conversación amistosa.

- Ni qué dudarlo -le dijo Evaristo-, la niña de la casa me tiene que comprar la almohadilla. Es condesa y tiene mucho dinero; si la ve, no puede quedarse sin ella. Si la vendo en más de cien pesos, veinte son para usted, amigo.

Asomó la cara de una muchacha animada con unos ojillos color de aceituna, y una vocecilla de tiple.

- ¿Quién es, qué quiere ese hombre, con quién está platicando? ¿Qué es eso? ¿Con quién hablas, Tules? ¿Qué dice el portero? -preguntó Mariana entreabriendo la vidriera de su recámara.

- ¡Qué escándalo en esta casa, señor Dios! ¿Qué pasa? -preguntó Agustina, que precipitadamente desembocó por el pasadizo que conduela a la azotehuela.

- Nada, nada -contestó Tules con calma-, es un hombre que trae una cosa bonita que quiere enseñar a mi ama.

- Que suba, que suba al momento -dijo Mariana.

- ¡Qué primor, qué delicadeza, qué perrito tan natural y qué bien imitadas las pinturas con los colores de la madera; y los cajoncitos, y este secreto, que nadie adivinaría! -añadió Mariana.

Al debatir el precio, Evaristo refirió su año de dedicación y de paciencia infinita para labrar los miles de trocitos.

Mariana, Agustina y Tules se enternecieron, y Evaristo concluyó por recibir doscientos pesos nuevos del cuño español.

Al retirarse, Agustina le dijo:

- Ya su mujer de usted y sus hijitos tendrán un desahogo por algunos meses mientras usted trabaja.

- Señora, yo no soy casado ni tengo hijos.

Mariana dijo:

- A esta almohadilla le faltan carretes, devanadores, aguja de jareta y dedal, y ...

- Yo podré hacer lo que falta, y quedaría muy bonito de marfil.

Agustina, sin hacer observación, volvió a poco con un primoroso Niño Dios de marfil.

Evaristo se lo echó al bolsillo y, haciendo mil reverencias, prometió volver pronto y bajó contentlsimo la escalera, dedicando a Tules una última y expresiva mirada.

Sin mucho devanarse la cabeza, el lector ha podido reconocer que estas escenas pasaban en el palacio del señor conde del Sauz.

Después de la venta de su almohadilla regresó al pueblo, pero, como quien dice, ya otro hombre. Los elogios de Mariana, los ojos de Tules y los doscientos pesos le trastornaron completamente la cabeza.

Antes de tomar el camino de la garita, se detuvo en la esquina del Portal en la alacena de libros de don Antonio de la Torre, a quien conocía, y al que cuando estaba arrancado le vendía por casi nada sus chucherlas de madera. Contóle su buena fortuna y le dio a guardar 150 pesos. Llegado a San Angel, ocultó lo que había pasado cantando a Casilda que un inglés de la calle de Capuchinas le habla comprado la almohadilla y encargándole labrase los avíos con el niño viejo y quebrado de marfil. Casilda se lamentó amargamente, pero creyó el cuento, y por de pronto las cosas terminaron así.

Evaristo nunca había ensayado el trabajo en marfil, pero lo juzga análogo al que hacia en madera, y, provisto de los útiles que creyó más aplicables, comenzó la obra con más tesón que la de la almohadilla, y antes de cuatro semanas había ya convertido el grueso estómago del niño Dios en curiosos devanadores, en dedales Y en agujas de jareta y se presentaba ufano en el palacio de la calle de Don Juan Manuel, donde encontró el acceso fácil, mediante los veinte pesos que religiosamente le había dado al viejo portero.

Por supuesto, en la calle de Don Juan Manuel fue perfectamente recibido.

En esa vez Evaristo se retiró con unos veinte pesos que le mandó dar Mariana; pero con la firme intención de casarse con Tules. En todo el camino pensó la manera de deshacerse de Casilda, y lo que primero le vino a la mente para lograrlo fue lo que nuestros hombres del pueblo llaman aburrirla.

Entre tanto Evaristo ponía sus cinco sentidos en aburrir a Casilda, el conde del Sauz llegó de las haciendas, y un día Agustina le habló de la almohadilla, de los devanadores y chucherías que habían salido de la barriga del niño Dios de marfil.

Esto fue lo que cayó en gracia al conde.

- ¡Qué ocurrencia! -dijo el ama de llaves-. Bien, todo está bien, dame algunas onzas de oro que tendrás, como siempre, encerradas bajo de siete llaves.

En la primera ocasión que Evaristo se presentó, y lo hacía con cualquier pretexto frecuentemente, Agustina lo llamó aparte.

- Evaristo -le dijo-, diga lo que se le debe por las obras que ha hecho en la casa, y no vuelva más, porque así es menester y así lo manda Dios.

- Pero señora, ¿qué he hecho para esto más que dar gusto al pensamiento a usted y a la señora condesita? He compuesto la mesa de la cocina, la cómoda del señor conde y el escaparate del corredor, y nada he cobrado ni dado motivo ...

- No se trata de eso, y por eso le digo que haga la cuenta para pagársela, sino de que Tules está como se dice, perdiendo con los demás criados y aun con el portero, que soltó el otro día una palabra que no me gustó.

Le brindaron con lo que precisamente quería; pero no habría tenido valor para decir una sola palabra y más bien revolvía en su cabeza pensamientos violentos, como de hacer bajar con engaños a Tules, robársela y después pedir perdón por medio de una carta pero en fin, a nada se decidia, hasta que la invencible casamentera de Agustina lo sacó de su indecisión.

- La verdad, señora -contestó-, es que desde el primer día que mi buena estrella me trajo a esta casa y vi a doña Tules, la quise mucho.

- Tules es sola, no tiene ni padre, ni hermanos, ni ningún otro pariente. Es mi ahijada y aqui está como hija de la casa, nada le falta, yo creo que ella está inclinada a usted y se casará en el momento que yo se lo diga. Conque, ¿cuándo?

Evaristo se quedó reflexionando un rato, y después respondió resueltamente:

- Dentro de tres semanas.

Fue el plazo que creyó suficiente para acabar de aburrir a Casilda.

Evaristo prometió cuanto quiso Agustina, que fue larga en sus exigencias, y se retiró, no a examinar su conciencia, sino discurriendo el modo de deshacerse de Casilda.

Una noche la cena se componia de chicharrones medio duros en un agua tibia teñida con un chile ancho, pues ya no había carbón, ni manteca ni nada. La sal misma la habia pedido Casilda a una vecina.

- ¿No hay otra cosa qué cenar? -dijo Evaristo con cólera.

- ¡Pero qué quieres que haya! Hace tres dias que me diste la última peseta, y ya no tengo ni qué empeñar.

- Pues esto te lo comes tú y ...

Evaristo tomó con las dos manos la cazuela de mole aguado y lanzó su contenido a la cara de Casilda.

- Eres un soez malcriado y toda tu generación -gritó Casilda llevándose las manos a los ojos-. Asi pagas, canalla, lo que yo he hecho por ti -le gritó Casilda frenética, y cogiendo la cazuela ya vacia la tiró a la cabeza del forajido. Éste, ciego y frenético, buscó un otate delgado y descargó golpe tras golpe en la espalda de la desventurada.

Casilda quiso defenderse; Evaristo, más fuerte, naturalmente, logró tirarla al suelo.

- ¿Si la habré matado? -dijo, volviendo repentinamente en sí.

Media hora después Casilda se movió, se sentó, miró a todos lados; finalmente se puso en pie, y silenciosa e imponente se dirigió a donde estaba Evaristo y le dijo:

- Eres un malvado, un asesino, un cobarde. Has de morir en la horca. Acábame de matar si eres hombre.

Evaristo, aterrorizado, bajó los ojos.

Casilda ya no le dijo más. Se lavó la cara con agua clara para quitarse la sangre, cambió su ropa por otra ya vieja y remendada, abandonó para siempre, bañada en llanto, el río donde corrían las aguas cristalinas, el bosquecillo donde cantaban los pájaros.

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