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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOQUINTO



JUICIO AL ESTILO SALOMÓN

Los domingos siguientes, a poco más o menos, se repitió la misma escena, con la diferencia de que tuvo algunas ofertas y que la mayor fue de 25 pesos.

Evaristo había ya rebajado el precio a sesenta pesos, y sin embargo no hallaba comprador.

Un día, por la mitad de la calle de Plateros, encontró a un caballero vestido con elegancia, bastón de puño de oro y anteojos, caminando con cierto aire acompasado y moviendo la cabeza y examinando una y otra acera con cierto desdén.

- Nada se pierde en que usted la vea.

Y Evaristo se le atravesó y al mismo tiempo destapó su almohadilla, que siempre trala cuidadosamente envuelta.

- ¡Bah, bah! Eso quiere remedar mosaico -dijo el caballero arrojando por fuerza una mirada desdeñosa a la almohadilla. ¡Eh, vete, ya me has molestado mucho! -repuso el caballero deteniéndose un poco-; si quieres, y sólo por quitárteme de encima, si quieres un par de pesos lleva esa cháchara a la calle de ...

- ¡Un par de pesos! -repitió en voz alta Evaristo, lleno de rabia-. ¡Un par de pesos! ... ¡Todavla me quedan en la bolsa cuatro para pechar a usted y a los rotos sus compañeros que andan por la calle de Plateros! Cómaselos de veneno, si no le hacen falta.

- ¡Bruto, bribón, lépero, insolente, que con pretexto de vender baratijas vienes a injuriar a las gentes y tal vez a robarlas! ¡A la cárcel, a la cárcel!

Y al decir estas últimas palabras brincó sobre Evaristo, que se alejaba no queriendo comprometer el lance, y lo sujetó por el cuelo de la camisa.

- Suélteme usted, suélteme usted, o le va mal.

- ¡A la cárcel, bribón, a la cárcel! -y lo sujetaba más fuerte.

- Suélteme usted; suélteme.

El caballero apretaba más.

Evaristo no pudo ya contenerse, y de un empujón echó a rodar a la acera al elegante aristócrata, y por un lado rodó el sombrero y por el otro el bastón y los anteojos.

Evaristo, sin pasar a más, pero sin correr, pues no había cometido un delito sino obrado en propia defensa, se alejaba lentamente.

El caballero, recogiendo con prisa sus anteojos y su sombrero corrió con el bastón enarbolado, y alcanzando a Evaristo, que ya pensaba que había terminado la escena, comenzó a descargar sobre sus espaldas una lluvia de bastonazos.

Casilda tiró un pedazo del faldón de la levita que se le había quedado en la mano y tomó la almohadilla que le tendió Evaristo.

Entre tanto, el caballero, enfurecido y rabioso, menudeaba los bastonazos que recibía Evaristo en los hombros y en la cabeza.

- Corre y vete a la casa -le dijo Evaristo-, porque si te quedas te llevarán conmigo a la cárcel.

Evaristo, de un salto, se puso fuera del alcance de los bastonazos del furioso caballero, y corrió, al parecer, pero fue para buscar piedras en medio de la calle. No dilató en encontrar una, y volvió sobre el caballero con el brazo ya armado y levantado.

- ¡Al asesino, al asesino, que me matan, auxilio! -gritaba el desolado caballero, y vacilaba, y hacía zigzags, e iba y volvía.

Evaristo, a cierta distancia, con el ala del sombrero levantada y el brazo ya listo, le apuntaba a la cabeza para dispararle una gruesa matatena y dejarlo en el sitio.

Un segundo de diferencia habría bastado. El caballero se metió en un zaguán al mismo tiempo que la piedra se estrellaba contra la macheta, a la altura de la cabeza de su enemigo.

En esto vinieron dos aguilitas del rumbo del Portal, desde donde quizá habían notado que algo pasaba, y no tuvieron trabajo para encontrar al delincuente, pues él mismo se presentó y les dijo:

- Uno de esos rotos ... que andan por aquí me ha pegado porque quería venderle una almohadilla; le he dado una pedrada y tal vez lo he matado. Aquí estoy: de ustedes me dejo llevar a la cárcel, de él no.

Uno de los policías entró con dificultad al zaguán y dio con el caballero, que, pálido como un muerto, tomaba unos tragos de agua con que le había brindado la portera para que no le hiciera daño el susto.

Los dos aguilitas trataron de hacer las primeras averiguaciones entre los espectadores.

- Sí, yo lo vi -decía una cocinera que tenía en la mano una canasta llena de legumbres-; fue el de la levita el primero que le pegó. ¡Qué injusticia! Porque es pobre darle así de palos como si fuera un burro de los indios; no hay más que verle la cara.

En efecto, por la cara de Evaristo corrían hilos de sangre de las heridas que le habían ocasionado los bastonazos.

- Imparcialmente le impondré a usted de lo que presencié -dijo un viejecito que tenía trazas de ser portero de una oficina-; yo me refugié en un zaguán, luego que observé que se trataba de pedradas; pero oí toda la conversación, porque venía detrás del artesano y del caballero. Es verdad que el artesano fue pesado, ¡pero qué había de hacer el pobre!, quería vender y nada más, y no por eso estuvo autorizado el otro, porque tenía levita, a romperle el bastón en las costillas.

La reunión se iba disipando y los aguilitas conferenciaron entre sí y determinaron llevar a la cárcel a los dos contendientes.

- Eso ni pensarlo, ¿ni cómo tiene usted valor de proponérmelo siquiera? -le dijo con imperio al aguilita el caballero, repuesto un tanto de la emoción-. Soy una persona decente y nunca vamos donde va la canalla. Le daré a usted un apunte de mi casa y mi nombre, y yo me veré con el juez y el gobernador; no haya cuidado, pues tengo mucho empeño en que pongan las peras a veinticuatro a este pillo, que nada faltó para que me dejase muerto de la terrible pedrada. Registre usted la mocheta de la puerta, que está hecha pedazos. ¡Calcule usted cómo me habría hecho la cabeza!

El aguilita, que sabía bien que a los de frac y de levita, a no ser por asuntos políticos, nunca se les lleva a la cárcel, no insistió y se contentó con retener en la memoria el nombre y las señas de la casa y recoger el bastón, que, astillado y casi en pedazos, estaba en el suelo, y hecho esto se encaminaron seguidos de alguna gente con Evaristo, dejando al otro en libertad, rumbo a la Diputación o a la Cárcel de Corte, como le llamaban entonces.

Evaristo durmió esa y la siguiente noche en la Cárcel de Corte.

A eso de las siete Evaristo fue sacado de la cárcel y, con la custodia de dos soldados de la guardia, llevado en unión de diez o qUince más acusados de embriaguez, riña y robo.

Le llegó su turno.

- Y a éste ¿por qué lo traen? -preguntó con tono brusco el gobernador a un personaje chiquitin y regordito que fungía como jefe de la policía secreta.

- Por riña y pedradas en la calle de Plateros -respondió el chiquitin, e iba a continuar, pero el gobernador le interrumpió.

- Sí, si, ya estoy impuesto de todo. Que espere, y entre tanto vayan a buscar a don Carloto, que ya me vino a calentar la cabeza con eso y me ha contado quién sabe cuántas cosas.

Evaristo fue consignado a un rincón de la sala; un aguilita corrió a llamar a don Carloto, que precisamente en esos momentos subía las escaleras y entró precedido del policla, con el sombrero puesto y sin saludar a nadie.

El gobernador, que firmaba diversas comunicaciones, alzó la cabeza y dijo con un tono brusco:

- ¡Buenas noches! Sería bueno que los que entran aquí se quitaran el sombrero, pues ni llueve ni hace sol en el despacho del gobernador.

Don Carloto, con visible cólera, se quitó el sombrero y buscó una silla en qué sentarse. El gobernador ocupó larga media hora en firmar.

- ¿Qué antecedentes tiene este hombre?

- Ha entrado cinco veces a la cárcel.

- Pájaro en mano tenemos. Ya le ajustaremos la cuenta.

- Ha entrado por riñas, porque parece que es medio valentón. Véale usted la cara.

- ¡Ah! Eso ya es otra cosa -dijo el gobernador mirando la fisonomía resuelta y juvenil de Evaristo-. Di ¿por qué tiraste una pedrada al señor que está ahl?

- Le vendía una almohadilla en que trabajé un año entero ... los pobres ... y el señor entonces ...

- Sí, ya estoy impuesto, ya me han dicho de esa almohadilla.

- La tendrá mi mujer, que está en el portal -dijo timidamente Evaristo-; le encargué esta mañana que la trajese.

- Que suba esa mujer -dijo el gobernador.

Uno de los aguilitas salió inmediatamente, de dos saltos bajó la escalera y a poco subió acompañado de Casilda, la que, en efecto, traía la almohadilla cuidadosamente envuelta.

- Digan ustedes cómo pasaron las cosas -ordenó a los dos aguilitas.

Uno de ellos, sin duda el más despierto y letrado, refirió brevemente y con exactitud lo que el lector sabe ya.

- ¿Dónde está el bastón?

- Aquí -dijo el jefe de la policía tomándolo de un rincón y presentándolo al gobernador.

- ¿Reconoce usted este bastón, señor don Carloto?

- Es el mío, señor gobernador -contestó con una voz un poco gruesa Y afectada don Carloto.

- ¿Reconoce usted que está casi destrozado?

- Sí, señor gobernador.

- Basta, ha confesado usted delante de todas las personas lo que yo quería. ¿Con qué autoridad ha roto usted este bastón en las costillas y en la cabeza de este hombre?

- Me quería matar ...

- No dice usted la verdad. Él ha levantado las piedras después que usted sí lo pudo haber matado. Vea usted esas señales. ¿Y si lo ha dejado usted tuerto? -continuó el gobernador.

- Es que estas gentes insolentes no ven que nosotros ...

- Es que -le interrumpió el gobernador- ustedes, porque tienen levita y frac, porque se figuran nobles del tiempo de los virreyes y tienen un carruaje que acaso lo deben a los carroceros, se figuran que pueden hacerse justicia por su mano, y esto no ha de ser mientras yo sea gobernador, señor don Carloto; a todos los he de tratar iguales, como dice la ley. Alguna vez ha de ser cierta la verdadera libertad. Queda usted sentenciado, señor don Carloto, a exhibir dentro de tres días doscientos pesos de multa, y cuando entre el dinero a la tesorería se le devolverá su bastón.

- Pero es posible, señor gobernador ... -dijo don Carloto indignado- ésa es ... una ...

- Y si acaba usted la palabra pagará otros doscientos por irrespetuoso, y cuidado con alzar la voz.

El gobernador tomó su sombrero y su bastón y salla ya de la sala. Casilda se acercó, quiso arrodillarse y besarle las manos.

- Señor, no por la cárcel ni por nada, que yo no me asusto, por usted, por lo que ha hecho conmigo, prometo, ¡y sabe Dios que lo cumpliré!, no meterme con el señor ni vengarme -dijo Evaristo.

- Está usted salvado, don Carloto, y me lo debe usted a mí. Este hombre no le tocará el pelo de la ropa. Conozco a esta gente; pero le costará a usted algo más. Si el señor no manda mañana docientos pesos, no se entregará su bastón y se mandará al juez de lo criminal por el cargo de heridas graves.

El gobernador, seguido de su secretario y de los aguilitas, bajó como un rayo las escaleras de la Diputación. Don Carloto quedó estupefacto e inmóvil, y Evaristo y Casilda, cargando la almohadilla, bajaron abrazados tiernamente, se dirigieron a la escalera y un beso resonante sacó de su estupor al infortunado noble y orgulloso don Carloto, que a su vez descendió lentamente, murmurando entre dientes:

- ¡Qué bonito modo de administrar justicia! ¡Qué país es éste! Los yanquis, los ingleses, los franceses, los demonios mismos son preferibles al gobierno de estos sans-culottes. Poco durarán ya, la revolución está encima y entonces yo le ajustaré las cuentas a este gobernador.

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