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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO



AVENTURAS DE UNA ALMOHADILLA

Al despertar Casilda y Evaristo del sabroso sueño, alegres y como rejuvenecidos con el aire fresco y sano de la tarde que declinaba, se les vino simultáneamente uno de aquellos pensamientos realistas que vienen siempre a enternecer y a interrumpir las vanas ilusiones con que se engaña diariamente a la gente que vive en este mundo. Tenían hambre. ¿Qué cenarían esa noche?

Lo esencial de la cuestión era ¿cómo vivirían mientras se vendia la almohadilla? Entraron en el cuarto, registraron con la vista el suelo, las paredes, el techo, los rincones: nada.

Cualquier cosa para una o dos semanas les bastaría. Pasaron dos, tres, quizá cuatro horas, en el más completo silencio. De repente Casilda interrumpió esa larga monotonía.

- ¿Dónde está el sable de tu padre?

Evaristo comprendió la importancia de esta pregunta. La única prenda que no había sido vendida ni empeñada era el terrible sable de Lecuona.

- Sabes, Casilda -le contestó Evaristo-, que debe estar en el jacal de junto, allí lo dejé yo escondido entre el zacate, y fue adrede, pues no quería ni acordarme de él para no venderlo; lo buscaremos, ven.

Y Evaristo se fatigaba y el sable no estaba en el rincón donde se acordaba haberlo puesto.

Evaristo, ayudado de Casilda y ya con más calma, emprendió metódicamente el despojo del jacal clasificando y poniendo aparte ramas, instrumentos de agricultura y cosas inútiles, y concluyó por dar con el suspirado sable, que retiró con desconsuelo de casi dentro del lodo, calculando que quizá no habría quién le prestase ni un par de pesos por él; en fin, se dirigieron a la orilla del río para lavarlO, y cuál no fue su sorpresa y alegría cuando se cercioraron de que el puño y las guarniciones de la vaina de cuero eran de plata maciza y quintáda.

Todo salió a pedir de boca. Evaristo, aunque en pechos de camisa, pero con su pantalón de paño todavía en buen estado, pudo venir a México y se dirigió a una fangosa casa de empeño; allí, después de una hora de disputa y de haber desarmado la espada y pesado la plata, sacó cuarenta pesos líquidos, con un real en cada peso mensual de interés por espacio de cinco meses, y todo esto por mucho favor, porque Evaristo era conocido parroquiano de la casa. Por un sistema de aritmética especial, y disfrazadamente explicado en el billete, al retirar la prenda había de pagar ochenta pesos, es decir, el doble, pero los que tienen necesidad y piden prestado, rara vez dejan de admitir las condiciones del usurero por gravosas que sean. Con parte de ese dinero desempeñó el jorongo, la toquilla de su sombrero, una camisa de él y dos camisas, unas enaguas y un rebozo de Casilda, y contento como si se hubiera sacado la loterla de seis mil pesos regresó al pueblo con un bulto de ropa y el resto del dinero. ¡Extraña naturaleza humana: no tuvo un solo recuerdo para el difunto Lecuona!

El domingo siguiente, la pareja, muy temprano y después de un buen desayuno con leche, queso de cabra y gorditas de elote, se puso en camino de México para entrar antes de las diez en el Portal de Mercaderes. Casilda estaba guapa, con su pelo bien arreglado, su camisa y enaguas limpias, su rebozo manejado con garbo y bien calzada, pues cuidaba los zapatos más que a las niñas de sus ojos.

El Portal de Mercaderes tiene en México un carácter, un tipo especial que no se encuentra en ninguna otra ciudad del mundo. Es una especie de feria o de exposición que se repite todo el año los domingos y días festivos.

Dadas las diez de la mañana llegaron Casilda y Evaristo a la calle de Plateros y no sin dificultades penetraron por entre la gente que se apiñaba en la esquina leyendo los carteles de las diversiones públicas e invadiendo por bandadas el Portal.

No pasó un cuarto de hora sin que se presentara un aguilita (1), y con autorización del ayuntamiento o sin ella, les cobró cuatro pesetas por el piso que ocupaba la mesa, que no seria ni una vara cuadrada.

Al cabo de un cuarto de hora, un grupo que impedía la circulación contemplaba y admiraba la almohadilla.

- ¡Qué primor! -decía una señora a sus niñas.- ¡Qué habilidad de nuestros léperos! -decía un viejo aplicando su lente al objeto.

- ¡Y todo esto a mano, sin máquinas como lo hacen los ingleses! -contestaba otro.

Evaristo escuchaba contento estos elogios y con razón se envanecía con ellos.

Por fin, uno de tantos, y cuando era cerca de la una y Evaristo perdía la esperanza, preguntó a Casilda cuánto valía la almohadilla.

Evaristo se apresuró a responder resueltamente:

- Doscientos pesos.

- ¡Uf, uf, uf! Doscientos pesos y en estos tiempos en que el gobierno no paga a los empleados hace ocho meses -exclamaron los concurrentes, como si fuese el coro de la ópera.

- Ni en dos años vendes tu almohadilla -le dijo una dirigiéndose a Casilda.

- Sólo uno de esos agiotistas que chupan la sangre al pueblo puede comprarla; yo la recomendaré mañana en mi periódico -interrumpió otro, vestido con cierta elegancia y echando una maliciosa mirada a Casilda.

- ¿Dónde vives?

- En San Ángel -contestó Casilda.

- Oh, es lejos, muy lejos; múdate a la ciudad, abre tu carpintería y ponte a trabajar, de modo que te conozca el público; de lo contrario jamás venderás tu almohadilla.

Evaristo no pedía por la obra de tanto trabajo más que lo mismo que había gastado durante el año, ni un peso más.

- Doscientos pesos, ¡qué barbaridad! Ese hombre está loco -dijo otro.




Notas

(1) Se llamaban y se llaman todavía aguilitas a los individuos de la policía especial del Municipio.

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