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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO



PRIMERAS HAZAÑAS DE EVARISTO

De por fuerza tiene el paciente lector que trabar amistad con algunos de nuestros personajes, que no han sido inventados, sino de carne y hueso.

Evaristo era hijo único de un guarda de la aduana de México, y este guarda, llamado Evaristo Lecuona, era un personaje de importancia, porque cuidaba los caballos del director de Rentas y lo acompañaba en sus diarios paseos.

Por los respetos del director, un carpintero y tornero al mismo tiempo, recibió al muchacho, y aunque fue entregado por su padre como todos los aprendices es necesario que lo sean, no fue sino con ciertas condiciones que impuso su padre, que lo llevó personalmente.

- Que mi hijo aprenda oficio y que sepa ganar su vida, eso sí -dijo al maestro-; pero al que le toque el pelo de la ropa le parto la cabeza con este sable.

Era vivo y listo, pero maleta, y en poco tiempo, descomponiendo y quebrando los instrumentos, aprendió a cepillar bien una tabla, a escoplar una moldura, a hacer un remiendo a las puertas viejas y otros menudos quehaceres que lo conducían rápidamente al ascenso a medio oficial, pero su intento y su especial capacidad lo inclinaron a la tornería y a la escultura.

Un día, el menos pensado, un golpe de sangre al volver del paseo con el director de Aduanas acabó al robusto Lecuona.

Morir Lecuona y ser puesto el hijo de patitas en la calle, todo fue uno.

El joven Evaristo no lloró a su padre, quizá no tenía todavía la edad y la reflexión bastante; por el contrario, tuvo una especie de gustillo al encontrarse libre, dueño de un buen caballo ensillado y enfrenado, de par de pistolas, de alguna ropa usada y de poco más de cien pesos que encontró en el fondo de un baúl, como ruta de largos años de economía de su padre. El director quiso proteger al hijo de su guarda favorito, y se lo llevó a su casa en clase de muchacho útil para hacer los mandados, pero no duró un mes.

Fuese a refugiar a la casa de otro guarda ya muy viejo, amigo de su padre, que tenia una especie de mesón con alquiler de caballos, fonda y billar, por el rumbo del Rastro.

La vida se presentó a Evaristo risueña como nunca, y pasó sus diecinueve años como ni príncipe ni duque los han pasado mejor. Unos días en los canales de la Viga y Santa Anita, remando ya en canoas, ya en chalupas; otros, en el juego de pelota de San Camilo; los domingos, en su caballo alquilado en las carreras de la Coyuya; en las tardes, en las vinaterias, menudeando vasos de mistela y chinguirito con los pillastres y matanceros del barrio; en la noche en el billar, jugando a los palos hasta de a un peso la tregua de cien rayas.

Sin ser borracho se iba inclinando a la bebida y cuatro veces había estado en la cárcel por riña y escándalo.

Asi acabó con las chaquetas de paño y las calzoneras con botones de plata que le dejó el difunto Lecuona, siguió con la silla de montar, con las armas de agua, con todo, y no hay que decir que los cien pesos habían ya volado.

Evaristo se vio lo que se llama en medio de la calle, con lo encapillado y un buen jorongo de Saltillo. Por primera vez, después de tres o cuatro años, pensó que era necesario trabajar para vivir. Dios, como dicen las viejecitas, le tocó el corazón, y se retiró a San Ángel en compañia de una muchacha que se dejó robar, sobrina de la figonera del mesón.

El descanso que le dejaba esta luna de miel, de la cual no había tenido noticia ni el cura ni el curato, lo dedicaba a labrar figuras de madera.

El material que usaba era la madera de naranjo y de capulín, y nada le costaba, porque a las pocas semanas de residencia conocía a palmos las huertas, sabia el punto más accesible de las tapias, y de noche, armado de un puñal-cuchillo y de una sierra bien untada de sebo, se introducia aqui y allá y cortaba los mejores trozos; y como dicen que comiendo viene el apetito, más adelante, aparte de la madera que necesitaba, se sacaba los mejores perones y las peras gamboas más grandes y maduras.

El pueblo se hacia cruces, pues se componía de jardineros y antiguos vecinos, todos conocidos y hombres de bien. Evaristo, en una palabra, era el coco, el azote de los propietarios.

Evaristo no descansaba. Los domingos se le veía en el Portal de Mercaderes, en las calles de Plateros y en las Cadenas de la Catedral con multitud de reglas y cuchillos de cortar papel de varias dimensiones, tinteros, devanadores, trompos, cucharas, bandejitas, palitos y otra diversidad de objetos de maderas olorosas, labrados con tal primor que podrían llamarse obras de arte; y en efecto, muchos fueron comprados para el Museo. A cierta distancia iba detrás de Evaristo una muchacha de no malos bigotes, vestida con aseo, y si no precisamente de china, dejando ver un pie bien calzado y al andar un par de apetitosas pantorrillas. En la cabeza unas veces, y otras en los brazos, llevaba una canasta con una limpia servilleta y unas cuantas docenas de peras, perones e higos, cuya sola vista despertaba el apetito de los aficionados a los alimentos azucarados con que se nutrió nuestra buena y curiosa madre Eva antes de salir del Paraíso.

La Chata frutera quería bien a Evaristo y no pensaba serle infiel, pero tenía demasiado arte para sacar partido de sus labios frescos, de su remangada nariz y de su pie bien calzado, que procuraba enseñar a sus marchantes al atar por las cuatro puntas el pañuelo en que llevaba la fruta para obsequiar a la hora de la comida de quién es la vieja espeso. Evaristo y la muchacha se juntaban a la una en punto en el Portal de las Flores, hacían la cuenta de lo que habían vendido, que a veces subía a ocho y diez pesos, se iban a almorzar a una fonda de la Alcaicería y a la tardecita tomaban el rumbo de la garita del Niño Perdido y, poco a poco, chanceando, platicando, cortando varitas en el camino y comiendo tejocotes silvestres, llegaban a su casita de San Ángel y dormían como unos bien aventurados.

Hombre de bien a carta cabal, como se dice vulgarmente, Evaristo no pensó más en los asaltos nocturnos de las huertas para proveerse de material, sino que recorrió las carpinterías y compró trozos pequeños de caoba, de ébano, de zapote, de bálsamo, de nogal, de palo gateado.

Satisfecho y contento llegó a su casa, abrazó con una cierta efusión de ternura a Casilda y desde que amaneció comenzó con furor la obra.

Pasaban días, semanas y meses y Evaristo labraba, labraba, siempre, y su vida era la misma, sin más interrupción que algunos Viajes a México para proveerse de algo que le hacía falta.

Casilda, alarmada, se oponía ya a la continuación cuál obra, quería tirar al río los pocillos y aconsejaba a Evaristo que volviera a su antigua vida, que les producía un semanario seguro, tanto más que ese año los árbóles de las huertas estaban lozanos y cargados de fruta; pero Evaristo, firme, prosegula sus trabajos. Cuando creyó tener la suficiente cantidad de mosaico, emprendió ya la formación de la almohadilla.

Un año y un mes duró con este trabajo. Las últimas pesetas lisas que Casilda y Evaristo tenían en el fondo del baúl se gastaron en un raso encarnado para el forro de la almohadilla. Ese día no había ya qué comer y se contentaron con unas tortillas duras, algunas manzanas verdes y un jarro de la cristalina agua del río; se dieron algunos pellizcos amorosos y durmieron felices una siesta bajo la sombra de los árboles de su ignorado y solitario bosquecillo.

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