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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DUODÉCIMO



EL ESCLAVO BLANCO

El cielo vio abierto la viejecita trapera con arreglo que hizo el canónigo. ¡Qué poco se necesita para la felicidad de ciertas personas! Desde el momento en que Nastasita se encontró al niño, cambió su vida; tuvo ya una ocupación, un objeto, un cariño que hiciera latir un poco su arrugado corazón.

Los ocho pesos del canónigo constituían un tesoro inagotable y la instalación en la atolería no fue difícil ni costosa. Con retazos de brin y unos mecates se hicieron dos hamacas, que se fijaron en las paredes de los rincones con unas gruesas alcayatas. Como lujo, un par de petates nuevos de Xochimilco, y dos frazadas ordinarias del Portal de las Flores. Con esto Nastasita y la india chichihua estaba como en un palacio.

Así fue creciendo Juan Robreño (pues el canónigo había referido a la trapera parte del contenido del papel encontrado en el relicario), duro, tosco, resistente; una vez se quemó una mano en el comál; muchas veces cayó, ya en el umbral de la puerta, ya en una viga hundida; la cabeza con chichones, el cuerpo con morados y rozaduras, la nariz y la boca con sangre.

Ya más grande, con su calzoncito y camisa de manta mugrosa, se le vela en la puerta de la atolería o junto al caño; algunos marchantes brutos solían darle un puntapié para quitarlo de la entrada donde estorbaba. El muchacho, mitad en español y mitad en azteca, les decía mil insolencias y les echaba agua del caño.

A los diez años Juan sabía el azteca o náhoa tal como lo había aprendido de las atoleras, y el español como lo había oído a los Cargadores de la pulquería vecina, que frecuentaba con motivo de comprar el licor para el consumo de la casa.

El canónigo no había dejado en ese largo transcurso de dar la mesada, y cuando solía ver en el patio a la trapera, le preguntaba por el huérfano y le instaba para que lo pusiese en una escuela.

La viejecita se resolvió un día a poner a Juan a aprender oficio, y no le costó poco trabajo; pero con ruegos y súplicas, y haciéndole patente que no tenia con qué mantenerlo ni vestirlo, que ya era grande y necesitaba trabajar, logró persuadirlo a que dejase entregar. En el tiempo a que nos referimos, y no sabemos si aún dura esta costumbre, los padres o deudos de los muchachos pobres los colocaban en la casa de un artesano para que les enseñase el oficio, y en cambio quedaban bajo el absoluto dominio del maestro, el que se rehusaba a recibirlos si no se los entregaban.

Un dla, repetimos, salieron por fin por esas calles de Dios a buscar un maestro cualquiera. Juan, entre resignado y contento, pues siempre alborota a los muchachos cambiar de posición, y la viejecita sacando fuerzas de flaqueza, arrastrándose más que andando a causa de sus callos y sus años. Eran dos desvalidos entre los más desvalidos de la ciudad; dos desheredados, entre los más desheredados de la tierra. Nadie los conocía, nadie les quería fiar, nadie quería echarse a cuestas un bodoque, una especie de salvaje criado en el lodo y en el polvo de las calles de México.

Al cuarto día, cansada la viejecita y aburrido Juan, acertaron a entrar en una casa de vecindad de la Estampa de Regina, guiados por un rastro de astillas de madera, y se encontraron con que un hombre trabajaba en un torno. Le cantaron la misma canción que hablan repetido tantas veces. El artesano ni les contestó, siguió trabajando y con la vista les hizo seña de que se marcharan; pero una mujer que estaba sentada cosiendo en el fondo del cuarto se levantó y dijo algunas palabras al oído del que trabajaba con pie y manos; entraron ya en conversación, hicieron muchas preguntas a la viejecita, la obligaron a jurar que sólo vería al muchacho una vez por semana, y que jamás lo reclamaría, si no era pagando los gastos que hubiesen hecho para mantenerlo; en una palabra: un contrato de esclavitud.

Y quedó entregado, completamente entregado, es decir, esclavo blanco del ciudadano Evaristo el Tornero, el hijo de Mariana.

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