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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO SEXAGÉSIMOSEGUNDO



IRONÍAS DE LA VIDA

Mientras Relumbrón, Evaristo, Hilario, el tuerto Cirilo y socios marchaban lentamente por las calles de México hasta llegar al lugar donde debían ser ejecutados, y la moreliana era conducida al hospital, una alegre caravana entraba en el pintoresco pueblo de Ameca.

Moctezuma III había sido nombrado jefe de una especie de zona militar, compuesta de Ameca, Chalco y Texcoco, y estaban también a su mando las escoltas del camino de Río Frío, formadas de valientes dragones bien montados, que hacían su servicio conforme a ordenanza y no recibían de los viajeros ninguna gratificación. El primer cuidado de Moctezuma como se debe suponer, fue tomar posesión de sus fincas, autorizado por la orden del Ministerio de Hacienda, que Lamparilla le entregó. No se dejó, siendo un muchacho tan listo y entendido, engañar de su abogado. Le consiguió, en pago de sus servicios, el magnífico rancho de Tomacoco, y él, doña Pascuala y Espiridión, que consideraba como si fuesen de su familia, quedaron dueños y señores de los bienes.

Doña Pascuala, ya rica, quiso premiar el señalado y oportuno servicio que le hizo Jipila prestándole su dinero, y le hizo donación por escritura pública del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Cecilia cedió el puesto de fruta a sus dos Marías y, cumpliendo su palabra, dio sus disposiciones para casarse con el licenciado Lamparilla, y casi loco de gusto porque iba a llegar el suspirado día de unirse con la frutera, activó las diligencias matrimoniales y obtuvo la licencia para que lo pudiese casar el cura de Ameca.

Todas estas personas se pusieron de acuerdo para hacer juntos el viaje.

Cecilia, antes de entrar al curato, quiso cumplir su promesa y subir a la pequeña y pintoresca montaña en cuya cima está la capilla del Señor del Sacro Monte, para darle las gracias de haberla salvado en el naufragio en el canal de Chalco y del puñal de Evaristo cuando acometió su casa.

Al día siguiente el cura unió las manos a Cecilia y a Lamparilla, que quisieron fuera el casamiento muy modesto, y una semana después cada cual estaba en sus fértiles y hermosas posesiones, dándose una vida regalada. El reinado de la dinastía de los Melquiades había terminado, y se levantaba espléndido y brillante el de Moctezuma III.

Don Pedro Martín sentenció a su cuñado a ocho años de prisión, como monedero falso, y bien que el presidente lo hubiese indultado (por consideración especial al íntegro juez).

Un día que estaba reclinado en los pergaminos de su biblioteca, presa de un desaliento infinito, recibió un papel de Amparo, en que le decía que fuese inmediatamente, porque Casilda hacía seis días que estaba gravemente enferma.

El corazón le dio un vuelco, creyó que se ahogaba, y así y todo se vistió de prisa, tomó su sombrero y su bastón y marchó con presteza, como si tuviese veinte años, a la casa de doña Severa, donde no había puesto un pie desde que comenzó la causa, pensando, naturalmente, que sería mal recibido, y que el dolor, el despecho, la situación espantosa en que habían quedado doña Severa y su hija después de la muerte de Relumbrón, originarían ya violentas, ya tristísimas escenas que creía debían evitarse.

Nada de eso sucedió. Amparo, cadavérica, con unos cfrculos morados alrededor de sus bellos ojos, pero humilde y resignada, recibió al magistrado con una triste sonrisa.

Don Pedro Martín tomó delicadamente la cabeza de Amparo y la reclinó en su seno.

- Eres una santa, hija mía -le dijo-, y me das lecciones de generosidad, de paciencia y de conformidad con la voluntad de Dios.

- Por causa nuestra se ha enfermado Casilda -le contestó Amparo-. Ya debe usted pensar lo que hemos padecido y lo que tendremos que sufrir todavía. Mi mamá ha estado a la muerte, sin querer absolutamente que la viese el médico. Casilda la ha curado, la ha velado dos semanas sin quitarse la ropa ni descansar un momento; ha salido a deshoras de la noche lloviendo para traer de la botica las medicinas caseras que nos ha ocurrido podrían aliviarla. Los últimos días yo no pude soportar la fatiga y caí también en cama, y ella me atendió lo mismo que si fuera su hija o su hermana. La consecuencia ha sido una fiebre ... la creo muy grave, y por eso me atreví a escribir a usted. Mi mamá no tendrá todavía fuerzas ni valor para hablar con usted. Pero, ¿quiere usted ver a Casilda?

- ¿Cómo no, Amparo? Sí que la veré -le contestó-, guíame, y vamos ...

Casilda estaba inmóvil como un tronco; tenía una fiebre maligna que la quemaba viva y se la llevaba por momentos.

Para él era asunto concluido. Pocos días, quizá pocas horas de vida, quedaban a Casilda; con ésta, muerta, se enterraban también las esperanzas y las ilusiones del viejo abogado, y sus últimos años de vida serían de sombra y de duelo. Llegó a su casa, y fue entonces cuando se consideró algo feliz de estar solo.

Formó entonces la resolución de darles una pensión, con tal de que no le volviesen a ver. Sentóse en su bufete y escribió a Amparo:

Desde este momento, buena y, diré mejor, santa niña, soy tu padre y tienes que obedecerme. Casilda no tardará en morir. Sal en el acto de esa casa maldita, y ve a habitar con tu madre mi casa de San Ángel. Te envio a mi dependiente y en mi carruaje conducirá a ustedes al campo. Yo cuidaré de todo lo demás.

Llamó a uno de sus pasantes de más confianza, le dio sus instrucciones, y no hay para qué decir que al mismo tiempo envió médicos y enfermeras, proponiéndose el ir diez, veinte veces.

Así pensando y haciendo propósitos firmes de tener valor, fuerzas, resignación y también esperanzas de morir pronto, se quedó como aletargado en el sillón, pero no le duró mucho tiempo este fatigoso sopor; la criada vino a avisar le que un señor deseaba verlo con urgencia, y casi al momento asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca el doctor Ojeda. Acababa de llegar de la hacienda del Sauz, con poderes amplios de Mariana, de Robreño y de don Remigio, para arreglar los asuntos pendientes y que se cumpliese el testamento, cuyo original tenía en el bolsillo.

Contó al doctor con precisión y minuciosidad la curación milagrosa de Mariana, por medio de la influencia magnética que ejercía en ella la muchachita aventurera con que se había encontrado Juan la noche del robo de don Pepe Carrascosa; la invasión de los salvajes; la muerte del conde y el casamiento de Robreño, y cómo el nieto había quedado heredero de los títulos de nobleza.

Cuando terminó la narración, entregó el testamento a don Pedro y le dijo:

- Como una muestra del carácter singular del conde, se acordó de su primo, a quien quiso matar en un duelo terrible, y le dejó un legado de cien mil pesos, y otro de igual suma a usted, a quien hacia años que no veía; mientras para mí, que lo desaté moribundo del árbol en que los indios le habían amarrado, que lo llevé en brazos, que le asisti y velé noches enteras, y que hice cuanto la ciencia me enseñaba para salvarlo, no tuvo ni memoria, ni siquiera una mirada de gratitud; pero no importa, he sido recompensado con grandeza, y Robreño y la condesa son como de mi familia.

- Pero asi es la vida, doctor, y yo repararé la falta de memoria del conde, abandonando a usted todo o parte de ese legado, si me salva usted a Casilda, pues no me cabe duda que es usted y no la muchacha aventurera la que ha salvado a la condesa. Vamos, vamos, se lo suplico, si no tiene usted inconveniente. Por mi parte haré el sacrificio de encargarme de la testamentaria, y contaré a usted cuanto ha pasado aquí en la célebre causa que ha abreviado los días de mi vida.

- Con mucho gusto, y sin interés ninguno, haré cuanto usted quiera. Veremos a la enferma, y la salvaremos si es posible. Vamos.

El abogado y el doctor salieron platicando de sus asuntos por la calle, y antes de media hora estaban en la recámara de Casilda donde se encontraban tres médicos reconociéndola y procurando refrescar con agua helada sus labios hinchados y ardientes por la fiebre.

El doctor Ojeda, presentado por don Pedro, los saludó, reconoció a Casilda con la más escrupulosa atención. Por fin, el médico de cabecera hizo entrar a don Pedro.

- Amigo y señor licenciado -le dijo-, usted es filósofo, hombre de mundo y además fuerte y enérgico. El caso es desesperado -continuó-, sin la fiebre, que es intensa, la debilidad se la llevaria. Estos casos tienen, por lo común un desenlace fatal.

El doctor Ojeda procuró consolar a don Pedro, pero no pudo menos de declararle que quedaban a la pobre Casilda pocos momentos de vida.

Don Pedro quedó solo, miró a todos lados y se dirigió con miedo, como quien va a cometer un crimen, a la recámara de la enferma.

Por una ventana entreabierta entraba el último rayo del sol de la tarde e iluminaba el lecho. Casilda acababa de expirar. La sangre hirviente que habia dado a sus mejillas y a su frente un color rojizo, se heló repentinamente con la muerte y cambió su fisonomia, dándole el aspecto plácido y tranquilo que tiene el que duerme después de las fatigas de un largo viaje.

Don Pedro quedó más de un cuarto de hora como petrificado, sin despegar los ojos de la muerta; cayó de rodillas junto al lecho, derramó abundantes lágrimas y cubrió de besos la mano rigida de la pobre Casilda. Oyendo ruido, se levantó precipitadamente, asustado y tembloroso. Era una de las criadas, que venia a ver si algo se ofrecia.

- Murió ya -dijo don Pedro tratando de dar a su voz un tono tranquilo, y sacó un puñado de pesos de la bolsa-. Que compren cera, que las enfermeras la vistan con la mejor ropa, y que la velen y recen toda la noche. Volveré.

Cuando entró en su casa era ya de noche, y se encontró que le esperaba el marqués de Valle Alegre, que no sabia nada de la enfermedad de Casilda ni de la traslación de la familia a San Ángel.

Asi, cuando supo la nueva catástrofe, se apresuró a decirle:

- Por mis sentimientos puedo adivinar los de usted.

Don Pedro quiso negar y protestar; pero el marqués no lo dejó.

- Nada ... amigo mio -le dijo-, a mi me toca servir a usted, y hago poco en ello comparado con lo que usted me ha servido reponiendo mi fortuna, aumentada con el legado del conde. Por ahora quede usted en casa reposando, que bien lo necesita, y yo me encargaré de todo. Hasta la vista.

Salió, y en efecto, dispuso lo necesario para el entierro de Casilda, que descansaba ya para siempre.

Al dia siguiente, a las seis de la mañana, un ataúd revestido de terciopelo negro con galones de plata, conducido por cuatro cargadores y seguido de un solo coche en el que iban silenciosos y cabizbajos don Pedro y el marqués, caminaba despacio con dirección al cementerio de Santa Paula.

Con la casi repentina muerte de Casilda, una cosa terrible de que aún no podia darse cuenta, habia caido en la vida sedentaria y hasta cierto punto tranquila del magistrado. Le parecia que la tierra estaba oscura, que el sol no calentaba ni alumbraba, que el mundo estaba hueco y que él bajaba constantemente a un abismo sin fin.

Durante los nueve dras don Pedro cerró herméticamente las puertas de su casa y no se dejó ver de nadie; pero pasado este tiempo los negocios, y especialmente el de la testamentaría del conde del Sauz, le obligaron a ser superior a sus pesares, aumentados con el vil comportamiento de sus hermanas.

Clara, el día menos pensado, recogió todas sus alhajas, ropa y dinero, llenó a su confiado marido de improperios, llamándole hipócrita, ladrón, monedero falso, presidiario, bandido y otros calificativos por ese estilo (y que en parte merecía) y se marchó.

Doña Dominga de Arratia, medio chiflada desde el día que la robaron, formó una liga estrecha con Coleta y Prudencia, y las tres no se ocupaban día y noche más que de conspirar contra don Pedro y escribirle cartas urgiéndole que hiciera su testamento y que de pronto les diese dinero, inventando que estaban en la miseria.

Pepe Carrascosa, o el muerto resucitado, como le decían, vino a dar también al estudio del licenciado Olañeta. Informado por el doctor Ojeda de lo ocurrido y del casamiento de Juan con la Lucecilla, quiso hacer la cesión prometida de la mitad de su caudal a los esposos como un regalo de boda, y marchar a la hacienda del Sauz a vivir algún tiempo con los que él llamaba sus hijos.

Quedaba lo más dificil y más grave para don Pedro, que eran los asuntos del marqués de Valle Alegre; no los asuntos de dinero, que marchaban bien, sino los asuntos del corazón y en los cuales tomaba una parte muy directa para pagar así lo que el noble caballero había hecho por él.

El marqués, después de pensar, de meditar mucho, de considerar bajo todos los aspectos la cuestión, había decidido firmemente echar a un lado todas las dificultades sociales y llevar adelante su casamiento con Amparo, suprimiendo sólo el lujo y el aparato, que le acarrearía las murmuraciones y la crítica amarga del público; se dirigió a la casa de don Pedro, le comunicó sus ideas y le suplicó que lo ayudase e interpusiese su influencia con doña Severa y con Amparo.

- ¿Qué influencia podré tener -le dijo don Pedro- con personas a quienes he dejado sin esposo y sin padre?

- Ellas conocen bien -le contestó el marqués- que usted tuvo que cumplir con su deber, y cualquier otro juez habría hecho lo mismo.

Por más que don Pedro procuró disuadirlo, y le hizo, hasta con cierta dureza, todo género de observaciones, no hubo modo de convencerlo, y convinieron en hacer el viaje a San Ángel.

A don Pedro no podian cerrarle la puerta, y, como iba acompañado del marqués, entraron juntos, y fue Amparo la que los recibió en la puerta.

Al ver Amparo al marqués, sintió una conmoción profunda. No lo esperaba ni lo habia visto después de la memorable noche en que fijaron el dia de la boda. Don Pedro lo advirtió y la tomó del brazo.

- Valor y resignación, hija mia -le dijo-. Casilda murió y ha sido enterrada cristianamente. El marqués y yo la hemos dejado en su última morada. No la veremos más. La casa de ustedes está cerrada. Cuando pase la infección de la fiebre, arreglaremos todas las cosas. Adivino tus deseos. Ya vez que yo necesito también valor y resignación; Casilda era como mi hija.

El marqués, conmovido, no pudo ni aun saludar a Amparo, y todos se dirigieron al abandonado salón, que despedia un olor de vejez y de humedad.

- Tenemos que correr un velo sobre el pasado, mejor dicho, interponer una espesa pared. No hay que acordarse de ello. Dios lo dispuso asi, y ya que has sido tan piadosa, tan generosa y tan buena que has estrechado la mano del inflexible verdugo de tu padre, sé todavia mejor dándosela a quien te ama y que dedicará su vida entera a curar tu dolorido corazón. Vengo de nuevo a pedir tu mano para el marqués. ¿Qué dices? Serénate, piensa un poco, haz un esfuerzo, no hagas caso de la sociedad ni de ninguna persona, piensa solamente en ti y en él.

Hubo quizá media hora de silencio.

- He tenido -dijo Amparo- como un siglo de agonia antes de poder responder, pero era necesario, y me lo temia, pasar por este trance, el más amargo, el más terrible, el más penoso de mi vida. Imposible de borrar los recuerdos ni curar los dolores del corazón. Quizá con el tiempo, y lo dudo, podrá pasar esta como tempestad horrorosa que descargó en nuestra casa. Dios ha juzgado a mi padre y confio en que lo habrá perdonado; a mi no me toca más que respetar su memoria y guardar en mi alma el cariño que le tuve en vida, pero la mia está condenada a la tristeza, a la oscuridad, al retiro de toda la sociedad humana, hasta que se olviden todas estas cosas increibles y funestas. Casarme con el señor marqués -continuó Amparo con una voz que denotaba sus ansias y el esfuerzo que hacia- seria hacerlo infeliz para el resto de la vida, y mucho lo he amado y lo amo todavia para pagarle con una acción indigna, sí, indigna, pues sería hacerla participe de la ignominia que pesa sobre nuestro nombre.

Y Amparo, no pudiendo más, se cubrió el rostro con sus manos se levantó con visible esfuerzo del canapé y entró en las solitarias y sombrías recámaras.

Don Pedro y el marqués se quedaron estupefactos y como clavados en los asientos.

- No hay esperanza, marqués, y no hay que insistir más. Amparo tiene razón.

Los dos amigos, más contristados y pensativos de lo que entraron, salieron de la abandonada y vetusta casa de campo.

Amparo y doña Severa no quisieron recibir nada de lo que pertenecía a Relumbrón, y dispusieron que los muebles, coches y alhajas que no habían sido secuestrados porque pertenecían a ellas o estaban en su nombre, se vendiesen, dedicándose sus productos a limosnas a familias pobres y a establecimientos de beneficencia. El marqués hizo un donativo a Amparo de cincuenta mil pesos, y con esto y con los bienes propios de doña Severa, don Pedro les formó una renta para que pudieran vivir. Se fijaron en Celaya con el nombre de viuda e hija de don Agustín Santelices, fallecido en España, y amigo y pariente cercano del marqués.

El marqués de Valle Alegre logró en su familia la paz y el cariño, fingido tal vez, en cuanto les hizo saber que había prescindido completamente de Amparo, y les regaló los cincuenta mil pesos restantes del legado del conde del Sauz.

El doctor Ojeda, que había cooperado a todos estos arreglos y concluido satisfactoriamente los negocios de la condesa y sus amigos, dispuso hacer un viaje a París para estudiar las enfermedades nerviosas. El marqués aprovechó la oportunidad de un tan buen compañero y se marchó con él, decidido a dar la vuelta al mundo, a sacudir su fastidio y desembarazarse de sus pesares con las emociones y peligros de los viajes.

Don Pedro Martín, muy triste, muy viejo y acabado, y muy rico, renunció a la magistratura, cerró definitivamente su bufete, se negó a recibir a sus hermanas por más ruego y súplicas que le hicieron por escrito ellas y doña Dominga de Arratia, y no tenía más distracción que hacer cada mes un viaje al pueblo de Ameca en compañia de Lamparilla, pasar un día en una hacienda y dos o tres en otra, complacido con el sincero afecto que le tenían Cecilia, doña Pascuala y Moctezuma III, que con su alegría, ocurrencias, buen humor y sabrosa cocina, le hacían olvidar a ratos la letal tristeza que lo consumía.

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