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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO SEXAGÉSIMOTERCERO



COSAS DE OTRO TIEMPO

Comencé esta novela en las orillas del borrascoso mar Cantábrico, pensaba en las cosas de otro tiempo, en mi patria lejana, y llenaba cuartillas de papel con mis recuerdos, sin saber a cuántas páginas llegaria esta labor, que absorbia algunas horas diarias de mi vida aislada y la poblaba a veces de personajes fantásticos o reales que venian a acompañarme y a platicar conmigo cuando yo los evocaba, cualquiera que fuese el lugar en que se hallaran o el sepulcro en que estuviesen durmiendo el sueño final de los seres humanos.

No puse mi nombre al frente de la novela, entre otras cosas, porque no sabia si mi edad y mis pesares me permitirian acabarla ...

Dios ha permitido que yo siga todavia el penoso viaje de la vida, y la obra ha terminado en la costa de Normandia, delante de una playa desierta, de un mar como un espejo y en un hotel donde no había más viajero que yo. Allí, en la quietud y soledad de mi cuarto, he pensado también en las cosas de otro tiempo, completando más de dos mil páginas que habrán fatigado, más que a mi, al más sufrido y paciente de mis lectores.

En una de las épocas en que gobernó la República el general don Antonio López de Santa-Anna, se desarrolló el robo en la capital, en sus cercanías y en el camino de Veracruz de una manera tal, que llamó la atención de las autoridades.

Por medios también raros y casuales, se descubrió que un coronel Yáñez, ayudante del general Santa-Anna, presidente de la República, era el jefe de una asociación que tenia cogidas como en una red a la mayor parte de las familias de México. El aguador, la cocinera, el cochero, el portero, todos eran espias, cómplices y ladrones, y por más seguridades que se tomaran y los mejores papeles de conocimiento que se exigieran, nunca se llegaba a saber si se tenían sirvientes honrados o pertenecían a la banda de Yáñez.

A la captura del coronel Yáñez siguieron otras, y más de ciento cincuenta personas de diversas categorías fueron encerradas en la cárcel, y otras, como unos bilbaínos de gran rumbo y apariencia, lograron fugarse y volver a España.

Por último, el coronel Yáñez y tres o cuatro compañeros fueron condenados a muerte y ejecutados, y cosa de cincuenta, enviados a los presidios de Perote y San Juan de Ulúa.

Los autos de tan célebre causa los vi, y eran, no cuadernos, sino cuatro o cinco resmas de papel. Antes de que yo pudiera obtener permiso para registrarlos, habían desaparecido.

El personaje, pues, que figura en la novela, ha existido realmente; pero por más que he hecho para inventar lances, robos y asesinatos, me he quedado muy atrás de la verdad, y el extracto de la causa habría sido más interesante que cuantas novelas se pueden escribir.

Con este material escaso, con el título alarmante que me dio mi puen amigo don Juan de la Fuente Parres, y con algunos sucesos contemporáneos, formé la trama y he escrito esta novela, no de largo, sino de larguísimo aliento.

Cerraba yo mi carta para Barcelona remitiendo estas últimas cuartillas y muy contento de haber concluido, cuando entró el criado del hotel con un paquete de cartas, que me apresuré a abrir, y en una de ellas noté la palabra Bandidos, escrita con letras muy claras.

La curiosidad, por un lado, y la firma con que terminaba la carta de tres pliegos de letra menuda, me determinaron a leerla. Era de un viejo y querido amigo:

No sé qué razones de gran peso tuviste -me escribe mi amigo- para no poner tu nombre al frente de la novela y convertirte en un Ingenio de la corte. ¿No recuerdas que los ingenios de la corte en tiempos pasados se han llamado Calderón, Lope, Tirso, Moreto y Ruiz de Alarcón, y en los presentes, Pereda, Salgas, Cánovas, Núñez de Arce y otros muchos?

Tú has quedado el mismo, sin aprender nada y sin corregirte de tus defectos; pero vamos a lo esencial.

He recibido con exactitud las entregas de Los bandidos de Rio Frio, que ha publicado nuestro amigo Parres. Buen papel, letra moderna, que llaman elzeviriana, tinta un poco negra.

Entre los personajes que figuran en tu novela, los hay evidentemente fantásticos, como ese Evaristo, que a cada momento le daban golpes y pedradas en la cabeza, y que en el curso de su vida criminal no tuvo un lance ni medianamente interesante que diera idea del arrojo, de la destreza en manejar el caballo, de la mezcla de generosidad, barbarie y elegancia salvaje que caracterizaba, hace años, a los bandidos de nuestro país.

En cuanto a Relumbrón no me ha gustado nombre tan retumbante, pero así en efecto llamaba el ciego Dueñas al célebre coronel Yáñez, y has debido conformarte con la historia y la tradición.

En otros personajes, designados con nombres diversos, inventados al correr la pluma, he creído reconocer a individuos de carne y hueso que han existido, y a quienes hemos hablado y dado la mano, como por ejemplo, a Cecilia. Los dos hemos comido sabrosas frutas durante largas temporadas en el puesto de Cecilia en la Plaza del Volador.

La moreliana, que se llamaba doña María Josefa Quintero y Rubio, salió al fin de la casa de locas.

Fue don Cayetano Gómez, de Morelia, que era su banquero y apoderado, el que la sacó de la horrenda prisión cuando estaba a punto de perder de veras el juicio. El doctor alienista no quíso reconocer su error, y afirmó que él la había curado con cierto método usado en los hospitales de París.

La guapa Cecilia no cambió ni de maneras, ni de lenguaje, ni de honradez, pues ha sido fiel y buena mujer hasta lo último; pero Lamparilla no pudo darle (pues ya era tarde) ni las maneras, ni la instrucción, ni la dulzura de una señorita educada en los colegios de México y al lado de una familia fina y de modales cortesanos.

Tarde reflexionó Lamparilla en esto: mientras pasó la luna de miel en la soledad y las comodidades del rancho, no notó estos defectos, pero pasados dos años, se arrepintió como de sus pecados de haberse casado con una frutera; peor todavía, con una trajinera que había tenido amores con un bandido que había acabado en la horca.

El mal estado de los negocios de Cecilia y sus pesares domésticos afectaban mucho a doña Pascuala; pero más que todo esto, la postró enteramente la larga ausencia de Moctezuma III, que fue envíado con su regimiento a pacificar a los indios de las orillas del río Yaqui, y la prevaricación de Espiridión, que empezó a estudiar la religión protestante. El arzobispo lo removió del curato de Ameca, quizá injustamente, y concibió tal odio que no jallaba cómo desquitarse.

Pero lo que debes sentir más es lo relativo a don Pedro Martín de Olañeta. Se te conoce de a legua que has tenido sincero afecto, y con razón, a ese magistrado tan santo y tan honrado. Pues vas a ver. Después de sus malogrados amores, pues no cabe duda que estaba profundamente enamorado de esa Casilda (que se convirtió de zalamera vendedora de fruta en el portal, en una monjita ejemplar), la única distracción que tenía era hacer de cuando en cuando un viajecito a Ameca y vivir una corta temporada, ya en el cuarto, ya en el rancho de Cecilia, ya en la hacienda cercana donde residía doña Pascuala. La conducta de Lamparilla, la apostasía de Espiridión y la muerte repentina de aquella buena mujer, lo alejaron de Ameca y no volvió más. Desde entonces su tristeza era tan profunda y tan amarga, que no se mató porque era buen cristiano.

Con todo y los agravios que le hicieron Prudencia y Coleta, fue tan bueno don Pedro que las dejó de herederas. A Clara la desheredó.

Las horas en la Profesa por el alma de don Pedro Martín de Olañeta fueron solemnes, y asistieron los magistrados de la Suprema Corte, los jueces, el Colegio de Abogados todo entero y lo más granado de la sociedad de México.

El doctor Ojeda, que regresó de Europa con el marqués, contribuyó mucho a este desenlace inesperado y novelesco que la imaginación misma no preveía.

El doctor Ojeda, que es hoy un hombre muy rico, no cura más que a sus amigos o gentes conocidas, que le ruegan mucho y que le pagan con puñados de oro. Es un prodigio, especialmente para las enfermedades nerviosas, y se cuentan maravillas, pues aseguran que su ciencia llega hasta el grado de resucitar muertos. Si hubiera Inquisición ya estaría el doctor en el calabozo.

Y, ¿qué te parece que hizo Juan, el huérfano recogido del muladar por la buena vieja Nastasita? Ni lo creerás, pues estás acostumbrado a ver que los jóvenes de casas principales, y a los que ningún trabajo ha costado ganar el dinero, se embarcan para Europa a tirarlo, a ser víctimas de los escrocs de levita, que se fingen condes y marqueses, y a encenegarse en los vicios parisienses.

Juan hizo todo lo contrario. Con el permiso de sus padres se marchó a París con su esposa, con la encantadora Lucecilla. Él se dedicó al estudio y se vivía en la Escuela de Artes y Oficios y en la agricultura, y Lucecilla era media pensionista en un convento de monjas del Sagrado Corazón de Jesús.

A los tres años de esta vida, Lucecilla hablaba francés como una parisiense, tocaba el piano, pintaba paisajes, escribia correctamente el español y el francés, y tenía nociones de historia natural, y sobre todo, modales decentes y finos para brillar en la mejor sociedad. En cuanto a Juan, era ya un inteligente agricultor, capaz de dirigir cualquier finca de campo e introducir en ella las mejoras que los adelantos de las ciencias aconsejan.

Cuando Juan y Lucecilla regresaron a la hacienda acompañados de vacas bretonas y suizas, de carneros merinos de Meklemburgo y de España, de perros de razas finísimas, de burros blancos de Egipto, de becerros de Veraguas, en fin, de un Arca de Noé, don Remigio, a su punto de volverse loco de alegria, y la condesa y Robreño no cesaban de acariciar y de llenar de elogios a ese hermoso par resplandeciente y dichoso que parecía rodeado de una alegrísima y luminosa aureola.

La condesa y Robreño entregaron la dirección de la casa a Lucecilla y la de las haciendas a Juan, y resolvieron hacer un viaje a la capital, donde llegaron con un tren tanto o más lujoso que el que llevó el marqués de Valle Alegre cuando hizo el desgraciado viaje de novio.

Vendieron la funesta casa de la calle Don Juan Manuel y compraron otra en la Ribera de San Cosme, arreglaron sus negocios y regresaron a sus posesiones a vivir tranquilos y felices en compañía de sus hijos, teniendo sólo el pesar de no encontrar a Agustina, que había pasado a mejor vida, dejando de heredera a Mariana y encargándole que trasladase la milagrosa Virgen de las Angustias a la capilla de la hacienda.

Si en algo te sirven estas noticias para la conclusión de tu novela, aprovéchalas, y si no, resérvalas para cuando te dediques seriamente a escribir las Cosas de otro tiempo.

Aproveché, pues, la carta de mi viejo amigo, y con los extractos que acaban de leerse, envié las pruebas a la imprenta de Barcelona. Termino, a Dios gracias, la inacabable novela de Los bandidos de Río Frío ...

HOTEL DE RIN, DIEPPE.

JULIO DE 1891

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