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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO SEXAGÉSIMOPRIMERO



REOS DE MUERTE

La sentencia de muerte fue notificada a los reos con todas las solemnidades de estilo. Relumbrón quiso aparentar serenidad; pero no pudo, y cayó en una silla, preso de una espantosa convulsión de nervios. Después se operó una reacción momentánea, púsose en pie furioso, recorriendo a grandes pasos el calabozo y maldiciendo al platero y al día en que se había asociado con él; a poco vino la debilidad y volvió a sentarse, tapándose la cara con las manos, sollozando y gritando que le dejaran ver a su hija, que no quería morir sin ser perdonado por ella y por su esposa. En la noche fue presa de la fiebre y del delirio.

Evaristo quiso hacer la última ensayada. Así que acabó de oír la sentencia, se echó a reir a carcajadas, saltó, bailó y dijo mil disparates absurdos, fingiéndose loco, pero no lo creyeron.

El tuerto Cirilo, Hilario y los valentones oyeron la lectura con la más completa indiferencia, y sin fingirse valientes, siguieron muy naturalmente fumando sus cigarros.

Todos los reos fueron puestos en capilla. En el tiempo a que se refieren estos acontecimientos, el día que había ahorcado era festividad nacional, y al menos en ciertos barrios de la ciudad inmediatos al lugar donde solían hacerse las ejecuciones, el o los sentenciados a muerte eran los tres días de capilla objeto de la más tierna solicitud de parte de algunas gentes que consideraban esto como una obra meritoria y piadosa. Había en la Santa Veracruz una cofradía llamada del Señor del Petate, que durante este tiempo no abandonaba al delincuente, y lo conducla con toda pompa y solemnidad hasta el lugar del suplicio.

El último dla, doña Severa, enlutada y cubierta con un espeso velo, pidió permiso, que le fue concedido, para despedirse de su marido. Apenas la vio Relumbrón cuando quiso echarse a sus brazos, gimiendo y pidiéndole perdón.

- No, no vengo a eso. Dios es bastante misericordioso -le dijo con un acento amargo y decisivo-, y si te arrepientes de corazón de los horrorosos crlmenes que has cometido, acaso te perdonará; pero yo, no. Has condenado a la vergüenza y a los más horrorosos martirios a Amparo por el resto de su vida. Si la hubieras matado con un puñal, y valía más, entonces te perdonaría.

Relumbrón quiso acercarse y abrazar a doña Severa.

- ¡Aparta, malvado! -le interrumpió rechazándolo con la mano-. No me manches con la sangre y el cieno de que estás cubierto. Vengo, sin embargo, a hacerte el último servicio. Si no quieres ser objeto de la curiosidad, del odio y de la burla del pueblo en el tránsito que vas a hacer desde aquí a la horca, ten valor, y haz, cuando yo salga, lo que el verdugo hará dentro de una hora. Toma.

Doña Severa sacó una navaja de barba que tenia oculta, se la entregó a su marido, se echó el espeso velo al rostro y salió de la prisión.

A poco se escuchó un grito doloroso; entraron las diversas personas que había encargadas por la justicia de visitar a los reos, y encontraron a Relumbrón tendido en la cama y bañado en su sangre, y una navaja de barba tirada en el suelo. Acudió inmediatamente el médico de cárceles, reconoció al preso y le hizo la primera curación. Era una herida leve. Relumbrón no había tenido valor para cortarse la arteria. Se consultó al gobierno si debía suspenderse la ejecución, y la respuesta inmediata fue que, muerto o vivo, se llevara al reo a la horca.

Evaristo se detenía, se resistía, era necesario empujarlo, y dos soldados iban pegados a él, pues temían que intentara escapar.

El tuerto Cirilo y los demás caminaban por su pie, muy serenos, mirando a todas partes y sin hacer caso de los rezos ni de las amonestaciones de los padres.

La tropa tenia que despejar el terreno y formar valla, las calles y balcones, llenos de curiosos, y así, lentamente, iba caminando esta extraña procesión, que se parecía algo a un auto de fe, hasta que llegó a la plaza de Mixcalco, tan llena de gente que se podía andar por las cabezas. Allí un cuadro de tropa estaba formado, y en el centro las máquinas destinadas a la ejecución, que eran bien sencillas: una viga, un banquillo y un anillo de fierro.

Quince minutos después los criminales habían dejado de existir, y permanecieron hasta la noche sentados en sus banquillos con el pescuezo tronchado por la mascada, las cabezas inclinadas y las lenguas negras de fuera.

La moreliana había tenido muy buenas cosechas en sus ranchos, estaba muy ocupada en vigilar y dirigir las diversas reparaciones que se hacían en las trojes y en las casas, y además contenta se hallaba en su tierra; pero necesitaba hacer varias compras y resolvió el viaje a México, en donde hacía meses que no ponía los pies.

Llamó mucho la atención de la moreliana el aparato de la tropa con sus uniformes de gala, los trinitarios con sus largas túnicas de color de sangre el Santo Cristo debajo de un palio de petates y los muchos señores con frac negro y sus escapularios al cuello mezclados con frailes mercedarios, franciscanos, dominicos y agustinos, y todo este cuadro animado y moviente se desprendía y ocultaba por intervalos entre una multitud compacta que se atropellaba y se empujaba por lograr un puesto de preferencia para ver de cerca a los ahorcados.

- ¡Pobres hombres! -dijo la moreliana a sus amigas con su sencillez campesina-. No sé para qué los llevan a morir con tanto bullicio acompañamiento, como si se tratara de la procesión de una virgen; valía más que de noche o en la madrugada los ajusticiaran sin que nadie los viese, y así sufrirían menos.

- Es para escarmiento -le respondió una de sus amigas-. Mirando esto, los ladrones ya se guardarán de robar más.

- ¡Quiá! -dijo otro-. Aquí mismo y al pie de la horca, si los soldados los dejan arrimar, habrá muchos que se aprovechen de la bola para sacar mascadas y relojes; pero ya vienen, pongamos cuidado.

Así, cuando se fijó en uno de los reos, que caminaba ya casi moribundo y con la venda en el cuello manchada con la sangre que aún brotaba a gotas de su herida, y reconoció y no le cupo duda de que era Relumbrón, es decir, su hijo, su estupefacción y asombro fue tal, que quedó privada de la palabra, y sus ojos seguían esa visión terrible y repentina hasta que desapareció entre las cabezas hirsutas y negras de la plebe que se agrupaba y se revolvía cada vez más.

La moreliana no quería ni podía decir nada a las amigas que tenía a su lado, les apretaba fuertemente los brazos y las miraba alternativamente con el semblante pálido y desencajado. Las señoras creyeron que le iba a dar un accidente y trataron de retirarla a la pieza. En ese mismo momento crujió la madera apolillada, el barandal se desprendió y las tres personas se hundieron, dando en el suelo, que era de tierra y no de losas. Por fortuna el balcón no estaba alto y no hubo muerte inmediata.

A la moreliana la habían declarado loca en el hospital y remitido a la calle de la Canoa, porque en sus profundas cavilaciones durante su enfermedad, hablaba a solas, consultándose sus dudas, preguntándose lo que seria bueno hacer cuando sanara y trazando para su futura vida diversos planes, entre ellos el de no volver más a México y cortar toda especie de relaciones con el platero. Pronunciaba con este motivo palabras incoherentes, ya en voz baja, ya en voz alta, hacia mil gestos y contorsiones, según los muchos pensamientos tristes que pasaban por su cabeza, y casi no dormía, pasando las noches sentada en su cama y queriendo, por el cansancio, bajarse de ella e intentar un paseo por la sala, pues se sentía aliviada de su pie. Las enfermeras daban cuenta diariamente a la hora de la visita, aumentando las cosas y manifestando temores de que una noche se enfureciese y hubiese un escándalo.

El célebre alienista decía, platicando con sus amigos:

- Tengo un caso muy curioso que ha dado en la manía de las riquezas. Desde que entró, y con sólo hablarle dos palabras y tentarle la protuberancia de la adquisividad, adiviné su enfermedad. En el fondo es una buena mujer de Querétaro, muy pobre y sin alma que vea por ella, que se ha soñado rica y dice que tiene haciendas y casas y jardines, y en la hora de la visita me llama aparte y me dice al oído: Soy capaz de dar a usted hasta cien mil pesos, y le firmaré un papel como usted quiera; pero me ha de sacar de aquí y me ha de llevar a mi tierra. Está usted ganando un miserable sueldo y yo ,lo haré rico y lo quitaré de estar todos los días viendo lástimas con estas mujeres que, dicen bien, que las tienen encerradas por fuerza como a mí. Tiene semanas en que llora día y noche y no quiere responder a ninguna pregunta, y es necesario darle caldo o leche por fuerza para que no se muera de hambre, pues rechaza toda clase de alimentos. Después pasa el acceso, vuelve la calma y me renueva sus proposiciones a cual más tentadoras. Estoy por hacer una calaverada, y fugarme el día menos pensado con mi loca, volverme rico, comprar una hacienda y abandonar la carrera, pues de veras se ven lástimas con estas pobres mujeres. En eso dice muy bien la loca.

¿La moreliana salió de la casa de la Canoa o se quedó allí hasta su muerte? ¿El doctor, reconociendo que había algo de verdad o queriendo hacer una experiencia científica se animó a fugarse con ella y llegó a ser un rico hacendado?

Créese que esto último es más probable, pero no se ha podido averiguar nada todavia.

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