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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO



LA PROVIDENCIA

Al acontecimiento de San Pedro se le echó tierra; San Ciprián fue absuelto en el Consejo de Guerra, y se publicó un folleto vindicando su conducta, refiriendo los sucesos a poco más o menos como pasaron, pero descargando toda su furia contra el licenciado Bedolla, que ya no podía vindicarse. Los dos muchachos calaveras murieron en el hospital a resultas de sus heridas que eran numerosas.

El atrevido golpe de Relumbrón no hizo ni poco ni mucho ruido. Parece que en ciertos periodos, más o menos cortos, se suspende la acción benéfica y reguladora de la Providencia, y permite a los malvados cometer con la más completa impunidad los más horrendos crímenes. La casa del conde del Sauz siguió, como de costumbre, silenciosa, sombría y cerrada como si nada hubiese pasado.

El único testigo que hubiese podido un día u otro comprometerlos era Valeriano, y ése había desaparecido.

De día ya, Evaristo se dirigió al llamado mesón de San Justo donde tenía sus caballos, y de allí regresó al monte, y Relumbrón, envuelto en su capa, entró a su casa al tiempo mismo que su mujer y su hija salían, como lo tenían de costumbre, a oír su misa a la iglesia cercana.

Relumbrón se estremeció, pero pudo disimular y tenía preparada de antemano su respuesta pronta para los casos que se ofrecieran.

- ¡Desvelado toda la noche en Palacio! -les dijo-. Me tocó la guardia, y cuando el presidente comienza a referir la historia de sus campañas desde que fue cadete, no hay medio de cortarle la palabra, ni mucho menos yo, que tengo que obedecerle.

Doña Severa creyó o no lo que decía su marido; pero estaba decidida a no hacer indagaciones ni mortificar con preguntas y nada le contestó.

- ¡Bah! -dijo Relumbrón metiéndose en las sábanas-. ¡Qué tonterías se le meten a uno a veces en la cabeza! Pensemos en el negocio de Carrascosa ... -y pensando en él, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.

La fatiga y el cansancio pudieron más que sus negros remordimientos.

El negocio de Carrascosa era robarlo como había robado las cajas del conde del Sauz. Era un negocio quizá más productivo, pero no se atrevía, no podía hacerlo personalmente.

Desde la aventura tragicómica del cementerio, Pepe Carrascosa había cambiado de carácter y de modo de vivir.

Abandonó el infecto tugurio donde voluntariamente se había martirizado tantos años, y trató de buscar una buena casa, pues las de su propiedad estaban ocupadas. Recorriendo las calles más céntricas, fue a dar a la de León. La casa, cuyos papeles en los balcones anunciaban que estaba vacía, era sola, con seis piezas y cocina, muy aseada y hasta lujosa. Por todos aspectos le convenía. Era propiedad de Relumbrón, que la había adquirido en uno de tantos cambios y tratos que hacía con amigos y jugadores, y que por aquel momento no tenía aún la idea de organizar sus lucrativos negocios como lo hizo después. El arreglo entre propietario e inquilino no fue difícil.

Pepe Carrascosa y Relumbrón desde antes eran amigos.

Pasó el tiempo y ya en la época del pleno desarrollo de su tenebrosa trama, una de sus víctimas señaladas era Carrascosa.

Así estaban las cosas después del asalto a la casa del conde del Sauz, y todo preparado. La ejecución era lo difIcil. Relumbrón acallaba sus remordimientos formando el plan para otro crimen y pasando las noches en casa de Luisa, cenando y bailando con amigos y conocidas.

El coronel era audaz, pero no valiente; vivo, pero no de talento; descreído y supersticioso, con un alma un poco sucia, un amor propio desmedido, un corazón indiferente y el órgano del robo muy desarrollado en su cráneo. Con estos elementos, sus concepciones nada tenía n de ingenioso ni de extraordinario, y si había llegado a tender una red a la sociedad de México y a formar una vasta asociación de ladrones y asesinos, no era debido a sus combinaciones, sino a la casualidad, a la fortuna y a los agentes de que se había rodeado.

Doña Viviana y el platero por un lado, y el tuerto Cirilo y Evaristo por el otro, eran los que habían trabajado sin descanso y organizado de una manera admirable el servicio, de modo que no se erraba golpe ninguno, y en la ciudad y en los pueblos del Valle, y en los caminos hasta Guanajuato y hasta Veracruz se cometían diariamente robos que no llegaban a conocimiento de Relumbrón ni de la policía, sino después de muchos días y cuando todas las pesquisas e indagaciones eran inútiles.

Un libro podríamos llenar con anécdotas más o menos extrañas o terribles, pero nos tenemos que reducir a los lances en que tomaba parte muy directa Relumbrón.

El negocio de Carrascosa, como él le llamaba, lo quería hacer solo; pero por más vueltas que le daba no le era posible, o mejor dicho, no se atrevía.

Concibió un término medio un poco absurdo, pero se fijó en él.

Las más veces Lamparilla lo acompañaba a la hacienda. En esta vez se marchó solo, no se detuvo en Río Frío a almorzar y a pasar una especie de revista a los muchachos de Evaristo, sino que siguió hasta Puebla; allí pidió caballos y llegó al anochecer, encontrando a Juan solo en ella, que era lo que quería.

Ni le sorprendió ni extrañó su visita; le recibió con respeto, ordenó a los criados que pusiesen la mesa para la cena y lo siguió a la sala.

- ¿Estás contento a mi servicio? -le preguntó Relumbrón-. ¡Creo que eres un muchacho fiel y que tienes gratitud, porque al fin ...!

- Y mucha, señor coronel, mucha.

- ¿Es decir que estarías dispuesto a hacer sin replicar lo que yo te mandaré?

- A todo, señor coronel.

- Bien, eso basta. Se trata de arriesgar algo ... no materialmente tu vida, pero es para hacer una buena acción. Tengo un amigo a quien quiero como si fuese un hermano; este amigo va a ser robado y asesinado. Por una circunstancia que no te puedo explicar, hoy tengo el secreto y quiero salvar a este amigo al menos de la muerte. Vive en una casa de mi propiedad. Tengo, como siempre que se ponen chapas nuevas y francesas, dobles llaves de toda la casa y conocimiento con los criados. Tú entrarás a ciertas horas de la noche, te conducirán a una pieza donde permanecerás oculto para observar lo que pase. Los ladrones, o mejor dicho el ladrón, porque será uno solo, entrará después. Déjalo que robe las alhajas y que abra los cajones, que amarre a mi amigo, que le impida que grite, pero si ves que lo trata de matar, sálvalo, aun a costa de tu vida si es necesario. Si el ladrón como es posible, se resiste, lucha con él, y ten presente que es hombre fuerte y atrevido, pero antes preséntale esta ficha, y en cuanto la vea te obedecerá y nada te hará. Si ha robado ya algo, pldeselo, y te lo entregará. Lo guardas y me lo traes, diciendo a la persona que habita la casa que el que le ha salvado la vida le devolverá sus prendas, y que guarde silencio, porque le va la vida de por medio. Mañana marcharemos a México, y allí te daré instrucciones precisas para el buen resultado de esta cosa tan delicada que tenemos entre manos. Por ahora vamos a cenar y no hablemos más de esto. Toma.

Entregó al muchacho una medalla de metal grande que era una cuartilla (acuñada por el platero), que tenía dos letras: C. L. (Compañía de Ladrones). Éste era el talismán que servía para reconocerse como pertenecientes a la gran asociación.

La criada entró a decir que la cena estaba en la mesa, pasaron al comedor, cenaron con apetito y hablaron de las cosas de la hacienda, que en todos sentidos estaban cada día mejor.

¿Dormir Juan? Imposible.

La curiosidad y el arranque de la juventud, pudo en él más que nada.

Y con este ánimo mandó ensillar los caballos, y amo y dependiente llegaron a San Martín al tiempo que pasaba la diligencia para México.

Apenas frotó suavemente Juan, cuando la puerta se abrió y una mano suave se apoderó de la suya, volvió a cerrar sin haber hecho el menor ruido y lo condujo a las tinieblas de una escalera. Con el mismo silencio atravesaron unas piezas aún más oscuras, hasta que se detuvieron en un gabinete.

- Aquí, aquí -le dijo al oído una voz, y al mismo tiempo sintió que dos labios gruesos se habían pegado un instante en su oído.

Se escuchó un ligerísimo ruido de pasos como de un gato que haya olido al ratón, y a poco se fue dibujando en la pieza contigua la silueta de un hombre.

- ¡Quieto, es él! -dijo la muchacha a Juan.

- ¿Quién es él?

- El tuerto Cirilo.

Y el tuerto Cirilo, con un farolillo en la mano, pasó por la puerta del gabinete negro, donde estaban arrebujados uno contra el otro Juan y la doncella.

Era un hombre cuadrado, con un pantalón y una chaqueta de pana rayada color de gato de carboneria. Juan pudo notar una cara ancha llena de costuras y verdugones, un ojo vacio, sangriento y rasgado, la boca entreabierta, enseñando una fila de dientes como de bulldog. Fue una visión instantánea de aparición diabólica que entró en la oscuridad, pues el tuerto Cirilo dio otra dirección a su farolito y se sumergió en la sombra.

Juan, involuntariamente, se arrimó más contra la muchacha.

- No, no te hará nada ... Pero no importa, ¿traes armas?

- Si -contestó Juan.

- ¿Y la medalla?

- También.

- Bueno, entonces ven ... muy quedito ... ni resuelles. Yo te diré lo que tienes que hacer. Doña Viviana me ha dado bien la lección.

Y Juan y la doncella se pusieron a seguir a pasos de gato al tuerto Cirilo. Éste entró en una pieza que era un museo.

Fue directamente a un ropero tosco de cedro, un poco mugriento en las puertas a fuerza de tanto uso, aplicó la llave, lo abrió, puso el farolillo en una de las tablas y comenzó a llenarse las bolsas profundas de sus pantalones y de su chaqueta de diversos objetos, que escogia porque no podía caberle ni la cuarta parte de lo que contenía aquel armario mágico. De los cajones sacó sin duda diamantes y piedras preciosas, pero no parecía satisfecho, y buscaba alguna cosa que no podía encontrar.

La doncella tomó a Juan de la mano, lo condujo a la recámara de Carrascosa, y lo instaló detrás del pabellón de la cama, mientras que el tuerto Cirilo acababa de cerrar los estantes.

- Aquí -le dijo- te estás viendo lo que pasa. Si el tuerto Cirilo intenta matar al amo, se lo impides; si se resiste, lo matas, nada se perderá, no lo puede ver mi alma. El amo mismo te salvará y el que nos manda a todos, que puede más que nadie, te lo agradecerá.

A los pocos instantes se presentó el tuerto Cirilo, con su farolillo en la mano, alumbró la recámara, se acercó al lecho de Carrascosa, puso su farol en la mesa de noche, le cogió con la mano derecha el cuello y sin sacar el puñal le dijo:

- ¿Dónde está el relicario?

Carrascosa se sintió presa de una horrorosa pesadilla; pudo removerse y llevar la mano a su cuello para quitarse lo que le oprimia.

- ¿El relicario? -dijo Carrascosa-. No lo tengo, no lo tengo.

El tuerto Cirilo tenía orden expresa de doña Viviana de buscar entre las alhajas un relicario con cera de agnus, o de exigirlo a Carrascosa amenazándolo con la muerte si no lo entregaba.

- ¡El relicario o te mato!

- El relicario no lo tengo -gritó Carrascosa.

Furioso el tuerto Cirilo de la respuesta de Carrascosa sacó el puñal y le dijo:

- Lo tienes debajo de la camisa, y te lo he de sacar con la vida -y a este mismo tiempo le agarró con una mano la camisa y con la otra le asestó una puñalada, pero el puñal no llegó a herirlo, porque Juan le dio al tuerto Cirilo tan soberbio revés en la sien, que trastabillando fue a rodar a dos varas de la cama.

Carrascosa se sentó en su cama, se restregó los ojos; estaba atónito, no sabía lo que pasaba.

La doncella entró al mismo tiempo con una vela encendida en la mano.

Juan, sin perder tiempo, recogió el puñal del tuerto Cirilo, que había rodado por el suelo, se acercó a él y le puso el pie en el pescuezo para que no pudiera levantarse, pero no había necesidad, el tuerto Cirilo, aunque no le salía sangre por ninguna parte, había perdido el sentido.

- ¡La Providencia, la Providencia y nada más! -exclamó Carrascosa sentándose en su cama, sacando el relicario de donde lo había escondido y besándolo con emoción-. Yo sabía bien que este relicario me salvaría la vida. Habría dado toda mi fortuna por él.

Y Pepe Carrascosa, diciendo esto de una pieza, no cesaba de besar el relicario.

Cuando pudo hablar Luz, le dijo:

- Bien despierto está usted, señor, y dice bien que Dios lo ha salvado. Este muchacho es mi novio, me vino a ver y estuvo a tiempo en que este ladrón, que sin duda se quedó oculto en la caballeriza, lo iba a asesinar; pero él le contará a usted lo demás Y lo que importa por ahora es que este hombre que está tirando se marche de aquí.

- ¡Si está muerto! -dijo Carrascosa.

- ¡Qué muerto! Si estos brutos nunca mueren, ya verá usted ... -y corrió a las piezas interiores, volviendo a los dos minutos con un pomo de álcali que pegó a las narices del tuerto Cirilo, el cual hizo un gesto, arrojó un ronquido como de marrano y se alivió sobre el codo.

- Ahora te largas en el acto -le dijo al oído la visvirinda Luz-, si no quieres que el amo llame al guardia y te lleven a la cárcel. ¡Bruto! -añadió Luz-, nunca sabes hacer bien las cosas, has venido borracho, bien me lo advirtió doña Viviana.

- Ya me la pagarás -le contestó el tuerto Cirilo.

- Después de lo que ha pasado tendrás que hablar con el amo -dijo Luz a Juan-. Todo está cerrado y seguro, y ese bruto se ha marchado. Tú lo explicarás todo.

- Bien quisiera explicar a usted lo que pasa -dijo Juan a Carrascosa que no volvia de su asombro-, pero me es imposible. Una persona a cuyo servicio estoy, y me ha prohibido expresamente revelar su nombre, me envió a que salvase a usted si era amenazado de muerte, y desde luego debe ser muy buen amigo. Supo que debían asaltar a usted esta noche los ladrones, y matarlo si se resistra a entregar las llaves de los cofres y roperos, o si trataba de defenderse o daba gritos. He cumplido con mi misión con toda felicidad, y no me pregunte usted más, ni acerca de esto, ni acerca de la muchacha, porque nada podré responder, y parte de estas cosas son también para mi un misterio. Como usted, he creído y creo en la Providencia divina y me he entregado enteramente a su voluntad, dejando que ella me conduzca en el camino de la vida, y ella me ha conducido a encontrar al que salvé una vez de ser enterrado vivo y he salvado ahora del puñal de un asesino.

Carrascosa apenas oyó esto, cuando saltó de la cama y se colgó al cuello de Juan.

- ¡Tú, tú eres ese muchacho que he buscado años y años sin poderlo encontrar! Sábelo; tú eres mi heredero, mi hijo, mi familia, mi todo en el mundo, porque soy solo y no cuento sino como enemigos a los desnaturalizados parientes que me quisieron enterrar vivo ... Todo se lo debo a este relicario, tocado en el Santo SepUlcro de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, y que compré en la testamentaria del señor obispo Madrid.

- ¿Del señor obispo Madrid? -interrumpió Juan.

- Si, miralo, miralo.

Carrascosa buscó el relicario en la cama para presentárselo a Juan, y como al esconderlo y al manejarlo con entusiasmo había impensadamente oprimido el débil resorte que detenía las tapas, el relicario se desbarató y cayó un pequeño papel cuidadosamente plegado que tenia dentro. Carrascosa se apresuró a ajustar las dos tapas del relicario.

- ¡Ignoraba que tuviese este papel, nunca había querido abrir el relicario porque no fuese a romperse la cera del agnus -y lo desdobló, y acercándose a la vela leyó:

Está bautizado, deberá llamársele Juan Robreño. Su padre es caballero militar. Su madre de la primera nobleza de México. Dios lo ayude en su vida.

- ¡La Providencia, la Providencia! -exclamó Juan a su vez-. Ese relicario es mío, yo lo he llevado en el cuello, y fue entregado al señor obispo por la caritativa mujer que me recogió y me sirvió de madre.

Luz entró de puntillas, pero Juan le hizo señal de que se fuese.

- Cuenta, cuenta si puedes toda tu historia, pues lo que me está pasando es tan maravilloso que si se escribe nadie lo creerá, y parecería invención de un poeta romántico.

Sentáronse, dejando para después el registrar los armarios y cerciorarse lo que se había embolsado el tuerto Cirilio, y Juan contó a Pepe Carrascosa, a poco más o menos, toda su vida, callando aquello que convenía para no descubrir ni aun de lejos a Relumbrón.

- Bien, bien. ¡Bendito sea Dios que todo lo dispone y todo lo ordena según su voluntad! No hay que decir ni una palabra del robo. Lo que se ha llevado ese asesino no es gran cosa, y aunque fuera. Venme a ver frecuentemente; ésta es tu casa, todo lo que hay en ella es tuyo.

Luz estaba en la puerta de la calle esperando a Juan.

- Me voy contigo -le dijo.

- Pero ...

- Quieras o no; me confrontas, y es bastante. El tuerto, antes de ocho días, ha prometido asesinarme y lo cumplirá.

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