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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOPRIMERO



LAS LIBRANZAS DE RELUMBRÓN

Relumbron quedó muy disgustado de la tentativa contra Pepe Carrascosa. Se había propuesto hacerse de algunos diamantes y perlas de alto precio, y sobre todo, del relicario. Dona Severa y Amparo, que no eran más que bondad y cariño para él, habían entrado en una frialdad tan grande que no hablaban dos palabras en la mesa, y a cuantas cuestiones promovía de intento, no contestaban más que con monosilabos.

El tuerto Cirilo, con una insolencia que ya pasaba de la raya, se quejó con doña Viviana, y dijo que esa puerca que se había colocado de recamarera con Carrascosa lo había vendido y metido en la casa a su compinche, y que la Luz y el querido antes de una semana serían asesinados.

La Lucecilla, por más que hizo Juan, no pudo quitársela de encima ni tuvo valor para dejar en medio de la calle a una muchacha tan seductora que, por una singularidad, se había enamorado de él con sólo recorrer con sus dedos redondos las facciones de su cara. Fuese Juan con ella a la hacienda, llevándola en ancas de su caballo, sin pretender ni de chanza hablar antes con Relumbrón. Demasiado avisado era para no haber comprendido que lo que su patrón quería era que hubiese, sin matar a Carrascosa, robádole cuanto tenía, y atando cabitos y no pudiéndose explicar las entradas y salidas de la gente de don Pedro Catana y mil otras cosas, se persuadió antes que ninguno de que el que tenia por amo no era más que el jefe de una formidable banda de ladrones.

No tardaron muchos días sin que se presentara Relumbrón en Arroyo Prieto en busca de don Pedro Catana, que estaba ausente; pero como siempre dejaba a algunos de sus muchachos que sabían dónde podían hallarlo, montaron a caballo y prometieron volver con él antes de veinticuatro horas. En ese intervalo, naturalmente, Juan y su patrón tuvieron necesidad de hablar y hablaron de todo, menos de lo acontecido en casa de Pepe Carrascosa, lo que agradó mucho a Juan y lo sacó de un verdadero compromiso. Cataño, que se vivía en el Molino de Flores, llegó antes de las veinticuatro horas con seis de sus muchachos.

Luego que concluyeron de cenar, entablaron la conversación.

- Nada de consideraciones ni de clemencia con esa canalla especialmente con los Bermejillos y los Garcías. Esta expedición debe ser a fuego y sangre. Si fuera posible que no quedara piedra sobre piedra de San Vicente y Chiconcuac, seria el día más feliz de mi vida. Usted, compañero, que, como yo, detesta a los gachupines, tiene la ocasión de vengarse.

Cataño, que había permanecido sin hacer ninguna pregunta ni manifestar interés en los asuntos de Relumbrón, le contestó fríamente:

- Las ocasiones de vengarme no me han faltado; pero yo no soy instrumento de venganzas ajenas; así, no cuente conmigo ni con los míos para esa expedición.

- Pero ¿cómo es posible? -le interrumpió Relumbrón sorprendido-. ¿Rehúsa usted obedecerme?

Relumbrón se exaltó, quiso echarla de valiente, dio golpes con la mano en la mesa.

- Por ahora acuéstese y descanse, compañero, que mañana nos daremos de balazos usted y yo: Juan será testigo.

Se le bajaron los humos a Relumbrón, como si le hubiesen echado un cántaro de agua fria.

Cataño volvió al comedor a continuar con su puro y su café y llamó a Juan para platicar.

Juan y Cataño habían hecho muy buenas migas.

- ¿Has oido, Juan? -dijo Cataño arrojando una bocanada de humo y acomodándose en tres sillas, al estilo americano.

- Está tan cerca el escritorio del comedor -le contestó Juan- que no he perdido una palabra.

- Entonces ya sabes que mañana tengo que matar a ese hombre. Tú serás el único testigo. Te quedarás aquí para dar parte a la justicia y enterrar el cadáver o mandárselo a su familia a México, y de veras lo siento por su hija. Todo el mundo dice que es de lo mejor que hay en la capital.

- ¡Qué suerte la mia! Apenas encuentro una posición tranquila cuando vienen sucesos raros e imprevistos, como este desafío, a sacarme violentamente de ella y a ponerme en peligro. Coronel, usted se larga con sus muchachos, y yo nunca podré probar que no he sido el asesino de mi patrón. Pero no hablemos más, seré testigo único del duelo y los caballos de usted y sus muchachos estarán listos.

- ¿Sabes que eres un valiente, Juan, y que me interesas? Vas a quedar, en efecto, en una situación crítica, y si quieres y puedes, cuéntame cómo has venido a dar aquí, y si eres cómplice de Relumbrón, porque eso no confronta bien con la confianza en los designios de la Providencia, que no puede favorecerte a ti, instrumento de un gran ladrón como es nuestro coronel. Si tú tienes secretos, como yo tengo los míos, y no quieres revelar, guárdatelos; pero si algo te conviene referirme para que pueda ayudarte, háblame. Soy tu buen amigo.

- Ningún secreto hay, ningún empacho tengo en contarle, coronel, lo que me ha pasado en la vida; pero antes quiero que me diga si ha conocido usted o conoce a un don Juan Robreño -dijo Juan con mucha naturalidad.

Al oír este nombre, Cataño se levantó de la silla como si lo hubiese despedido un resorte, y el puro se le cayó de la mano pero se repuso inmediatamente y volvió a sentarse con aparente tranquilidad ...

- Robreño es un apellido común -le contestó-, lo mismo que el nombre de Juan. Hay una familia de Robreño en Aguascalientes, otra por el interior; pero yo personalmente no he conocido a ninguno.

- Pues es lástima -dijo Juan, que no se apercibió de la sorpresa de Cataño, porque en ese momento, oyendo ruido, volvía la cara hacia la recámara de Relumbrón.

- Lástima, ¿y por qué? -le preguntó Cataño.

- Porque aunque ya he adelantado mucho encontrando de la manera más extraña un protector y amigo, nada me llenará el corazón hasta que yo sepa quiénes son mis padres y quién soy yo.

Cataño, que no se había fijado en las facciones de Juan, en su estatura derecha y fuerte, en sus ojos grandes y expresivos, desde que oyó en boca del muchacho el apellido de Robreño, encontró que se parecía y que tenía tanto de él como de la condesa; pero se hizo el ánimo de disimular y de no consentir en una dicha inesperada hasta no tener una prueba que podría hallarse en lo que Juan le refiriese.

Juan se levantó y fue a la cocina; volvió con la cafetera llena de café ardiente, encendió su puro y contó a don Pedro toda su historia, que comienza en los primeros capítulos de estos libros y que el lector sabe ya perfectamente. Y terminó leyendo el misterioso papelito encontrado en el relicario que compró Pepe Carrascosa en la testamentaria del obispo de Madrid.

Pedro Cataño se atusó el negro bigote y, con un tono de autoridad le dijo a Juan:

- Mañana dejamos a este ladron muerto en medio del campo y nos marchamos. Ya amaneció, ve a disponer todas tus cosas, manda a ensillar tus caballos y los míos y esperemos ya preparados a que se levante el enemigo para acabar con él.

El enemigo no tardó en aparecer, su sueño no fue muy tranquilo y antes de la hora de costumbre ya estaba en el comedor.

- Seguramente no ha dormido usted, compañero -le dijo a Cataño tendiéndole la mano, que fue aceptada de mala gana.

- No tenia sueño -le contestó Cataño- y quise estar dispuesto para la hora en que usted se levantase y que acabemos.

- Lo de anoche fue un acaloramiento. Pensé mucho y convengo en que tiene usted mucha razón. Espero, compañero, que recibirá usted mis excusas y que continuaremos como siempre. No hay que hablar más y venga esa mano.

Don Pedro se la tendió con los dedos tiesos.

- Bien, muy bien -dijo Relumbrón, muy alegre-. Es usted un completo caballero. Ahora espero que no me negará el favor de quedarse en la hacienda con algunos de sus muchachos hasta que regrese yo dentro de una semana. Quiero que me acompañe usted al molino.

Cataño que estaba absolutamente preocupado con la historia de Juan, aceptó el desenlace con gusto, pues ningún empeño tenía en matar a Relumbrón, y reflexionó que para marcharse con Juan a donde se le diese la gana, cualquier día era bueno.

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