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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMONOVENO



EN LA CALLE DE DON JUAN MANUEL

Fue Serapio, uno de los tres muchachos que, estando bien hallados en la hacienda de Arroyo Prieto, quisieron, como hemos dicho, buscar nuevas aventuras, quien contó a Relumbrón y a Lamparilla, que se hallaban justamente de paseo en lá finca, el inesperado desenlace del segundo pronunciamiento de Valentin Cruz y el fin trágico de este caudillo y de su secretario, el licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel.

Serapio fue el primero que descargó su pistola a quemarropa sobre San Ciprián y el primero también que corrió a uña de caballo, escapando milagrosamente de la primera descarga.

Pasado el susto y temiendo Serapio ser perseguido, determinó volver a la hacienda, donde por lo menos tenía casa y pan seguro. Cuando acabó Serapio su relación (pues por el correo nada se había sabido hasta entonces), se retiró a descansar, y Lamparilla y Relumbrón quedaron solos.

- Me lo temía -dijo Lamparilla-. ¡Pobre Bedolla! ¡Qué pronto dio fin a su empresa! Pero yo me lavo las manos; se lo dije y se lo repetí al despedirme; nunca aprobé su plan. Mi conciencia está tranquila.

- Más lo está la mia -le contestó Relumbrón-. Le confié una misión delicada creyéndolo un hombre de mundo y de experiencia, y no un niño ni un imbécil, que fue a meterse en la boca del lobo. Lo esencial es que Valentín Cruz, que era el coco de Jalisco, desapareció de la escena, lo que de todas maneras es una ganancia.

Sucesivamente fueron llegando a México cartas de Guadalajara en que, bajo reserva, contaban el suceso de mil maneras distintas. Los enemigos de San Ciprián aseguraban que el licenciado Bedolla tenía una muchacha muy guapa a quien protegía, y que aquél supuso un motín (que no había sido más que un dia de camPo que duró hasta el anochecer) para asesinarlo cobardemente y quedarse con la muchacha, saciando su rabia aun después de muerto el pobre licenciado, disparándole muchos balazos, pues su cuerpo parecía un arnero.

Para concluir con la fugaz y desgraciada carrera política del licenciado, que con tan buenos auspicios comenzó a brillar en la capital, diremos, refiriéndonos siempre a los rancheros de tierra adentro, que Dios castiga sin palo ni cuarta, y que no hay más que fijarse en los sucesos humanos y seguir la carrera tortuosa de las gentes, para convencerse de que, un día u otro, las malas acciones reciben un castigo. Bedolla, que hizo derramar tantas lágrimas a los infelices vecinos de la casa de Regina; que en vez de buscar a Evaristo el verdadero asesino, condenó a muerte a los que no habían tenido ninguna parte en el crimen, vino a terminar su vida en una empresa de desorden y de ambición y, en realidad, su muerte no fue sentida sino por su padre.

Era el momento de obrar. El golpe a la casa solariega de don Juan Manuel tenia que darlo personalmente, pero encontraba más dificultades que las que a primera vista se presentaban.

El dinero era mucho y la mayor parte en plata. ¿Cómo sacarlo sin ser descubierto y dónde se guardaba inmediatamente, pues no podla entrar ni a la casa de Relumbrón ni al taller de vestuario, ni mucho menos al Montepío o a la casa inglesa donde guardaba sus fondos? Eso seria después, poco a poco y bajo diferentes motivos.

Los desanimó esta dificultad, y en las diversas conferencias que con este motivo tenían, estuvieron a punto de abandonar su proyecto.

La casualidad, que hasta entonces favorecía siempre a Relumbrón, les volvió el ánimo. Una casa grande, pero en completa ruina, se remataba en pública almoneda ese día mismo, para liquidar una testamentaria.

Encargó a Lamparilla que la comprase en su nombre, pues intentaba regalársela y darle además en cuenta de honorarios lo que necesitase para la reparación completa.

Nada faltaba ya sino elegir el momento de dar el asalto. Relumbrón dio tres días antes su vuelta por la casa de Don Juan Manuel y dijo al portero que el conde no tardaría en llegar, sacó una carta de la cual leyó un párrafo.

El portero respetaba al conde, mejor dicho, le tenia miedo, pero no lo quería, aspi es que no recibió con agrado la noticia de su llegada. ¿Qué quiere usted, señor coronel? Los criados tenemoS que obedecer a los amos.

Tranquilo por esa parte Relumbrón, se procedió a la primera supresión.

Una tarde, cerca de la oración, don Lucio Quintana se retiraba muy quitado de la pena a su casa, lo detuvo un hombre bien vestido, pero a la manera de campesino o ranchero de tierra adentro.

- Dispense, señor, que lo detenga, pero como conozco a usted y sé que es el dependiente del señor conde del Sauz, desearía saber cuándo llegará la partida de yeguas, pues trato de comprarla, o al menos la mitad.

- Amigo, no es lugar este de hablar de negocios -le contestó-, pero ya que nos encontramos, le diré que no sé si han salido ya de la hacienda las yeguas; en todo caso, hacen más de treinta días de camino, pues vienen poco a poco. Ya le daré conciencia de mi persona.

- Ya se ve que se necesita, pues la casa del señor conde no trata con desconocidos.

- Tiene usted razón y no dilataremos mucho en ser amigotes.

En esta conversación fueron andando y llegaron al Puente de Alvarado. El tuerto Cirilo, pues no era otro el fingido ranchero, agarró fuertemente del brazo a don Lucio Quintana, lo empujó al callejón 3 y sacó un puñal.

- Oiga bien lo que voy a decirle viejo arrastrado. Me va a acompañar hasta mi casa agarrado de mi brazo como si fuéramos dos buenos conclapaches. Si grita, si chista, si dice cualquier palabra a los que pasen junto a nosotros, o llama al sereno, le encajo en el corazón este puñal hasta el mango. ¿Ha entendido bien?

Demasiado que lo entendió Quintana, pues fue tal su sorpresa que no pudo pronunciar palabra.

El tuerto Cirilo enlazó su brazo derecho en el de Quintana, lo sacó del callejón y continuaron en silencio y al parecer en buena armonía hasta una casa de vecindad de la plazuela de San Sebastián.

Ya estaban avisados los vecinos y salieron a recibir al tuerto con su presa.

Cerraron el zaguán, metieron a Quintana a uno de los cuartos que alumbraron con tres o cuatro cabos de vela de sebo pegados a la pared, lo bolsearon quitándole su buen reloj de oro y las pocas monedas que tenía, lo amarraron de pies y manos, lo llevaron al Segundo patio donde había un pozo profundo, y lo arrojaron vivo de cabeza.

Cuando Relumbrón fue en la mañana siguiente al taller de Vestuario, supo por doña Viviana que el asunto del dependiente del conde del Sauz se había concluido felizmente.

A cosa de las ocho, Relumbrón, Evaristo y Valeriano estaban reunidos en la casa de la calle del Puente de Balvanera. Relumbrón llevaba una bolsa de lona, debajo de su capa, que contenía martillo, pinzas, berbiquí, ganzúas, todo un aparato para forzar las chapas o romper las cajas en caso necesario, pues suponía que no encontraría las llaves.

Evaristo y Relumbrón, aunque sabían bien que no tendrían que combatir más que con un viejo débil y tres mujeres tímidas, se armaron con pistolas y puñales de todas dimensiones. Los dos, sin saber por qué, tenían más miedo que si se tratase de un asalto en el monte a la diligencia. Valeriano no tenía ninguna arma, y era el que estaba tranquilo, pues ignoraba lo que iban a hacer; obedecía simplemente al que acostumbraba, después de mucho tiempo, a llamar su patrón. Entre Evaristo y Valeriano guarnecieron las mulas y las pegaron al coche. Relumbrón entró y los otros dos subieron al pescante. Cerca de las nueve salió el coche del patio de la casa. Evaristo se bajó del pescante a cerrar la puerta, guardó la llave en su bolsillo y partieron al trote.

A poco, pues no había que andar más que la calle de Balvanera, el coche paró en la casa del conde.

La calle estaba sola y sombría, las casas cerradas y los ricos hombres que vivían en ellas entregados al sueño, rezando o echando en familia su mano de malilla o de tresillo. El tiempo era húmedo y en el nublado cielo se dejaban ver apenas algunas estrellas.

Relumbrón se apeó y sonó suavemente el aldabón. En cinco minutos ninguna respuesta. Probablemente el portero se había dormido. Volvió a tocar un poco más fuerte, y nada. A la tercera, la ventanita enrejada del postigo se abrió y aparecieron detrás de ella los ojos y las narices del viejo.

- ¿Quién es a estas horas?

- José, el conde ha llegado -le contestó Relumbrón-. Abre, enciende el farol y sube a despertar a las criadas; entre tanto, yo quedaré aquí. Se rompió cerca de la garita un rayo a una de las ruedas grandes del coche y se han detenido componiéndolo, pero es poca cosa y no dilatará en llegar.

El portero tuvo desde luego una corazonada y vaciló, quedándose con sus narices pegadas a la rejilla y los ojos clavados en Relumbrón.

- Abre -le dijo éste-, comienza a llover, y fuerte.

En efecto, una nube gruesa pasaba por encima de esa parte de la ciudad arrojando un copioso rocío.

El portero no se atrevió ni le ocurrió ninguna excusa.

Con cierta duda y repugnancia entró a su cuarto, encendió una segunda vela y descolgó de un clavo de la pared la llave chica del postigo; las demás de la puerta, pues eran tres, estaban reunidas en una argolla y pendientes de otro clavo. Apenas se abrió el postigo cuando entró Relumbrón.

Tras de él entró Evaristo, y los dos con la precipitación que da el miedo, cerraron el postigo, se apoderaron de la llave y cayeron sobre el portero. El portero, viéndose acometido, dio un grito de terror; pero no pudo dar el segundo, porque Evaristo lo habla agarrado del cuello y con sus dos toscas manos callosas le apretaba fuertemente, hasta que le hizo salir toda la lengua y las pupilas de los ojos.

Buscaron sus sombreros, que habían rodado por el patio y entraron al cuarto del portero, donde había, como se ha dicho una luz, y se apoderaron de las llaves grandes del zaguán, pero antes de abrirlo para que entrase el coche, cogieron por los pies el cadáver del viejo, lo llevaron arrastrando hasta su cuarto, lo acostaron en la cama y lo cubrieron con las ropas y almohadas de la misma.

Dieron por fin con una puertecilla de menos resistencia que la otra y que conjeturaron que comunicaba a un pasadizo que conduela al cuarto de las criadas.

De estudio en estudio de las puertas, y de reflexión en reflexión se decidieron, pues no había más remedio, por la puertecilla ya indicada. Usaron de la colección de ganzúas, que era sin duda la mejor que había en México, y lograron abrirla sin ruido.

El pasadizo, de seis o siete varas de largo, terminaba en otra puerta también cerrada. Aplicaron las ganzúas y lograron también abrirla sin ruido alguno. Esa puerta daba entrada a una especie de vivienda que formaba un conjunto con la cocina, despensa y cuarto donde se planchaba y guardaba en grandes estantes la mantelerla y ropa blanca.

Abrieron una puerta que sólo tenía un picaporte y penetraron al cuarto de las criadas, que dormían profundamente. Evaristo y Relumbrón sacaron los puñales, y con pequeños pasos y mucho tiento examinaron el local. Eran dos piezas: en una había dos camas ocupadas por dos ancianas. En la segunda pieza, muy aseada y bien amueblada, había un solo lecho, y en él una muchachuela como de diez y ocho años, descubierto el seno y en parte las piernas, que salían fuera de las sábanas, sin duda a causa del calor de los cuartos completamente cerrados. La muchacha, lo mismo que las dos criadas viejas, dormían con el sueño sabroso de la buena conciencia y de la seguridad completa, pues jamás habrían pensado que ladrones de ninguna clase hubiesen podido penetrar en aquel castillo respetado y temido por todo el mundo por más de cuarenta años.

Comenzó por cubrir con las ropas de la cama a la muchacha, y moverla suavemente.

- Despierta, muchacha -le dijo-, pero no vayas a gritar ni te asustes. No queremos hacerte ningún daño.

La muchacha abrió los ojos, se encontró con los de Relumbrón, que había guardado su puñal y teñía en la mano la palmatoria con la vela.

- No grites, no grites, seria inútil, pues nadie te oirá, y ya te digo no tengas miedo ...

Consuelo quiso de pronto gritar, pero la fisonomía de Relumbrón, que no le era desconocida, y además simpática en vez de ser siniestra, le inspiró cierta confianza y se contuvo, aunque sobrecogida de un temblor interior nervioso que le hacia dar diente con diente.

Como ya hablaba Relumbrón en voz alta lo mismo que Evaristo y se había escapado un pequeño grito agudo a Consuelo, las dos ancianas despertaron, y mirando hombres a tales horas, comenzaron a gritar, a encomendarse a Dios y a pedir misericordia.

- ¡Silencio, malditas brujas, o las hago pedazos con este puñal! ¡Callen! Nada se les hará con sólo que respondan a lo que se les va a preguntar. ¿Dónde están las cajas con el dinero?

- ¡Vamos, no sean tontas! -les dijo Relumbrón con voz suave-. Vlstanse y vengan con nosotros, para enseñarnos dónde están las cajas del conde.

Caminaron las tres criadas escoltadas por Evaristo y Relumbrón, atravesaron varias piezas lúgubres, con los muebles resguardados con fundas y alfombras cubiertas de telarañas y polvo, hasta que llegaron al gran salón que ya conocen los lectores.

- ¿Cuál de estos estantes da entrada a la bóveda donde esta el tesoro?

Se dirigía a la cocinera, que, como más vieja, suponía enterada de los secretos de la casa.

- Por esta cruz -e hizo la señal con la mano- juro que no sé por dónde se entra.

Relumbrón y Evaristo se miraban sin saber qué partido tomar.

- Pues que nada nos quieren decir, estamos perdiendo aquí el tiempo, no hay más que matarlas.

- ¿Nos promete usted la vida, señor coronel, y yo que sé el secreto se lo diré y abriré el estante?

- ¡Desgraciada! -exclamó Relumbrón-. ¿Tú me conoces?

- Al principio, no, por la sorpresa y el miedo, pero después recordé que usted ha venido varias veces y ha entrado a la sala de armas con el señor conde. Desde el corredor los he visto entrar y salir.

- Tanto mejor muchacha, así estarás segura de que soy incapaz de hacerte ningún mal. Ábrenos la puerta del estante, que es lo que nos importa.

Consuelo se dirigió a un estante situado en el fondo de la pieza, torció la llave que estaba pegada y lo abrió.

Los libros que contenía eran de cartón, tan perfectamente imitados que no se distinguían de los demás. El fondo estaba hueco, y quitando una simple trabilla de madera, se abría una puertecilla de madera que el conde dejó provisionalmente mientras mandaba hacer una de fierro, lo que nunca llegó a verificar.

¿Y las llaves? -preguntó Relumbrón a Consuelo.

No tuvo necesidad de esperar la respuesta, pues, alumbrando con la vela la oscuridad de la bóveda, vio en la pared un gancho donde colgaba un manojo de llaves reunidas en una cadena, los dos ladrones no tuvieron ya trabajo ni necesidad de usar de sus herramientas y abrieron las cajas.

- ¡Llenas de dinero!

Relumbrón y Evaristo se quedaron absortos.

- No hay que perder tiempo -dijo Relumbrón sacando el relOj-, son las diez y media -y luego, dirigiéndose a Consuelo-: Vas a venir conmigo para que me proporciones bandas, ceñidores, cuerdas, en fin, cualquier cosa para amarrar a ustedes, sin lastimarlas.

Al poco volvieron con dos luces y varios ceñidores, bandas y rebozos. Amarraron fuertemente de los pies y las manos a las dos ancianas, la última fue Consuelo, las colocaron en sus camas y comenzaron a vaciar las cajas. ¿Cuánto dinero había en ellas? ¡Quién sabe! Pero era mucho.

Relumbrón colocó tres talegas de a mil pesos en los hombros robustos de Evaristo, tomó él otra, y cada uno con su palmatoria en la mano atravesaron las sombrías piezas de la casa, bajaron las escaleras y metieron el dinero en el coche. En seguida bajaron otras cuatro, y con esto bastó, por temor de que fuese a desfondarse el coche, que no era ni fuerte ni nuevo.

Por mucha que fuese la actividad y la prontitud con que trataban de vaciar las cajas, no pudieron hacer más que seis viajes hasta las tres de la mañana, y era menester cesar, porque a las cinco las garitas se abrían y comenzaban a entrar hatajos de burros y los indios cargados con carbón y madera, y a salir las gentes a la calle.

- Parece que por ahora hemos concluido, mi coronel -dijo Evaristo-. ¿Volveremos mañana?

- De ninguna manera. Si esta noche hemos caminado con felicidad, mañana quién sabe lo que nos pasaría.

- Como mi coronel quiera -dijo Evaristo con tristeza-. Vámonos, pero ¿qué hacemos con estas mujeres?

Relumbrón meneó la cabeza, se quedó un momento pensativo, y respondió:

- He pensado mucho, al mismo tiempo que sacábamos el dinero ... y no me ocurre nada. No hay remedio.

- Mi coronel tiene un buen corazón y no es para estas cosas ... Váyase al coche a esperarme, y yo dejaré todo aquí arreglado ... Le juro que no derramaré una gota de sangre.

Evaristo, cuando se vio solo, se encaminó con su palmatoria en la mano a las recámaras de las criadas. Tomó a una, amarrada como estaba, la cargó en las espaldas y se la llevó a la bóveda donde estaban las cajas, asegurándole siempre que nada le iba a hacer.

Allí le rellenó la boca con pedazos de papel de China que encontró en la biblioteca, le envolvió la cabeza con un rebozo y la acostó en el fondo de una caja.

Lo mismo hizo con la otra anciana.

Llegó su turno a Consuelo.

Como habían sacado todo el dinero en plata entalegado, para buscar el oro que al fin encontraron, Evaristo fue vaciando los pesos sobre los cuerpos de las tres desgraciadas, hasta que los cubrió y se llenó la caja. El resto del dinero lo echó en la otra, las cerró y colocó las llaves en el mismo gancho donde estaban.

- ¡Qué lástima! -dijo al bajar la escalera con su palmatoria en la mano- que no me hubiera podido llevar a la muchacha y al dinero que queda; pero no era posible, bastante tengo con que Cecilia esté todavía viva, mas ya le llegará pronto el día de su santo.

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