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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOCTAVO



MARTIR DE LA PATRIA

Al orden y prosperidad de los primeros meses, sucedió el desorden y la decadencia en los negocios. Relumbrón estaba no sólo disgustado, sino aburrido con sus dependientes y cómplices.

Don Moisés, con todo y su baraja mágica, se había dejado desmontar por Juanito Roo, que le levantó de la mesa mil onzas en un día de campo en Tlalpan; los gastos de la partida de la esquina del Colegio de Niñas iban cada día en aumento, y pasaban ya tres meses sin que se hubiesen podido, por un pretexto o por otro, liquidar las cuentas.

El licenciado Chupita en verdad que desempenaba perfectamente la administración del molino.

Doña Viviana, la corredora, había adquirido tal influencia y tal dominio en la fábrica y vestuario, que ya la consideraba como suya, y en punto a cuentas, se hallaban más enredadas que las de don Moisés.

Donde quiera tenía espías y servidores. Era la rueda motriz de la gran fábrica de robos.

Don Pedro Cataño, con las singulares relaciones que adquirió con Escandón, con el marqués de Radepont y con los Peña, había modificado mucho su carácter y su modo de obrar.

Así, el terrible capitán de Los Dorados, cuyo nombre causaba terror a los que no lo conocían, concluyó por establecer tácitamente un modus vivendi, como si fuese un alto personaje diplomático.

Los treinta y dos muchachos se habían establecido, unos en Yautepec, otros en Cuautla, otros en Puente de Ixtla, tenían ya sus mujercitas y se habían aquerenciado y dado a respetar, tanto como los ulanos en Francia.

Cuando era necesario, don Pedro los juntaba en el lugar que le convenia, y los disolvía y les daba suelta cuando no le eran necesarios; y él, libre también, se pasaba lo más del tiempo en la Hacienda Grande, en el Molino de Flores, con los Cervantes y Camperos, que ni remotamente pensaban que era el jefe de Los Dorados. Como hemos dicho, lo consideraban como un ranchero rico de la frontera, amigo íntimo del viejo Rascón. Cataño iba a sus excursiones en casa de esos amigos acompañado del doctor Ojeda, y es oportuno decir cómo se habían encontrado. La última vez que se vieron después del escándalo de la capilla de la hacienda del Sauz convinieron en corresponderse por medio de cifras. Cataño escribía precisamente cada semana a su buen amigo el practicante, el lugar en que se hallaba y a dónde pensaba ir, y el practicante le contestaba con un nombre convenido, y cada vez distinto, al punto donde le señalaba su amigo. De esta manera fue fácil al doctor Ojeda encontrarlo a los pocos días de llegado a México, y la cita fue precisamente en el Molino de Flores, donde se vieron y se contaron mutuamente sus aventuras, aprovechando la ausencia de los propietarios de tan ameno lugar, que estaban en México ocupados en asuntos graves de familia. El doctor Ojeda exigió decididamente a don Pedro que se separase de Relumbrón, manifestándole que un día u otro debería descubrirse esta gran maraña de robos y asesinatos, y él seria tal vez complicado en tan vergonzosos acontecimientos. Desde luego convinieron los dos en que las alhajas robadas al marqués de Valle Alegre deberían en su mayor parte estar en poder de Relumbrón, pues que el antiguo cochero del conde pertenecía a las bandas subordinadas al coronel y jefe de Estado Mayor. Don Pedro reconoció la fuerza de las observaciones de su amigo, y le juró que aprovecharía la primera oportunidad para separarse y dar otro destino a sus treinta y dos muchachos, que cada día le eran más fieles y se portaban mejor con él.

Una de las veces en que don Pedro y Relumbrón se veían, la conversación no fue muy agradable.

- Compañero don Pedro -le dijo Relumbrón (como militares se trataban de compañeros)-, los negocios van mal; sepa usted que estoy perdiendo el dinero. El mantener a tanta gente, el dar gratificaciones por un lado y por otro, prestar, porque son malos enemigos si no se les complace, y en multitud de gastos, se me va más dinero que el que entra en mis cajas, y el mes pasado, como quien dice y no dice, me ha costado una pérdida de cuatro mil pesos. Esto no puede marchar así. Es preciso que usted me ayude como hemos convenido. Para el mes entrante necesito unos diez o quince mil pesos. Esos hacendados, que trata usted como si fuesen sus hermanos, se han echado con las petacas, y dan los pesos como quien da una limosna. Haga usted una de las suyas. Amarre usted y fusile, si es necesario, a Escandón o a uno o a todos los Garcias, y verá cómo los demás andan en un pie.

Cataño le contestó seca y lacónicamente:

- Si no está usted contento, no tiene más que enviar a la Tierra Caliente a ese baladrón de Rio Frio y a sus cincuenta asesinos. Yo me marcharé a otra parte. Tiene usted tres dias para resolverse.

Como al decir estas palabras habia vuelto la espalda a Relumbrón, éste lo llamó, le dio mil satisfacciones, le estrechó la mano y concluyó por abrazarlo y asegurarle que jamás se separaría de un compañero tan querido y que juntos correrian una misma suerte.

Don Pedro, por un movimiento de debilidad que no pudo evitar, pareció reconciliarse y permaneció unido a Relumbrón, pero sin darle gusto y resuelto a separarse de un compañero tan farolón y tan picaro, que ya le chocaba.

El tuerto Cirilo daba también a Relumbrón disgustos diarios. Se habia envalentonado de tal manera, que no se podia aguantar.

El licenciado Lamparilla no tenía tiempo ni para desayunarse; andaba de juzgado en juzgado y en la casa de los escribanos para defender a tantos pillos, pues de esas reuniones resultaban forzosamente los escándalos y riñas con su sal pimienta de tranchetazos y puñaladas. No pasaba un dia sin que tres o cuatro de la banda de Cirilo cayesen en la Tlalpiloya (1), y él exigia imperiosamente que se les pusiese en libertad a los tres dias.

Al capitán de rurales lo tenia también entre ceja y ceja. Las diligencias habian sufrido algunos asaltos en el Pinal, que eran dirigidos por Hilario, que mandaba a los valentones ociosos a que hicieran de las suyas por el camino y por el monte de la Malinche. Tlaxcala estaba continuamente amagada, y una noche, antes de las ocho, entró una partida de diez hombres hasta la plaza, robó la tienda de la esquina y se salió paso a paso; lo más que hicieron los habitantes fue cerrar sus puertas y atrancarse por dentro.

El asalto al curato de Coatlinchan, que naturalmente hizo mucho ruido en Texcoco, y aun en la capital, disgustó mucho a Relumbron, y cuando Evaristo le enseñaba su sombrero traspasado de parte a parte por el balazo que le tiró el cura, Relumbrón dijo para sus adentros:

- Si le hubiera dado en la mitad del cerebro, qué fortuna hubiera sido.

El único de sus dependientes que lo tenia contento era Juan. Las labores de la hacienda nada dejaban que desear; las cosechas abundantes, el ganado, bien cuidado, las cuentas, al día. Juan se había dedicado en cuerpo y alma al trabajo y no se mezclaba en nada, ni preguntaba nada, y evitaba todo género de indagaciones que lo pudiesen comprometer.

Pero por más que quedase satisfecho del estado de la hacienda en su última visita que hizo, no era esto bastante, y necesitaba un lance que fuese parecido en utilidad al de las cinco mulas cambujas.

Se le habían clavado en el cerebro, y las tenia como fotografiadas, dos casas: la del conde del Sauz y la de Pepe Carrascosa. En las dos había dinero, y mucho. El producto de la caballada y mulada vendidas en la feria estaba en las cajas de la casa de la calle de don Juan Manuel, y Pepe Carrascosa debería tener mucho dinero en oro, y sobre todo en alhajas y curiosidades de un valor inapreciable. Si lograba que cayesen en su poder, se proponía venderlas en Europa, a donde un día u otro tenia la intención de hacer un viaje.

Estos golpes maestros eran de suma utilidad, especialmente el de la calle de Don Juan Manuel, y no veía otro medio sino intentarlo personalmente.

La llegada del licenciado don Crisanto de Bedolla a la capital, después de estar meses y meses desterrado, vino como de molde para sus proyectos.

Lamparilla, fiel amigo (hasta cierto punto) de Bedolla, fue a recibirlo en su coche hasta Tlalpan. Se figuraba encontrarlo flaco como un bacalao, enfermo, postrado hasta no poderse tener en pie. Nada de eso; Bedolla estaba alegre, gordo, fuerte, vanidoso Y engreído por haber sufrido una injusta persecución por la patria y sus opiniones pollticas, y vestido de una manera extravagante, con un saco o, más bien dicho, un costal de nipe, atado a la cintura con una correa, y unas zapatillas de tafilete encarnado.

Los primeros días sufrió mucho Bedolla. En el curso del tiempo tenía la ciudad por cárcel, comía en casa de Comonfort (insigne gastrónomo) pescado fresco, frutas y dulces exquisitos y vinos de lo mejor.

Esto y mucho más, relativo a su persona y al puerto de Acapulco contaba Bedolla a su amigo mientras el coche, con muy buen tronco de mulas, caminaba por la calzada con dirección a la ciudad, donde entró al cabo de hora y media. Detuviéronse en un almacén donde había doscientas mil piezas de ropa hecha. Bedolla se vistió alli en redondo desde la camisa hasta los botines, dejando abandonados y para tirarlos al carretón su saco de nipe y sus demás trastos, como él llamaba a su ropa.

Lo primero que preguntó Bedolla cuando ya estuvieron instalados en el salón de la casa de Lamparilla, esperando que el criado avisase que la comida estaba servida, fue el estado que guardaba el negocio de los bienes de Moctezuma III.

Lamparilla, con el más grande aplomo, le contestó que el negocio de los bienes de Moctezuma III lo consideraba enteramente perdido.

- Pero no importa esto -añadió-, tenemos un amigo muy influyente con el Primer Magistrado de la República, y me ha prometido enderezar el negocio en cambio de servicios muy importantes que tenemos que hacer a la patria. Ya sabe tu llegada y estamos citados.

Bedolla meneó la cabeza con aire de duda, no quedó muy contento.

En efecto, a la hora citada, la Junta se verificaba en el gabinete reservado de la casa de Relumbrón.

Se hallaba sentado en un sillón dorado (que en ese tiempo sólo se usaban en las iglesias), envuelto en una bata de seda azul celeste, zapatillas del mismo color bordadas de oro por su hija Amparo, y un gorro griego calado hasta las cejas. Cuando Lamparilla y Bedolla aparecieron en el marco de la puerta, los recibió con una amable sonrisa llena de dignidad, y con los ojos les hizo seña de que acercasen unas sillas y se sentasen.

- Un poco acatarrado, mala noche, destemplanza ... No es cosa ... ya pasará.

- ¿Habrá venido el médico? -dijo Lamparilla con interés.

- No, no creo que sea necesario ... Veremos. Me han recomendado a un doctor Ojeda, que es un prodigio para el diagnóstico. Acaba justamente de calarse la borla de doctor. ¿Cómo ha ido por esas tierras, licenciado? -continuó dirigiéndose a Bedolla.

Bedolla iba a contestarle, pero Relumbrón anticipó la respuesta.

- Ya veo, licenciado, que no tan mal. Se trata ahora de encomendar a usted una misión de la más alta importancia, nada menos quizá de salvar a la patria y usted será su salvador. Ya verá si es grave el negocio.

Bedolla abrió la boca para hablar, pero Relumbrón no se lo permitió y continuó:

- Ya sabe usted mejor que yo que el gobernador de Jalisco es enemigo mortal del presidente.

Bedolla quiso otra vez hablar, pero apenas pudo inclinar la cabeza en señal de asentimiento.

- Un dia u otro -prosiguió Relumbrón- nos dará un dolor de cabeza. Es menester evitarlo, ¿me entiende usted?

- Perfectamente -pudo contestar Bedolla.

- El modo es muy fácil y sencillo. Se marcha usted rumbo a Jalisco, me busca usted a Valentin Cruz, cuyo indulto está sobre la mesa y puede tomarlo; es ese sobre con el sello de la Secretaria de Guerra.

Bedolla se levantó y tomó la carta que le indicaban.

- Una vez asegurado Valentin Cruz de que no será perseguido por el gobierno ... Ya me entiende usted ... reúnen su gente y se pronuncian por la reacción, proclamando director al gobernador de Jalisco ... Naturalmente, esto le halaga ... cae en el lazo, acepta, modifica el plan a su gusto, y ya lo tenemos. Las numerosas fuerzas, dispuestas y avisadas con tiempo, caen sobre él, lo destrozan y hacen pedazos.

- ¿Y nosotros? -se atrevió a preguntar Bedolla.

- Parece que ahora comienza usted a ocuparse de politica, licenciado, cuando ha envejecido en ella. Ustedes, en el momento que las tropas del gobierno se acerquen, abandonan al gobernador y se vienen a presentar a México. Valentin Cruz será confirmado en su grado de general, y usted ocupará uno de los primeros puestos del Estado. Le doy mi palabra. Dinero no faltará; entiéndase con su tocayo Lamparilla. Conque hemos concluido, y feliz viaje, licenciado. Tenemos confianza y los trato como amigos.

Se levantó de su sillón y les tendió la mano; los dos licenciados se la estrecharon y salieron del gabinete.

Regresó Lamparilla a su casa en compañia de Bedolla y, sentados los dos, sin que les pudiera pasar el asombro de la volubilidad con que Relumbrón había trazado en pocas palabras un gran plan revolucionario, se entregaron a diversas reflexiones.

La proposición de Relumbrón, aunque disparatada, convenía mucho a los planes del licenciado Bedolla. El sur de Jalisco era todo de ideas reaccionarias. Una vez que encontrase a Valentín Cruz y lo pusiese al tanto de cómo andaban las cosas, con el salvoconducto que le entregaría podría recorrer libremente esa parte del Estado y preparar la gente. El gobernador de Jalisco, reaccionario hasta los huesos, si no adoptaba el plan proclamándolo dictador, dejaría por lo menos desarrollarse los acontecimientos.

El viaje fue feliz y llegó sin accidente a su pueblo, donde su padre, el viejo y honrado barbero, lo recibió con los brazos abiertos.

Valentín Cruz, que andaba a salto de mata, había estado precisamente algunas horas antes oculto en la casa del padre de Bedolla y se había marchado rumbo a Mascota. Escribióle Bedolla, dándole parte de su indulto, se enviaron correos de a pie y de a caballo por distintos rumbos, y antes de dos semanas Valentín Cruz entraba en triunfo en un buen caballo y seguido de los tres muchachos, compañeros de Valeriano y de Romualdo en el pueblo de la Encarnación.

La liga estrecha entre Bedolla y Valentín Cruz hizo el más grande efecto en el pueblo. Platicaron, combinaron su plan y resolvieron juntar alguna gente de pelea, darse cita y reunirse un día dado en San Pedro.

Una noche el gobernador de Jalisco, después de tomar su parca cena (pues siempre estaba de dieta) y de rezar sus devociones, se retiró a su recámara y se disponía a entrar en las sábanas cuando se le presentó San Ciprián y le entregó una carta.

- Es un anónimo -le dijo el gobernador a San Ciprián-. Veremos qué dice.

Se puso los anteojos y leyó:

Un amigo íntimo de usted le participa que esta noche habrá un pronunciamiento en San Pedro, pero no haya cuidado. El grito será: Religión y Fueros, nombrando a usted dictador.

- No sé qué será esto, puede ser un chisme para desvelarme, o una celada, o un motín para robar. Mira, San Ciprián, ve a los cuarteles, toma un batallón del regimiento de Tepic y un escuadrón de lanceros de Jalisco, y te vas a paso de carga a San Pedro a ver lo que pasa. Ya te sigo; que monte mi escolta.

El autor del anónimo era el licenciado Bedolla.

Los pronunciados, en corto número se habían reunido en San Pedro en la antigua casa de Valentin, y muy tranquilos y saboreando copitas de mezcal discurrían sobre el efecto que habría causado al gobernador la lectura del anónimo.

Los muchachos aventureros no estaban en la reunión ni bebían mezcal, sino que, en companía de otros amigos de su edad.

Uno de ellos gritó repentinamente:

- ¡Estamos vendidos! ¡Bedolla nos ha traicionado!

Avanzó la primera compañia e hizo una descarga cerrada.

- ¡Me han llevado una oreja! -rugió San Ciprián-. ¡Cara ... mba! -y volvió a gritar-: ¡Fuego!

Se avanzó la segunda compañía y descargó sus fusiles sobre un grupo que salia huyendo de la casa de Valentin Cruz.

Después todo quedó en silencio.




Notas

(1) En el caló de la época significaba carcel.

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