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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOSEPTIMO



EL CAPELLÁN Y EL CURA

Mucho ruido en la ciudad a causa del robo de la casa de doña Dominga de Arratia, tanto porque era una persona conocida de muchas familias como porque no dejó de saberse, con todos sus pormenores, el descubrimiento del secreto de la caja fuerte que había hecho construir desde que compró la casa, en la espesa pared divisoria.

Doña Dominga mandó poner trancas y cerrojos en todas las puertas; pidió al Ayuntamiento dos serenos de confianza, uno para la azotea y otro para el portal de la calle; el marido compró pistolas, escopetas y mucho parque; pero ya era inútil. El oro sacado de la alacena no volvería más. Hecha un mar de lágrimas, no tenia más consuelo que visitar las más noches a Prudencia y a Coleta, hablarles de su desventura y de las agonias que experimentó desde que escuchó los pasos en la azotea hasta que la portera la vino a libertar. ¿Quién había indagado dónde guardaba su dinero, pues ni a su confesor se lo había comunicado? Recayeron sus sospechas en Inocencia; pero la pobre muchacha había sido la primera víctima; así, no era posible, y desechó ese mal pensamiento; se devanaba los sesos y no podía descifrar el enigma.

El juez de turno, a quien tocó hacer las primeras averiguaciones, desplegó la mayor actividad, registró 1as azoteas y no encontró rastro ninguno, cateó la mayor parte de las casas de vecindad y no pudo averiguar la menor cosa.

Pero el ejemplo de este robo, hecho con tanta destreza y fortuna, animó a los ladrones de la ciudad que no estaban afiliados a la banda del tuerto Cirilo, y los pasos en la azotea se escuchaban cada noche, ya en una casa, ya en otra.

El barrio, o por lo menos la calle de una y otra acera, se alborotaba. Los balcones se abrían, los de la casa se asomaban pregUntando al vecino de al lado qué sucedla, cuál era la casa asaltada, cuántos eran los ladrones, cuántos los matados, cuánto dinero habían robado. El vecino, que nada sabía, preguntaba al que le seguía y así sucesivamente, hasta que concluían por no saber nada.

El alcalde del cuartel escribía al día siguiente al inspector de policía un parte concebido así:

En la calle de la Quemada, número 5, a cosa de las once de la noche, pidieron auxilio por el balcón, gritando que había ladrones. Habiendo ocurrido los guardias 65, 68, 70 y 71, registraron la casa y las azoteas, y no habiendo encontrado nada, se retiraron sin novedad.

Estas escenas se repetían noche a noche por diversos rumbos.

Relumbrón, que, como si fuese el director de la policía, tenía un parte diario circunstanciado de lo que pasaba en la ciudad, se reía y se burlaba de la tontera de los ladronzuelos sueltos que no querían entrar en la banda del tuerto Cirilo y se exponían a caer o en la cárcel o de una azotea, por robar ropa usada y el prorrateo de algún pobre empleado, alegrándose, por otra parte, de los escándalos nocturnos, porque ellos ocupaban la atención del público y de la poca guardia de que podía disponerse para la custodia de una ciudad ya bastante grande, y le dejaban tiempo para combinar y llevar a efecto los golpes seguros y productivos que tenía meditados.

La casa del viejo capellán estaba situada en la mera esquina del Puente de Solano y el costado de ella daba al canal, cuyas aguas turbias y cenagosas se confundían y mezclaban con las que manaban las dos atarjeas de la calle de la Acequia; la casa era sola, pequeña, sombría, húmeda, triste, enfermiza; pero así y todo, el capellán y su hermana la habitaban hacía treinta años. Estaba cerca del templo y esto bastaba.

Durante dos semanas, el tuerto Cirilo observó la casa y adquirió cuantas noticias eran necesarias. El capellán pasaba de los sesenta, y su hermana, de poco menos edad, ambos inofensivos por carácter y débiles por los años, no podían oponer resistencia, y además, eran muy confiados, porque en treinta años nada les habla sucedido y creían que la Virgen de la Soledad cuidaba su dinero y sus joyas.

El tuerto Cirilo arregló sus procedimientos conforme a estas noticias.

Eligieron una noche oscurísima para su expedición, y a las nueve estaban en la chalupa, debajo del puente, esperando que acabasen de cerrar los tendejones de la calle y que hubiese una soledad completa, lo que acontecía habitualmente, pues las gentes de ese barrio triste se recogían muy temprano. A las diez era tal la oscuridad que ni las manos se veían, y reinaba un silencio que podía oírse el zumbido de un mosco.

Colocáronse en la chalupa debajo del balcón, y con facilidad echaron una reata al barandal; por ella subió el tuerto Cirilo y Chucho el garrote quedó en la chalupa esperando el resultado.

Entretenidos delante de una pequeña mesa de pino, acababan su modesta colación y la hermana daba precisamente cuenta al capellán de que en la mañana había llevado las alhajas más valiosas a don Santitos, el platero de la Alcaicería, para que les hiciese ciertas composturas necesarias y las limpiase, cuando se presentó repentinamente, como si hubiese salido de una trampa, el tuerto Cirilo, con sus deformes narices de cartón y un afilado puñal que puso al pecho del capellán.

- ¡No hay que moverse o son muertos! -les dijo con voz ronca que procuró hacer más terrible e impotente.

La anciana dio un grito y se tapó los ojos; el capellán permaneció sereno.

- No hay necesidad de un crimen; dos viejos ninguna resistencia pueden hacer -dijo con voz entera, y desvió con la mano el puñal que el tuerto Cirilo mantenía cerca de su pecho.

- ¿Dónde están el dinero y las alhajas? -interpeló el bandido retirando el puñal.

- Aquí, seguidme -le contestó el capellán tomando la vela de la mesa.

- ¿Qué vas a hacer? -interrumpió la hermana algo animosa, al ver que el ladrón había guardado ya el puñal en su cintura.

- Cedo a la fuerza -dijo tranquilamente el capellán.

Y andando delante, condujo al tuerto Cirilo a su recámara y abrió los cajones de una cómoda antigua de caoba. En ella estaba la cajita de alhajas, casi vacía, y una serie de tecomates.

Después sacó uno a uno los tecomates y los acercaba a los ojos del ladrón.

- Ya ves -continuó-, hay de todas monedas y es mucho, qUién sabe cuánto, no lo he contado todavía, pero ello no es mío ni de mi hermana, sino de Dios, de la Virgen y de la Iglesia. Son ofrendas de personas piadosas, seguramente más felices que tú, que estás en carrera de terminar en la horca y en las llamas eternas del infierno si no te toca Dios el corazón y te arrepientes a tiempo.

Quedó verdaderamente pasmado; le hizo tal impresión la actitud del sacerdote y la energia y decisión con que pronunció sus últimas palabras, que en cinco minutos no pudo hablar.

- Bien, padre, usted tiene razón, eso no es de nosotros. No quiero nada, no me llevaré nada. Se acabó ... Me voy ... me voy por el balcón, que abajo me espera mi compañero.

Y dando pasos atrás, y como asustado de la figura tranquila pero imponente del viejo capellán, que le iba alumbrando con el cabo de sebo en el candelero de cobre, bajó la escalera, entró en el cuarto de muebles viejos, se descolgó por el balcón a la chalupa, quitó la reata y tomando el remo le dijo a Chucho el garrote:

- Ya te contaré, nos han chafado; habria querido entrar en casa de todos los diablos, pero no aquí.

La chalupa, deslizándose silenciosa entre las aguas negras del canal, desapareció a poco entre las sombras de la noche.

Evaristo, en su rumbo, tuvo en esos dias dos lances.

Uno de tantos dias, a la hora en que llevaron las dos diligencias, Evaristo estaba de servicio. En el que iba para Puebla viajaban cuatro mujeres, un religioso dominico y un caballero muy elegantemente vestido.

Terminado el almuerzo y remudados los caballos, los cocheros subieron al pescante y los pasajeros tomaron sus asientos. Evaristo se acercó al cochero de la diligencia en que iba el caballero y le dijo algunas palabras; después se dirigió a la portezuela y dijo al caballero:

- ¿Usted es el señor don Carloto Regalado?

- Servidor -contestó con cierto aire de dignidad.

- Pues entonces tengo una carta que entregar a usted en mano propia y algo que decirle, si me hace favor de bajar.

Don Carloto no tuvo dificultad en bajar.

- Bien, ¿dónde está la carta? -preguntó don Carloto saliendo del aturdimiento que le había causado tan rápida como inesperada escena.

- La carta, la ... la carta ... ya se la daré -contestó Evaristo fingiendo que la buscaba en sus bolsas.

- Ahora nos hemos de ver la cara, roto arrastrado, y no en la calle de Plateros. ¿Cree que porque ya pasó el tiempo se me han olvidado los palos que me dio? Aqui en la frente tengo todavía el verdugón.

Don Carloto, helado, no salla de su estupefacción. Se acordaba tanto de los bastonazos que había dado a Evaristo como de la primera camisa que se puso.

- Deme el bastón -le interrumpió con altanerla Evaristo.

Don Carloto, sin replicar, le dio el bastón, cuyo puño y regatón de oro eran los mismos que tenía el que le quebró en las costillas en la calle de Plateros.

- Ahora, no con la pistola, porque eso serIa hacerle mucho favor, sino con el mismo bastón con que usted me pegó, se lo voy a romper en la cabeza.

Evaristo se encajó la pistola en la cintura y comenzó a blandir el bastón y a amenazar a don Carloto.

- Pero esto no es posible; no hará usted tal cosa ... Ya recuerdo; quedamos amigos, usted prometió no vengarse y yo di el dinero que se me pidió ...

- Eso es mentira, dio usted doscientos pesos y no los trescientos a que lo sentenció el gobernador, y aprovechó la ocasión de que renunciara para recoger el bastón ... de balde, pechado ... sinvergüenza ... Si siquiera hubiese cumplido su palabra, ahora le valdría de algo.

- Si es por eso, nos podremos arreglar, capitán -dijo don Carloto.

Pero alzando el bastón, Evaristo lo dejó caer en la cabeza de don Carloto, pero éste evitó el golpe con las manos, asió el bastón fuertemente y se trabó una lucha, en la que, como más fuerte, salió triunfante Evaristo. Ya no conoció limites su rabia. Se retiró algunos pasos y, volteando el bastón por el grueso puño de oro, donde estaba en diamantes el nombre del dueño, Carloto Regalado, le descargó un tremendo golpe en la mejilla, por lo que el infeliz cayó al suelo, gritando:

- ¡Misericordia! ¡Estoy dado! ¡Perdón, capitán, daré todo cuanto tengo; pero la vida, la vida, por Jesucristo Crucificado!

A medida que don Carloto suplicaba, Evaristo gritaba blasfemias, y los aullidos de dolor de la vlctima se confundían con las exclamaciones de rabia del verdugo. Dióle muchos palos en la cara, en la cabeza y en el cuerpo, hasta que se hizo pedazos el bastón y no quedó más que el puño de oro y brillantes. Evaristo, fatigado, apenas podla respirar. Don Carloto ya no respiraba.

- ¡Condenado roto! -dijo Evaristo sentándose en una piedra-. Cómo me ha hecho trabajar. Esta gente tiene la vida dura como los gatos.

Se acercó; don Carloto respiraba, y abrió un momento el ojo que tenía bueno (pues el otro estaba saltado) y miró a su asesino de tal manera que dio miedo a Evaristo, el que tomó la pistola de su cinturón y le disparó un balazo que le acabó de hacer pedazos el cráneo.

- Ya no me mirarás más, roto arrastrado.

Y tomando lentamente la vereda por donde había venido, descendió a la venta de Río Frío, donde le sirvió el alemán un copioso almuerzo, pues cuando asistió a la mesa de los pasajeros apenas probó bocado, ocupado en observar a don Carloto y meditar el plan para matarlo.

Cuando las diligencias partieron, los postillones, con los caballos ya refrescados, se metieron a las caballerizas, y las alemanas a la fonda; así, probablemente nadie notó que Evaristo había entrado con un pasajero de la diligencia al monte y regresado solo; pero el ojo de la Providencia ve al asesino, y el ojo de la Providencia era doña Rafaela la dulcera, antigua vecina de la casa de Regina, que, con motivo de negocios con las monjas de Puebla, hacia cada tres o cuatro meses un viaje. Nunca había encontrado a Evaristo, y no fue poca su sorpresa y su miedo cuando lo reconoció, no obstante el tiempo transcurrido y el diverso traje que tenía. Fijó su atención en el pasajero a quien llamó Evaristo, y tuvo por seguro que ese desgraciado iba a ser víctima del asesino de Tules.

La ausencia prolongada de don Carlota Regalado no llamó la atención de sus numerosos amigos de México.

¡Qué lejos estaban de creer que, por no haber querido comprar hacía años una curiosa almohadilla, había perecido a manos de Evaristo el Tornero!

Como a esta famosa hazaña de Evaristo siguió otra, la colocaremos en este mismo capítulo, para ocuparnos en el siguiente de uno de nuestros amigos, que ha hecho un interesante papel en esta verldica historia.

Uno de los valentones más perversos de Tepetlaxtoc, a quien llamaban Marcos el Gallera, porque no había fiesta de pueblo donde no topara gallos, le dijo a Evaristo:

- Mi capitán, ya vi que se sacó usted de la diligencia un ... Y no ha vuelto a aparecer.

- ¿Y por qué has dado en espiarme? ¿Qué te importa lo que yo haga?

- Al fin era un roto, mi capitán, y ha hecho muy bien de quitárselo si le estorbaba, pero nada le hace, y tenia que decirle a mi capitán de un golpecito fácil que nos puede convenir. ¿Conoce mi capitán el pueblecito de Coatlinchan y la hacienda de Tepetitlán?

- He pasado de noche varias veces, pues por el rancho de San Jerónimo se corta camino para los Coyotes.

- Pues no le hace -le contestó Marcos-. Conozco esa tierra como mi casa y yo lo guiaré.

- ¿Qué golpe tenemos que dar? -le preguntó Evaristo.

- A un indio gordo como un marrano y relajo como un caballo zarco (1). Ese indio se llama don Antonio Galicia y es alcalde del pueblo de Coatlinchan. Ha juntado en oro y en plata como cosa de siete mil pesos, se los ha dado a guardar al cura, y el cura los ha escondido en las soleras de las vigas de su recámara.

- ¿Y cómo sabes eso? -le preguntó Evaristo.

- Pues un muchacho, sobrino de mi mujer, es peón de don Antonio Galicia, y ha oido las conversaciones con el cura. Es golpe seguro, y con tres o cuatro bastamos, pues el cura duerme solo y al curato se puede entrar por la iglesia y por cualquier parte.

- Bueno, me gusta la expedición. Iré yo mismo y me acompañarás tú y Quirino.

El curita de Coatlinchan, como le decian por cariño los vecinos del pueblo y los de Texcoco, era un hombre de menos de treinta y cinco años, alto, fuerte, bien parecido, de una sencillez grande y de una bondad inagotable.

El único defecto que tenia era el de ser no sólo amante, sino entusiasta por la caza. Tenia rifles y escopetas a cual mejores, nunca regresaba sin traer uno o dos indios cargados con las victimas de su buena punteria, pues no erraba tiro.

El pueblo de Coatlinchan era entonces de menos de trescientos habitantes, agricultores y hacheros.

Evaristo el Tornero, Marcos el Gallero y Quirino el Mechudo salieron de sus antros y calcularon lo que tenian que andar para llegar a cosa de las dos de la mañana a Coatlinchan.

Evaristo, tentado por la codicia y desconfiando de Marcos, quiso él mismo ser el jefe de la expedición.

En una calzada de árboles de pirúl que une al pueblo con la hacienda de Tepetitlán, dejaron bien persogados a sus caballos, y a pie anduvieron la corta distancia que los separaba del curato. Se decidieron a entrar por la puerta de la iglesia y, en efecto, en menos de diez minutos, sin más ruido que el que harla una rata al roer, tenían ya descubierta una entrada por donde cómodamente pasaban la cabeza y las anchas espaldas de Quirino.

Entraron a la oscura iglesia. Allá, en el fondo, la llamita pequeña de la lámpara dejaba ver apenas en el altar un Santo Cristo de cuerpo entero. Los ladrones tuvieron miedo y se quitaron el sombrero; Evaristo sintió que los pelos se le paraban en la cabeza. Se acordó de su aventura en la casa de Cecilia y se llevó la mano a la cabeza, al lugar donde le arrancaron el mechón de cabellos con todo y casco y que no le había vuelto a salir.

Los ladrones, por lo general, toman tales precauciones que les parece imposible que nadie los descubra; y sin embargo, siempre sueltan una prenda o cometen alguna falta que les parece insignificante y que los descubre o les destruye el golpe más bien meditado.

Al apearse y amarrar sus caballos en los árboles de la calzada, se quitaron las espuelas, naturalmente, para poder andar con más comodidad y no hacer ruido contra los peñascos. En el ensayo para escalar la ventana, cayeron las espuelas que Quirino llevaba colgadas en la cabeza de la pistola que tenia en el cinturón, formando un ruido que cualquier hombre de campo habría fácilmente interpretado: gente de a caballo, y esto dijo el cura, que tenía el sueño muy ligero, saltando de la cama y aplicó el ojo a un vidrio de la ventana que tenia más cerca.

La noche estaba un poco nublada, pero no tanto que no pudiese notar las siluetas de hombres que se movían con precaución.

Tuvo el cura la presencia de ánimo suficiente para ponerse sus pantalones, su chaqueta y sus zapatillas; tomó una de sus armas y volvió a espiar. Los hombres habían desaparecido. En la pobre iglesia nada había que robaran. El cáliz, el copón, las vinajeras y la custodia de plata sobredorada estaban guardados en la alacena. Don Antonio Galicia, un mes antes, se habla llevado su dinero para pagar unos terrenos que había comprado: así, no comprendía qué venían a buscar los ladrones. Esto se le vino a la cabeza al montar el rifle; pero, pues era evidente se se trataba de un asalto, no había más remedio que defenderse (2).

A los diez o doce minutos escuchó las pisadas de los bandidos que, acabada de hacer la abertura de los tablones viejos de la puerta de la iglesia, habían penetrado en ella.

Marcos metió su puñal en la hendedura de la puerta y, formando palanca, la hizo ceder con un ligerísimo ruido, y penetró puñal en mano; Quirino le siguió, y Evaristo asomó apenas la cabeza.

El cura, recogiendo la vista, pudo ver esas sombras confusas que pareclan acercársele, apuntó a ese grupo de fantasmas e hizo fuego. La bala del rifle americano, que el cura usaba sólo para la caza de los leopardos, explotó en el cráneo de Marcos y lo hizo mil pedazos, que se estrellaron en las paredes y ventanas. Por un movimiento inconsciente, tomó una de las escopetas y soltó otro tiro que traspasó el pecho de Quirino, el que tuvo una poca de fuerza para huir, yendo a dar contra Evaristo, que retrocedía espantado, y los dos rodaron la ruinosa escalera.

Ningún quejido, ningún ¡ay!, nada. Un silencio profundo sucedió al estallido de las armas; los dos valentones habían caído como heridos por un rayo. El salón estaba lleno de humo y el cura en su mismo lugar, con otra escopeta cargada en la mano.

Evaristo, aterrorizado, pero precisamente por eso con el enérgico instinto de salvar la vida, pudo desembarazarse del cadáver de Quirino, salió de la iglesia por el mismo boquete por donde había entrado y echó a correr con dirección a la calzada para tomar su caballo.

El cura, que vio una sombra salir del atrio, apuntó y disparó su tercer tiro. Evaristo dio tres grandes pasos, como un ebrio que quiere avanzar y no es dueño de sus movimientos, y cayó de bruces en el suelo.




Notas

(1) Llaman los rancheros zarco, al caballo que tiene los ojos de cierta manera, que parece que ve los objetos aumentados, y por eso es quizá muy desconfiado y espantadizo.

(2) Este suceso es enteramente cierto. El cura Hemández se presentó al juez de Texcoco y al arzobispo, que lo declaró irregular por haber derramado sangre. A los seis meses pasó al curato de Omitlán.

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