Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo quinto - Las cartas del EmperadorCapítulo séptimo - El hombre negroBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO SEXTO

Los siete bandidos




I

- ¿La señora puede recibirle?

Dolores Kesselbach tomó la tarjeta que le tendía la sirvienta y leyó: Andrés Beauny.

- No -respondió-. No le conozco.

- Ese señor insiste mucho, señora. Dijo que la señora espera su visita.

- ¡Ah!, quizá ..., en efecto ..., pásele aquí.

Después de los acontecimientos que habían trastornado su vida y que la habían herido con ensañamiento implacable, Dolores, tras haber pasado una breve temporada en el hotel Bristol, acababa de instalarse en una tranquila, casa de la calle Vignes, al fondo de Passy.

Un bello jardín se extendía por la parte posterior, encuadrado de otros jardines frondosos. Cuando unas crisis más dolorosas no la obligaban a encerrarse días enteros en su dormitorio con las ventanas herméticamente cerradas, invisible para todos, Dolores se hacía llevar bajo los árboles y permanecía allí tendida, melancólica e incapaz de reaccionar contra el triste Destino.

La arena del camino crujió de nuevo, y, acompañado por la sirvienta, apareció un hombre joven, de aspecto elegante, vestido con sencillez, al estilo un poco anticuado de ciertos pintores, con el cuello bajo y corbata flotante de puntos blancos sobre el fondo azul marino.

La sirvienta se alejó.

- Andrés Beauny, ¿no es así? -preguntó Dolores.

- Sí, señora.

- Yo no tengo el honor ...

- Sí, señora. Sabiendo que yo era uno de los amigos de la señora de Ernemond, la abuela de Genoveva, usted le ha escrito a esta señora a Garches diciéndole que deseaba tener una entrevista conmigo. Heme aquí.

Dolores se irguió, muy emocionada.

- ¡Ah!, usted ...

- Sí.

Ella balbució:

- ¿Verdaderamente? ¿Es usted? No le reconocía.

- ¿Acaso no reconoce al príncipe Pablo Sernine?

- No ..., no se parece en nada a él ..., ni la frente ..., ni los ojos ..., y tampoco es así como ...

- Como los periódicos presentaron al detenido de la Santé -interrumpió él, sonriente-. Sin embargo, soy enteramente yo.

Se produjo un largo silencio, durante el cual parecieron uno y otra turbados y en situación embarazosa.

Finalmente, él dijo:

- ¿Puedo saber la razón ...?

- ¿Genoveva no se lo ha dicho a usted? ...

- No la he visto ..., pero a su abuela le pareció que usted necesitaba de mis servicios.

- Es eso ..., es eso ...

- ¿Y en qué puedo servirla? ... Me siento tan feliz ...

Ella dudó unos segundos, y luego murmuró:

- Tengo miedo.

- ¡Miedo! -exclamó él.

- Sí -dijo ella en voz baja-. Tengo miedo de todo. Miedo de lo que ya es y de lo que será mañana, pasado mañana ..., miedo de la vida. He sufrido tanto ...; ya no puedo más.

El la miraba con una gran compasión. El sentimiento confuso que le había empujado siempre hacia aquella mujer adquiría hoy un carácter más preciso al pedirle ella su protección. Sentía una necesidad ardiente de dedicarse a ella por entero, sin esperar ninguna recompensa.

Ella prosiguió:

- Estoy sola ahora, completamente sola, y con unos sirvientes que he tomado al azar, y tengo miedo ...; tengo la sensación de que algo se agita en torno a mí.

- Pero ¿con qué finalidad?

- Lo ignoro. Pero el enemigo ronda y se acerca.

- ¿Le ha visto usted? ¿Ha observado usted algo?

- Sí, en la calle, estos días, dos hombres han pasado varias veces frente a la casa y se han detenido para observarla.

- ¿Qué señas tienen?

- Hay uno al que vi mejor. Es alto, fuerte, completamente afeitado y vestido con una chaqueta negra y muy corta.

- Un mozo de café.

- Sí, un mayordomo. Hice que uno de mis criados le siguiera. Tomó por la calle de la Pompe y penetró en una casa de aspecto malo, cuya planta baja está ocupada por un comerciante en vinos ... La primera a la izquierda que da a la calle. En suma, la otra noche ...

- La otra noche, ¿qué?

- Por la ventana de mi cuarto observé una sombra en el jardín.

- ¿Eso es todo?

- Sí.

El reflexionó, y le propuso:

- ¿Me permitiría usted que dos de mis hombres duerman abajo, en una de las habitaciones de la planta baja? ...

- ¿Dos de sus hombres?

- ¡Oh!, no tema nada ...; son gente honrada ... El viejo Charolais y su hijo ... No tienen aspecto alguno de lo que son ...; con ellos, usted podrá estar tranquila. En cuanto a mí ...

Dudó. Esperaba que ella le rogase que volviera. Pero como ella permanecía callada, él dijo:

- En cuanto a mí, es preferible que no me vean aquí ..., sí, es preferible ... por usted. Mis hombres me tendrán al corriente de todo.

Intentó decir algo más, quedarse, sentarse allí junto a ella y consolarla. Pero tuvo la impresión de que ya había dicho todo cuanto tenía que decirse y que una sola palabra más, pronunciada por él, constituiría un ultraje.

Entonces, la saludó en voz baja y se retiró.

Cruzó el jardín con paso vivo, con prisa por encontrarse fuera de allí y dominar su emoción.

La sirvienta le esperaba en el umbral del vestíbulo. En el momento en que franquitaba la puerta de la calle, alguien llamaba allí al timbre. Era una joven ...

Se estremeció, y dijo:

- ¡Genoveva!

Ella clavó sus ojos en él con expresión de asombro, e, inmediatamente, aunque sorprendida por la extrema juventud que brillaba en aquella mirada, ella le reconoció, causándole tal turbación que se sintió desfallecer y hubo de apoyarse contra la puerta.

El se había quitado el sombrero y la contemplaba sin atreverse a tenderle la mano. ¿Le tendería ella la suya?

El ya no era el príncipe Sernine ..., era Arsenio Lupin ... Ella sabía que él era Arsenio Lupin y que salía de la prisión.

Afuera llovía. La joven entregó su paraguas al criado y balbució:

- Tenga la bondad de abrirlo y ponerlo en algún lado ...

Y la joven penetró a través de la puerta sin detenerse.

Pobre amigo mío -se dijo Lupin, marchándose-. Con esta más, ya son sacudidas bastantes para un individuo nervioso y sensible como tú. Cuida de tu corazón; si no ... Bueno; se te están humedeciendo los ojos. Mala señal, señor Lupin; estás envejeciendo.

Dio una palmada en el hombro a un joven que cruzaba la calzada de Muette y se dirigía a la calle de Vignes. El joven se detuvo, y después de unos segundos, dijo:

- Perdóneme, señor, pero no tengo el honor ..., me parece ...

- Le parece a usted mal, mi querido señor Leduc, o bien es que su memoria está muy debilitada. Recuerde usted Versalles ..., el pequeño cuarto en el hotel Los Tres Emperadores ...

- ¡Usted!

El joven había dado un salto atrás, mostrando espanto.

- Dios mío, pues sí, soy yo, el príncipe Sernine, o, más bien dicho, Lupin, puesto que usted sabe mi verdadero nombre. ¿Acaso pensaba usted que Lupin se había muerto? ¡Ah!, sí, comprendo, la prisión ...; usted esperaba ... Vaya, hijo, vaya ...

Le palmoteó afablemente sobre el hombro.

- Veamos, joven, ánimo, pues disponemos todavía de muchos días plácidos y buenos para hacer versos. Todavía no ha llegado la hora. Haz versos, poeta.

Le apretó el brazo violentamente y le dijo cara a cara:

- Pero la hora se acerca, poeta. No olvides que me perteneces en cuerpo y alma. Y prepárate para representar tu papel. Será duro y magnífico. Y, por Dios, que verdaderamente me pareces el hombre apropiado para ese papel.

Rompió a reír, hizo una pirueta y dejó al joven Leduc desconcertado.

Más lejos. en la esquina de la calle de la Pompe, estaba la tienda de vinos de que le había hablado la señora Kesselbach. Penetró en ella y habló largamente con el dueño. Luego tomó un auto de alquiler y se hizo conducir al Gran Hotel, donde vivía bajo el nombre de Andrés Beauny.

Los hermanos Doudeville le esperaban allí.

Aunque un poco hastiado por esta clase de satisfacciones, no por ello Lupin dejaba de disfrutar los testimonios de admiración y de dedicación con que sus amigos le colmaban.

- En suma, jefe, explíquenos ... ¿Qué ha ocurrido? Con usted, nos hemos acostumbrado a los prodigios ... Pero, a pesar de ello, hay un límite ... Entonces, ¿está usted libre? Sí, y helo a usted aquí, en el corazón de París, apenas disfrazado.

- ¿Un cigarro? -les ofreció Lupin.

- Gracias ..., no.

- Pues haces mal, Doudeville. Estos son unos magníficos cigarros. Los he recibido de un gran conocedor en materia de tabacos que se precia de ser amigo mío.

- ¿Podríamos saber quién es?

- El kaiser ... Vamos, no pongáis esas caras de embrutecidos e informadme de lo que ha ocurrido. No he leído periódicos. ¿Qué efecto causó en el público mi fuga?

- El de un rayo.

- ¿Y qué versión dio la Policía?

- Según ella, la fuga ocurrió en Garches, mientras se efectuaba la reconstrucción del asesinato de Altenheim. Por desgracia, los periodistas han demostrado que eso era imposible.

- ¿Y entonces?

- Entonces, esto ha provocado un desconcierto. Se busca, se ríe y hay gran diversión.

- ¿Y Weber?

- Weber se encuentra muy comprometido.

- ¿Y aparte de eso, no hay nada nuevo en el servicio de Seguridad? ¿No han descubierto nada sobre el asesino? ¿No hay ningún indicio que nos permita descubrir la identidad de Altenheim?

- No.

- Es lastimoso. ¡Cuando se piensa que pagamos millones para disponer de una Policía! Si esto continúa, voy a negarme a pagar las contribuciones. Toma asiento y coge una pluma. La carta que voy a dictarte la llevarás esta noche al Grand Journal. Hace mucho tiempo que el mundo no tiene noticias mías. Debe de estar consumido de impaciencia. Escribe:

Señor director:

Me disculpo ante el público, cuya legítima impaciencia se sentirá decepcionada.

Me he fugado de la prisión, pero me es imposible revelar la forma en que me he evadido. Al propio tiempo debo decir que después de mi fuga he descubierto el famoso secreto, pero me es imposible decir qué secreto es ese y cómo lo descubrí.

Todo eso será, un día u otro, el tema de un relato un tanto original que, conforme a mis notas, publicará mi habitual biógrafo. Es una página de la historia de Francia que nuestros nietos no dejarán de leer con interés.

Por el momento, tengo cosas más importantes que hacer. Indignado al ver en qué manos han caído las funciones que yo ejercía, cansado de comprobar que el asunto Kesselbach-Altenheim continúa encontrándose en la misma situación, destituyo al señor Weber y vuelvo a tomar el cargo de honor que yo ocupaba con tanto brillo y a satisfacción general, bajo el nombre de señor Lenormand.

Arsenio Lupin.
Jefe de Seguridad
.

II

A las ocho de la noche, Arsenio Lupin y uno de los hermanos Doudeville penetraban en el establecimiento Caillard, el restaurante de moda; Lupin vestía frac entallado, pero con el pantalón un poco amplio, de artista, y la corbata demasiado suelta; Doudeville iba de levita, con el aspecto y el aire solemne de un magistrado.

Escogieron la parte del restaurante que se hallaba más al fondo y que está separada por dos columnas de la sala grande.

Un mayordomo, correcto pero desdeñoso, tomó nota del pedido en un carné que sostenía en la mano. Lupin pidió los platos con una minucia y un arte selectivo de fino gastrónomo.

- En verdad -dijo-, la comida de la prisión era aceptable; pero, a pesar de ello, constituye un placer el disfrutar de una comida selecta.

Comió con buen apetito y en silencio, limitándose, sin embargo, a pronunciar de cuando en cuando alguna breve frase que indicaba la trayectoria de sus preocupaciones.

- Evidentemente, eso se arreglará ..., pero será difícil ... ¡Qué adversario! ... Lo que me sorprende es que, después de seis meses de lucha, yo ni siquiera sepa qué es lo que él quiere ... El cómplice principal ha muerto; estamos al término de la batalla; pero, no obstante, no veo más claro su juego ... ¿Qué busca ese miserable? ... En lo que a mí se refiere, mi plan está claro: echar la mano al gran ducado, poner en el trono a un gran duque designado por mí, darle a Genoveva como esposa ... y reinar. He aquí algo completamente limpio, honrado y leal. Pero él, ese innoble personaje, esa larva de las tinieblas, ¿qué objetivo quiere alcanzar?

Llamó:

- Mozo.

El mayordomo se acercó.

- ¿Qué desea el señor?

- Cigarros.

El mayordomo regresó momentos después y abrió varias cajas.

- ¿Cuáles me aconseja usted ? -preguntó Lupin.

- Aquí hay unos Upman excelentes.

Lupin le ofreció uno de esos cigarros a Doudeville, tornó otro para él y lo despuntó.

El mayordomo encendió una cerilla y se la presentó.

Con gran rapidez, Lupin le agarró por la muñeca.

- Ni una palabra ...; te conozco ..., tu verdadero nombre es Domingo Lecas ...

El mayordomo, hombre grueso y fuerte, intentó desprenderse. Ahogó un grito de dolor.

Lupin le había torcido la muñeca.

- Tú te llamas Domingo ...; vives en la calle de la Pompe, en un cuarto piso, y te has retirado con una pequeña fortuna adquirida al servicio ...; pero escucha, imbécil, o te rompo el hueso ..., una fortuna adquirida al servicio del barón Altenheim, en cuya casa eras mayordomo.

El otro quedó inmóvil, con el rostro amarillo de miedo.

Alrededor de ellos, la pequeña sala había quedado vacía. Al lado, en el restaurante, tres señores fumaban y dos parejas pasaban el tiempo tomando licores.

-Ya ves, aquí estamos a solas ...; podemos hablar.

- ¿Quién es usted? ¿Quién es usted?

- ¿No me recuerdas, acaso? Sin embargo, recuerda el famoso almuerzo en la villa Dupont ... Fuiste tú mismo, viejo pícaro, quien me ofreció el plato de pasteles envenenados ..., ¡y qué pasteles! ...

- ¡El príncipe! ... ¡El príncipe! -balbució el otro.

- Sí, el príncipe Arsenio, el príncipe Lupin en persona ... ¡Ah, ya respiras! ... Te estás diciendo que nada tienes que temer de Lupin, ¿no es así? Pues es un error, amigo mío, porque tienes que temerlo todo de él.

Sacó del bolsillo una tarjeta y se la mostró.

- Mira, aquí tienes; ahora soy de la Policía ... Qué le quieres, es siempre así como terminamos nosotros ..., nosotros, los grandes señores del robo, los emperadores del crimen.

- ¿Qué quiere usted? -dijo el mayordomo, cada vez más inquieto.

- Ahora quiero que vayas a atender a aquel cliente que te está llamando allí. Cuando le hayas servido, vuelve aquí. Y, sobre todo, nada de bromas; no intentes largarte. Tengo diez agentes que están ahí fuera y que tienen los ojos puestos en ti. Anda, vete.

El mayordomo obedeció.

Cinco minutos después había regresado, y en pie ante la mesa, con la espalda vuelta al restaurante, haciendo como si discutiera con los clientes sobre la calidad de los cigarros, dijo:

- ¿Y entonces? ¿De qué se trata?

Lupin alineó sobre la mesa unos cuantos billetes de cien francos.

- A todas las respuestas precisas a mis preguntas te corresponderán otros tantos billetes.

- Me interesa.

- Comienzo. ¿Cuántos estabais con el barón de Altenheim?

- Siete, sin contarme yo.

- ¿No había más?

- No. Solamente una vez se contrataron también unos obreros de Italia para construir los subterráneos de la villa de las oficinas, en Garches.

- ¿Había dos subterráneos?

- Sí; uno conducía al pabellón Hortensia, y el otro desembocaba en el primero y tenía la entrada por debajo del pabellón de la señora Kesselbach.

- ¿Qué pretendíais?

- Secuestrar a la señora Kesselbach.

- Y las dos sirvientas, Susana y Gertrudis, ¿eran cómplices?

- Sí.

- ¿Dónde se encuentran ahora?

- En el extranjero.

- ¿Y tus siete compañeros, los de la banda de Altenheim?

- Yo me he separado de ellos. Pero ellos continúan en la banda.

- ¿Dónde podría yo encontrarlos?

Domingo titubeó. Lupin desdobló dos billetes franceses de mil francos y dijo:

- Tus escrúpulos te honran, Domingo, pero no tienes más que olvidarte de ellos y responder.

Domingo respondió:

- Puede encontrarlos en el número tres de la carretera de la Revolución, en Neuilly. Uno de ellos se llama Brontanteur.

- Perfectamente. Y ahora dime el nombre, el verdadero nombre de Altenheim. ¿Lo sabes?

- Sí; Ribeira.

- Domingo, esto va a acabar mal. Ribeira no era más que un apodo. Lo que quiero que me digas es su verdadero nombre.

- Parbury.

- Ese es otro apodo.

El mayordomo titubeó. Lupin desdobló tres billetes de cien francos.

- Bueno, ¡al diablo! -exclamó el mayordomo-. Después de todo, ya está muerto, ¿no es así?, y bien muerto.

- Su nombre -repitió Lupin.

- ¿Su nombre? El caballero de Malreich.

Lupin dio un salto en su asiento.

- ¡Cómo! ¿Qué es lo que dices, el caballero ...? Repite ..., el caballero ...

- Raúl de Malreich.

Se produjo un largo silencio. Lupin, con la mirada fija, pensaba en la loca de Veldenz que había muerto envenenada. Isilda llevaba ese mismo nombre: Malreich. Ese era también el nombre que llevaba el gentilhombre francés que llegó a la corte de Veldenz en el siglo XVIII.

Luego preguntó:

- ¿De qué país era ese Malreich?

- Era de origen francés. pero nacido en Alemania ...; yo vi sus documentos una vez ... Fue así como me enteré de su nombre. ¡Ah!, si él lo hubiera sabido, creo que me hubiera estrangulado.

Lupin reflexionó. y dijo:

- ¿Era él quien os mandaba a todos?

- Sí.

- Pero ¿él tenía un cómplice, un asociado?

- ¡Ah!, cállese usted ... Cállese usted ...

El rostro del mayordomo expresó de pronto una gran ansiedad. Lupin experimentó esa misma clase de espanto. de repulsión que sufría el otro con solo pensar en el asesino.

- ¿Quién es? ¿Le has visto?

- ¡Oh!. no hablemos de ese .... no se debe hablar de él.

- ¿Quién es?, te pregunto.

- Es el amo .... el jefe ...; nadie le conoce.

- Pero tú le has visto. Responde. ¿Le has visto?

- Algunas veces en las sombras ..., de noche. Nunca en pleno día. Sus órdenes llegaban escritas en pequeños trozos de papel ... o por teléfono.

- ¿Su nombre?

- Lo ignoro. Nunca se hablaba de él. Eso traía mala suerte.

- Anda vestido de negro. ¿no es así?

- Sí, de negro. Es pequeño y delgado .... rubio ...

- Y mata. ¿no es eso?

- Sí, mata .... mata lo mismo que otros roban un pedazo de pan.

Su voz temblaba. Suplicó:

- Callémonos ..., no debemos hablar de eso ..., yo se lo digo ..., trae mala suerte.

Lupin calló, impresionado, a pesar de todo, por la angustia de aquel hombre.

Permaneció largo tiempo pensativo, y luego se levantó y le dijo al mayordomo:

- Toma, ahí está tu dinero; pero si quieres vivir en paz, procederás prudentemente en no soplarle ni una palabra a nadie sobre nuestra entrevista.

Salió del restaurante con Doudeville y caminaron hasta la puerta de Saint-Denis. Sin decir palabra, preocupado por todo cuanto acababa de saber. Finalmente, tomó del brazo a su compañero y dijo:

- Escucha bien, Doudeville. Vas a ir a la estación del Norte, adonde llegarás a tiempo para saltar al expreso de Luxemburgo. Irás a Veldenz, la capital del gran ducado de Deux-Pont-Veldenz. En la Casa-Ayuntamiento obtendrás fácilmente el acta de nacimiento del caballero de Malreich. y también informes sobre su familia. Pasado mañana podrás estar de regreso.

- ¿Deberé dar aviso en la Seguridad?

- Yo me encargo de eso. Telefonearé diciéndoles que estás enfermo. Otra cosa más. Nos veremos a mediodía en un pequeño café que se encuentra en la carretera de la Revolución y que se llama restaurante Búfalo. Disfrázate de obrero.

Al día siguiente por la mañana, Lupin, vestido con una blusa y cubierta la cabeza con una gorra, se dirigió hacia Neuilly y comenzó su investigación en el número 3 de la carretera de la Revolución. Había allí una puerta para coches que daba acceso a un primer patio; dentro de este había toda una verdadera ciudad, con una serie de pasadizos y de talleres, donde bullía una población de artesanos, de mujeres y de chiquillos. En breves minutos se conquistó las simpatías de la portera, con la cual charló durante una hora sobre los más diversos temas. Durante esa hora vio pasar, unos tras otros, a tres individuos cuyo aspecto le sorprendió.

Estas son -pensó- verdaderas piezas de caza ...; se nota por el rastro que dejan ...; tienen el aire de gentes honradas, ¡diablos!, pero también tienen la mirada de la bestia silvestre, que sabe que el enemigo se encuentra por todas partes y que en cada maleza, en cada macizo de hierbas, se puede ocultar una emboscada.

Por la tarde y durante la mañana del sábado, Lupin prosiguió sus investigaciones y adquirió la certidumbre de que los siete cómplices de Altenheim vivían todos en aquel grupo de casas. Cuatro de ellos ejercían abiertamente de comerciantes de ropas hechas. Otros dos vendían periódicos, y el séptimo se decía chamarilero, y, en efecto, es así como se le conocía. Pasaban unos juntos de otros sin dar la más pequeña muestra de conocerse. Pero, por la noche, Lupin comprobó que se reunían en una especie de cochera situada al fondo del último de los patios, y en la cual el chamarilero guardaba sus mercancías, constituidas por hierros viejos, estufas rotas, tuberías de estufas oxidadas y, sin duda, también una gran cantidad de objetos robados.

Vamos -se dijo-; hagamos, en primer lugar, nuestra tarea. Le he pedido un mes a mi primo de Alemania, pero creo que bastará con una quincena. y lo que más me agrada es el comenzar la operación por estos mozalbetes que me dieron un baño en el Sena. Pobre viejo Gourel; por fin voy a vengarte. Y no es demasiado pronto.

A mediodía penetró en el restaurante Búfalo, entrando en una pequeña sala baja, en la cual albañiles y cocheros acudían a comer el plato del día.

Alguien vino a sentarse a su lado a la mesa.

- Ya está arreglado, jefe.

- ¡Ah!, eres tú, Doudeville. Tanto mejor. Tengo prisa por saber. ¿Ya tienes los informes? ¿Y el acta de nacimiento? Pronto, cuenta.

- Pues bien: he aquí lo que hay. El padre y la madre de Altenheim murieron en el extranjero.

- Pasemos eso por alto.

- Y dejaron tres hijos.

- ¿Tres?

- Sí, el mayor tendría hoy treinta años. Se llamaba Raúl de Malreich.

- Ese es nuestro hombre Altenheim. ¿Y qué más?

- El más joven de los hijos era una muchacha, Isilda. En el registro figura escrita con tinta fresca la anotación Fallecida.

- Isilda ..., Isilda -repitió Lupin-; es exactamente lo que yo pensaba. Isilda era la hermana de Altenheim ...; yo había observado en ella una expresión fisonómica que me era conocida ...; ese es el lazo que los unía ... Pero ¿y el otro, el tercer hijo, o, más bien, el segundo?

- Era un hijo. Tendría en la actualidad veintiséis años.

- ¿Su nombre?

- Luis de Malreich.

Lupin experimentó cierta sorpresa.

- Ya está. Luis de Malreich ...; las iniciales L. M ..., la espantosa y aterradora firma ... El asesino se llama Luis de Malreich ...; era el hermano de Altenheim y el hermano de Isilda. Mató a uno y a otra por temor a sus revelaciones ...

Lupin permaneció taciturno, sombrío, sin duda bajo la obsesión de aquel ser misterioso.

Doudeville objetó:

- ¿Y qué podría él temer de su hermana Isilda? Me dijeron que esta estaba loca.

- Loca, sí; pero capaz todavía de recordar ciertos detalles de su infancia. Seguramente hubiera reconocido al hermano con el cual se había criado ... Y la posibilidad de ese recuerdo le costó la vida.

Luego agregó:

- Loca ..., pero si todas esas gentes eran locas ..., la madre loca ..., el padre un alcohólico ..., Altenheim una verdadera bestia ..., Isilda una pobre demente ..., y en cuanto al otro, el asesino, ese es el monstruo, el maniático imbécil ...

- Jefe, ¿cree usted que es un imbécil?

- Sí, imbécil. Con destellos de genio, con malicias e intuiciones de demonio, pero un trastornado, un poco como toda esa familia de los Malreich. Solo los locos matan, y sobre todo los locos como él. Porque, en fin ...

- ¿Qué, jefe?

- Mira.

III

Acababa de penetrar en el restaurante un hombre que colgó en una percha su sombrero -un sombrero negro de fieltro blando-, se sentó a una pequeña mesa, examinó la carta que le entregó un camarero, pidió los platos escogidos y luego esperó inmóvil, con el busto rígido y los brazos cruzados sobre el metal.

Lupin le observó, situado completamente de cara a él.

Tenía un rostro delgaducho y seco, enteramente lampiño, las órbitas de los ojos profundos y en las cuales se percibían unas pupilas grises, aceradas. La piel parecía estirada de un pómulo al otro como un pergamino tan basto y espeso que no hubiera podido perforarlo ni un pelo de la barba.

Y aquel rostro era apagado. No lo animaba la más tenue expresión; ningún pensamiento parecía latir bajo aquella frente de marfil. Las pupilas, sin pestañas, jamás se movían, lo que daba a aquella mirada la fijeza de la de una estatua.

Lupin hizo seña a uno de los mozos del establecimiento.

- ¿Quién es ese señor?

- ¿Aquel que está almorzando allí?

- Sí.

- Es un cliente. Viene aquí dos o tres veces por semana.

- ¿Sabe usted su nombre?

- ¡Caray!, sí ... León Massier.

- ¡Oh! - balbució Lupin, muy emocionado-. L. M ..., las dos letras ... ¿Será, acaso, éste Luis de Malreich?

Le contempló con avidez. En verdad, el aspecto de aquel hombre se ajustaba a la imagen que Lupin se había forjado de él, a lo que sabía de él y de su horrible existencia. Pero lo que le turbaba era la mirada de muerte, aquellos ojos donde él había pensado que habría vida y llama ... Aquella mirada impasible donde cabía suponer el tormento, el desorden mental, la poderosa mueca de los grandes malditos.

Le dijo al mozo:

- ¿Y a qué se dedica ese señor?

- Palabra, no sabría decirlo. Es un tipo muy raro ...; siempre está solo ..., jamás habla con nadie ... Aquí apenas si conocemos el tono de su voz. Con el dedo señala en la carta los platos que quiere que le sirvan ... En veinte minutos come ..., paga ... y se va ...

- ¿Y cuándo vuelve?

- Cada cuatro o cinco días. No viene con regularidad.

Es él, no puede ser más que él -se repetía Lupin-. Es Malreich; helo aquí ..., respirando a cuatro pasos de mí. Ahí están las manos que matan. Ahí está el cerebro que se embriaga con el olor a sangre ..., el monstruo, el vampiro ...

Y, sin embargo, ¿era esto posible? Lupin había acabado por considerarle como a un ser a tal extremo fantástico, que se sentía desconcertado al verle en forma viviente, caminando, viviendo, actuando. No se explicaba que comiese como los demás pan y carne, que bebiese cerveza como cualquiera ... El, que lo había imaginado igual a una bestia inmunda que se atiborrase de carne viva y de la sangre de sus víctimas.

- Vámonos, Doudeville.

- ¿Qué es lo que tiene usted, jefe? Está usted muy pálido.

- Siento necesidad de respirar aire fresco. Salgamos.

Afuera respiró largamente, se secó la frente cubierta de sudor y murmuró:

- Ya me siento mejor. Me asfixiaba -y, dominándose, agregó-: Doudeville, el desenlace se acerca. Desde hace semanas estoy luchando a tientas contra un enemigo invisible. Y he aquí que de pronto la casualidad le pone en mi camino. Ahora la partida está igualada.

- ¿Y si nos separáramos, jefe? Ese hombre nos ha visto juntos. Se fijará menos en nosotros si nos ve separados.

- ¿Acaso nos ha visto? -dijo Lupin, pensativo-. Parece no ver nada, no oír nada ni mirar a nada. ¡Qué tipo desconcertante!

De hecho, diez minutos después, León Massier apareció y se alejó sin observar siquiera que era seguido.

Había encendido un cigarrillo y fumaba, con una de las manos a la espalda, caminando como un paseante distraído que goza del sol y del aire fresco y que no sospecha que pueda ser vigilado en el curso de su paseo.

Pasó más allá del fielato que allí había, siguió a lo largo de las fortificaciones, salió de nuevo por la puerta Champerret y regresó por la carretera de la Revolución.

¿Iría a entrar en las casas del número 3? Lupin deseó vivamente que así fuese, pues ello hubiera constituido la prueba segura de su complicidad COn la banda de Altenheim; pero el individuo dio vuelta en la esquina y penetró por la calle Delaizement, por la cual siguió hasta más allá del velódromo de Búfalo.

A la izquierda, frente al velódromo, entre las barracas que bordean la calle Delaizement, había una pequeña casa aislada, rodeada por un jardín minúsculo.

León Massier se detuvo, sacó un manojo de llaves, abrió primero la puerta de reja del jardín y luego la puerta de la casa, y desapareció dentro de esta.

Lupin avanzó con precaución. Inmediatamente observó que las casas de la carretera de la Revolución se prolongaban por la parte posterior hasta el muro del jardín.

Habiéndose acercado algo más, vio que ese muro era muy alto y que apoyada contra él había una cochera construida al fondo del jardín.

Conforme a la disposición de aquel lugar, Lupin adquirió la certidumbre de que aquella cochera estaba adosada a la cochera que se erguía en el último patio del número 3, y que le servía de almacén para cosas viejas al chamarilero.

Así, pues, León Massier vivía en una casa contigua a la habitación donde se reunían los siete cómplices de la banda de Altenheim. Por consiguiente, León Massier era, en efecto, el jefe supremo que mandaba esa banda, y resultaba evidente que por un pasadizo que existía entre las dos cocheras se comunicaba con sus subordinados.

- No me había equivocado -dijo Arsenio Lupin-. León Massier y Luis de Malreich no son más que una misma persona. La situación se simplifica.

- Por completo -aprobó Doudeville-, y antes de unos días todo estará arreglado.

- Es decir, que yo hubiera recibido una cuchillada en la garganta.

- ¿Qué es lo que usted dice. jefe? Vaya una idea ...

- ¡Bah. quién sabe! Siempre tuve el presentimiento de que ese monstruo me traería mala suerte.

A partir de ese momento se trataba. por así decir, de vigilar la vida de Malreich, de modo que ninguno de sus actos pasasen ignorados.

La vida de Malreich, según las gentes que vivían en el barrio y entre las cuales indagó Doudeville, era de lo más extraña. El individuo del Pabellón. cual llamaban a aquella vivienda, hacía solamente algunos meses que habitaba allí. No se trataba con nadie ni recibía visita alguna. No se sabía que tuviese ningún criado. Y las ventanas, aun estando abiertas de par en par, incluso durante la noche, revelaban en el interior una completa oscuridad, que nunca iluminaba ni siquiera la claridad de una vela o de una lámpara. Por lo demás. generalmente León Massier salía al declinar el día y regresaba muy tarde, al alba, según manifestaban algunas personas que se habían encontrado con él al salir el sol.

- ¿Y saben esas personas lo que hace? -preguntó Lupin a su compañero, cuando este se reunió a él.

- No. Su existencia es completamente irregular ...; desaparece algunas veces durante varios días .... o más bien permanece encerrado en casa. En resumen, nada se sabe.

- Pues bien: nosotros lo averiguaremos, y antes de mucho.

Pero se equivocaba. Después de ocho días de investigaciones y de esfuerzos continuos, Lupin no había conseguido averiguar nada nuevo en relación con aquel extraño personaje. Pero ocurrió algo de extraordinario, y fue que, súbitamente, mientras Lupin le seguía, aquel hombre, que caminaba con paso corto a lo largo de las calles, sin detenerse jamás, desapareció un día, de pronto, como por milagro.

Utilizaba algunas veces casas de doble salida. Pero otras veces parecía desvanecerse en medio de la multitud, como si fuera un fantasma. Y cuando esto ocurría, Lupin permanecía allí petrificado, desorientado, lleno de rabia y de confusión.

Entonces se iba corriendo de nuevo a la calle Delaizement y montaba allí guardia. Transcurrían los minutos y los cuartos de hora, sucediéndose unos a otros hasta que pasaba gran parte de la noche. Y luego, de pronto, el hombre misterioso resurgía. ¿Qué había podido estar haciendo?

IV

- Una carta continental para usted, patrón -le dijo DoudevilIe una noche, a eso de las ocho, al reunirse a él en la calle Delaizement.

Lupin rasgó el sobre. La señora Kesselbach le suplicaba que acudiera en su auxilio. A la caída de la tarde, dos hombres se habían estacionado bajo las ventanas de la casa de la señora Kesselbach y uno de ellos había dicho:

- ¡Caray!, no hemos visto más que fuego ... Entonces queda entendido, daremos el golpe esta noche.

La señora había bajado y comprobado que la ventana de la despensa ya no cerraba o, cuando menos, que podía ser abierta desde el exterior.

- En fin -dijo Lupin-, es nuestro propio enemigo quien nos presenta batalla. Tanto mejor. Ya estoy cansado de permanecer en pie vigilando bajo las ventanas de Malreich.

- ¿Acaso estará él allí a estas horas?

- No, todavía me ha hecho una nueva jugada de las suyas en París. Yo iba a jugarle una de las mías. Pero, ante todo, escúchame bien, Doudeville. Vas a reunir a una docena de nuestros hombres de los más fuertes ... Por ejemplo, a Marco y al ujier Jerónimo. Después del asunto del Palace Hotel yo les había dado unas vacaciones. Que vengan por esta vez. Cuando nuestros hombres ya estén reunidos, llévalos a la calle de Vignes. El viejo Charolais y su hijo montarán guardia. Tú te entenderás con ellos, y a las once y media vendrás a reunirte conmigo en la esquina de la calle de Vignes y de la calle Reynouard. Desde allí vigilaremos la casa.

Doudeville se alejó. Lupin esperó todavía una hora más, hasta que la pacífica calle Delaizement quedó completamente desierta, y luego, viendo que León Massier no regresaba, se decidió y se acercó a la casa.

No había nadie en las inmediaciones ... Tomó impulso y saltó sobre el reborde de piedra que sostenía sujeta la reja del jardín. Unos minutos después estaba en el interior del jardín.

Su propósito consistía en forzar la puerta de la casa y registrar las habitaciones, a fin de encontrar las famosas cartas del emperador, robadas por Malreich en Veldenz, pero pensó que una visita a la cochera era aún más urgente.

Quedó muy sorprendido al ver que la casa no estaba cerrada, y comprobar en seguida, a la luz de su linterna eléctrica, que se encontraba absolutamente vacía y que no a había ninguna puerta de comunicación en el muro del fondo.

Investigó largo tiempo, pero sin éxito alguno. Sin embargo, en el exterior vio una escala apoyada contra la cochera y que evidentemente servía para subir a una especie de desván que existía bajo el techo de pizarra.

Viejas cajas, haces de paja, vidrieras de jardinería de invierno, se amontonaban en aquel desván, o más bien así lo parecía, porque descubrió fácilmente un pasadizo que le conducía al muro. Allí tropezó con una vidriera que intentó apartar.

Al no poder hacerlo, la examinó desde más cerca y comprobó que estaba sujeta a la muralla, y que además le faltaba uno de los cristales.

Metió el brazo y comprobó que en el otro lado no había más que el vacío. Proyectó la luz de la linterna y observó. Se trataba de un hangar grande, una cochera más amplia que la del pabellón y repleta de hierros y objetos de toda clase.

Ya está -se dijo Lupin-. Este tragaluz está practicado en la cochera del chamarilero, arriba de todo, y es desde allí desde donde Luis Malreich ve, escucha y vigila a sus cómplices, sin que estos le vean ni le oigan a él. Ahora me explico el que no conozcan a su jefe.

Ya informado, apagó la luz de la lámpara, y se disponía a marcharse cuando una puerta se abrió frente a él, allá abajo. Alguien entraba. Se encendió una lámpara. Reconoció entonces al chamarilero.

Lupin resolvió quedarse, por cuanto la expedición que había iniciado no podía llevarla a cabo mientras aquel hombre permaneciese allí.

El chamarilero había sacado dos revólveres de sus bolsillos.

Comprobó el funcionamiento de las armas y cambió las balas de las mismas, mientras silbaba una canción de café cantante.

Transcurrió una hora en esa situación. Lupin comenzaba ya a inquietarse, y, no obstante, tampoco se decidía a irse.

Todavía transcurrieron dos minutos, media hora, una hora ...

Al fin, el hombre dijo en voz alta:

- Entra.

Uno de los bandidos se deslizó dentro de la cochera, y luego, uno tras otro, llegaron un tercero, un cuarto ...

- Ya estamos todos -dijo el chamarilero-. Diosdado y el Mofletudo se reunirán a nosotros allá. Vamos, no hay tiempo que perder ... ¿Venís armados?

- Por completo.

- Tanto mejor. La cosa va a estar caliente.

- ¿Cómo sabes tú eso, Chamarilero?

- He visto al jefe ..., y cuando yo digo que le he visto ..., no ...; en fin, me ha hablado ...

- Sí -dijo uno de los hombres-. Se encontraba, como siempre, en las sombras, en la esquina de una calle. Me gustaba mejor como procedía Altenheim. Cuando menos, sabíamos lo que hacíamos.

- ¿Y acaso no lo sabes ahora? -replicó el Chamarilero-. Vamos a robar en la casa de la Kesselbach.

- ¿Y los dos guardianes que hay allí? ¿Los dos sujetos que ha puesto allí Lupin?

- Tanto peor para ellos. Nosotros somos siete. No les quedará más que callarse.

- ¿Y la Kesselbach?

- Primero se le aplicará la mordaza, luego la cuerda, y después la traeremos aquí ... Mira, la tenderemos sobre ese viejo canapé. Y, finalmente, esperaremos las órdenes.

- ¿Está bien pagado este trabajo?

- Ante todo nos apoderaremos de las joyas de la Kesselbach.

- Sí, si tenemos éxito en eso, pero yo hablo de cosas seguras.

- Recibiremos por adelantado tres billetes de cien francos para cada uno de nosotros. Y después el doble.

- ¿Tienes el dinero?

- Sí.

- Tanto mejor. Podrá decirse todo lo que se quiera, pero ello no impide que, por lo que respecta al pago, no hay dos como ese tipo.

Y en voz baja, al extremo de que Lupin apenas pudo oírlo, añadió:

- Escucha, Chamarilero: si nos vemos obligados a manejar el cuchillo, ¿hay alguna prima?

- La misma de siempre. Dos mil.

- ¿Y si se trata de Lupin?

- Tres mil.

- ¡Ah!, si pudiéramos cazar a ese.

Unos tras otros abandonaron todos la cochera.

Pero Lupin todavía oyó estas palabras del Chamarilero:

- He aquí el plan de ataque. Nos dividiremos en tres grupos. La señal será un silbido, y entonces, cada uno avanzará ...

Rápidamente, Lupin salió de su escondrijo, bajó por la escala, rodeó el pabellón sin entrar en él y volvió a saltar por encima de la verja a la calle.

El Chamarilero tiene razón; la cosa va a estar caliente ... ¡Ah!, es mi piel lo que ellos quieren conseguir. Una prima por Lupin. Canallas.

Volvió a pasar por delante del fielato y saltó dentro de un automóvil de alquiler.

- A la calle Raynouard.

Luego hizo detener el taxi a trescientos pasos de la calle de Vignes, y caminó hasta el ángulo que formaban las dos calles.

Con gran estupor, comprobó que Doudeville no estaba allí.

¡Qué extraño! -se dijo Lupin-. Y, sin embargo, ya pasa de la medianoche ... Este asunto me parece sospechoso.

Se armó de paciencia y esperó diez minutos, veinte minutos. Pasada media hora de las doce, todavía no había llegado nadie. Y un retraso así se hacía peligroso. Después de todo, si Doudeville y sus amigos no habían podido venir, entonces Charolais, su hijo y el propio Lupin, según pensaba este, bastarían para rechazar el ataque, y esto sin contar con la ayuda de los criados de la casa.

Avanzó, pues. Pero surgieron dos hombres que intentaban disimularse en las sombras de una hondonada.

¡Caray! -se dijo Lupin-. Esta es la vanguardia de la banda. Diosdado y el Mofletudo. Me he dejado distanciar estúpidamente.

Todavía perdió algún tiempo. ¿Caminaría derecho hacia ellos para ponerlos fuera de combate y penetrar en seguida en la casa, por la ventana de la despensa, que sabía que se encontraba despejada? Esta era la iniciativa más prudente, pues le permitiría, además, llevarse en seguida a la señora Kesselbach y ponerla a salvo.

Sí, pero era también el fracaso de su plan ... Era dejar que fallase aquella ocasión única de aprisionar en la trampa a la banda entera, y con ella, sin duda alguna, también a Luis de Malreich.

De pronto vibró un silbido en alguna parte, del otro lado de la casa.

¿Serían los otros? ¿Iría a producirse por el lado del jardín un contrataque?

Sin embargo, a una señal dada, los dos hombres habían cabalgado por la ventana y desaparecido en el interior de la residencia.

Lupin dio un salto, se encaramó en el balcón y saltó dentro de la despensa. Al oír ruido de pasos, juzgó que los asaltantes se habían introducido en el jardín. Aquel ruido era tan claro que se sintió tranquilo. Charolais y su hijo no podían menos de haber oído lo que estaba ocurriendo.

Por consiguiente, entró. El dormitorio de la señora Kesselbach se encontraba junto al descanso de la escalera. Lupin penetró en él rápidamente.

A la luz de una lamparilla vio a Dolores desvanecida sobre un diván. Se precipitó hacia ella, la irguió y con voz imperiosa la obligó a responderle.

- Escuche ... ¿Y Charolais? ¿Y su hijo? ... ¿Dónde están?

Ella balbució:

- Pero ¿cómo? ... Pues ... se han marchado ...

- ¿Qué dice usted? ¿Cómo es que se han marchado?

- Usted me ha enviado ... hace una hora un mensaje telefónico.

Lupin recogió caído cerca de él un papel azul, y leyó:

Mándeme inmediatamente a los dos guardas ... y a todos mis hombres ...; los espero en el Gran Hotel. No tema nada.

- ¡Rayos y truenos! ..., y usted lo creyó. Pero ¿y sus criados?

- Se han marchado.

Se acercó a la ventana. Afuera vio llegar a tres hombres viniendo del otro extremo del jardín.

Por la ventana de la habitación vecina, que daba a la calle, vio a otros dos hombres en el exterior.

Inmediatamente pensó en Diosdado, el Mofletudo y, sobre todo, en Luis Malreich, que debía de estar rondando, invisible y formidable, por aquellos lugares.

- ¡Diablos! -murmuró-. Empiezo a creer que estoy perdido.
Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo quinto - Las cartas del EmperadorCapítulo séptimo - El hombre negroBiblioteca Virtual Antorcha