Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo cuarto - CarlomagnoCapítulo sexto - Los siete bandidosBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO QUINTO

Las cartas del Emperador




I

Las ruinas de Veldenz, harto conocidas de todos aquellos que visitan las orillas del Rin y del Mosela, comprenden los vestigios del antiguo castillo feudal, construido en 1277 por el arzobispo de Fistingen, y, cerca de un enorme torreón desventrado por las tropas de Turena, los muros intactos de un vasto palacio del Renacimiento, donde los grandes duques de Deux-Ponts habitaban desde hacía tres siglos.

Fue este palacio el que saquearon los sujetos sublevados de Hermann II. Las ventanas vacías constituyen doscientos agujeros asomándose desde las cuatro fachadas. Todo el artesonado, las tapicerías y la mayor parte de los muebles fueron quemados. Se camina sobre las vigas calcinadas de los pisos y de cuando en cuando puede divisarse el cielo a través de los techos destruidos.

Al cabo de dos horas, Lupin, seguido de su escolta, lo había recorrido todo.

- Estoy muy satisfecho de usted, mi querido conde. Creo que jamás he tenido un cicerone tan documentado, y, lo que es más raro aún, tan taciturno. Ahora, si usted quiere, podemos ir a desayunar.

En el fondo, Lupin no sabía ahora más que en el primer momento, y su desconcierto no hacía más que aumentar. Para lograr salir de la prisión y para impresionar la imaginación de su visitante, había afectado que lo sabía todo, pero, en realidad, aún tenía que buscar por dónde comenzaria su investigación.

Esto va mal -se decía a veces-. No puede ir más mal.

Por otra parte, no gozaba de su lucidez habitual. Estaba obsesionado por una idea: la del desconocido, del asesino, del monstruo que él sabía se encontraba siguiéndole los pasos.

¿Cómo era posible que aquel misterioso personaje le siguiera así los pasos? ¿Cómo había logrado enterarse de su salida de la cárcel y del camino que recorrerían en dirección a Luxemburgo y Alemania? ¿Seria por una milagrosa intuición? ¿O era, acaso, el resultado de unos informes precisos? Pero, entonces, ¿a qué precio y en virtud de qué promesas o de qué amenazas lograba obtenerlos?

Todas esas preguntas eran como fantasmas que atemorizaban el espíritu de Lupin.

Sin embargo, hacia las cuatro de la tarde, después de un nuevo paseo entre las ruinas, en el curso del cual Lupin había examinado inútilmente las piedras, medido el espesor de las murallas y analizado la forma y la apariencia de las cosas, le preguntó al conde:

- ¿No ha quedado ningún servidor del último gran duque que haya habitado el castillo?

- Todos los domésticos de esa época se han dispersado. Sólo uno ha continuado viviendo en esta región.

- ¿Entonces?

- Ha muerto hace dos años.

- ¿No ha dejado hijos?

- Tenía un hijo que se casó y que fue despedído, lo mismo que su esposa, por observar una conducta escandalosa. Dejaron aquí al más joven de sus hijos, una niña llamada Isilda.

- ¿Y dónde vive?

- Vive aquí, al extremo de estos terrenos. El viejo abuelo servía de guía a los visitantes en la época en que estaba permitido visitar el castillo. Desde entonces, la pequeña Isilda ha vivido siempre en estas ruinas, cosa que se le permite por lástima; es un pobre ser inocente que apenas si sabe hablar y que no sabe lo que dice.

- ¿Y ha sido siempre así esa muchacha?

- Al parecer, no. Fue aproximadamente a la edad de diez años cuando empezó a perder la razón poco a poco.

- ¿A consecuencia de alguna pena, de algún susto?

- No, fue sin motivo alguno, según me han dicho. El padre era un alcohólico, y la madre se suicidó en un ataque de locura.

Lupin reflexionó, y luego dijo:

- Quisiera verla.

El conde sonrió en forma bastante extraña.

- Ciertamente puede usted verla.

Isilda se encontraba precisamente en una de las habitaciones que le habían dejado.

Lupin quedó sorprendido al encontrarse con una agradable criatura, demasiado delgada, demasiado pálida, pero casi hermosa con sus cabellos rubios y su rostro delicado. Sus ojos, de un verde color agua, tenían una expresión vaga, soñadora ..., los ojos de una ciega.

Lupin le hizo algunas preguntas, a las que Isilda no respondió, y otras a las que aquella respondió con palabras incoherentes, cual si no comprendiera ni el sentido de las mismas ni el de las palabras que ella misma pronunciaba.

Lupin insistió, tomándole la mano con dulzura y preguntándole con voz afectuosa respecto a la época en que ella gozaba de su juicio, interrogándola sobre su abuelo, sobre los recuerdos que podían evocar en ella sus tiempos de la infancia cuando andaba libre entre las majestuosas ruinas del castillo.

La muchacha callaba, con sus ojos fijos, impasible, quizá emocionada, pero sin que su emoción lograse despertar su inteligencia dormida.

Lupin pidió un lápiz y un papel. Con el lápiz escribió sobre la hoja blanca: 813.

El conde volvió a sonreír.

- ¡Ah, eso le hace a usted reír! -exclamó Lupin, molesto.

- Nada ..., nada ...; eso me interesa ..., eso me interesa mucho ...

La muchacha miró a la hoja que Lupin le tendía delante de sus ojos y volvió la cabeza con aire distraído.

- Esto no da resultado -dijo el conde con ironía.

Lupin escribió las letras de la palabra Apoon.

Pero Isilda no prestó mayor atención.

Lupin no renunció a continuar la prueba, y trazó varias veces seguidas las mismas letras, aunque dejando cada vez entre ellas espacios variables. Pero, cada vez también, espiaba el rostro de la joven.

Isilda permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el papel y mostrando una indiferencia que nada parecía alterar.

De pronto, la muchacha tomó el lápiz, arrancó la última hoja de las manos de Lupin, y, cual si se sintiera bajo los efectos de una inspiración súbita, escribió dos eles en el medio de un espacio dejado en blanco por Lupin.

Este se estremeció.

Se había formado una nueva palabra: Apollon.

Sin embargo, la muchacha no había soltado el lápiz ni la hoja, y. con los dedos crispados y las facciones tensas, se esforzaba por obligar a su mano a obedecer a la orden titubeante de su pobre cerebro.

Lupin esperaba febrilmente.

La muchacha trazó con rapidez, como alucinada, una nueva palabra: Diane.

- Otra palabra ..., otra palabra ... -exclamó Lupin con vehemencia.

Isilda enroscó sus dedos en torno al lápiz. rompió la mina y con la punta de esta dibujó una J grande y soltó el lápiz. como agotada.

- ¡Otra palabra! ¡Yo lo quiero así! ... -le ordenó Lupin. agarrándola fuertemente del brazo.

Pero al mirar a los ojos de la joven vio reflejada en ellos de nuevo la indiferencia, como si aquel fugitivo resplandor de sensibilidad ya no pudiese brillar más.

- Vámonos -dijo Lupin.

Ya se alejaba, cuando ella echó a correr y le cerró el camino. El se detuvo y le preguntó:

- ¿Qué quieres?

Ella le tendió la mano abierta.

- ¿Qué. dinero? ¿Acaso tiene la costumbre de mendigar? -dijo Lupin, dirigiéndose al conde.

- No -replicó el conde-. Y no me explico esto en absoluto ...

Isilda sacó de su bolsillo dos monedas de oro, que hizo sonar chocando una contra otra alegremente.

Lupin las examinó.

Eran monedas francesas, completamente nuevas, acuñadas en aquel mismo año.

- ¿Dónde encontraste esto? -exclamó Lupin con agitación-. Monedas francesas. ¿Quién te las dio? ... ¿Y cuándo? ... ¿Fue hoy? Habla ... Responde ...

Luego, Lupin se encogió de hombros, y dijo:

- ¡Qué imbécil soy! Como si ella pudiera responderme ... Querido conde, haga el favor de prestarme cuarenta marcos ... Gracias ... Toma, Isilda, son para ti ...

La muchacha tomó las dos monedas, las hizo sonar con las otras dos en el cuenco de su mano, y luego, extendiendo el brazo, señaló hacia las ruinas del palacio, con un ademán que parecía designar especialmente el ala izquierda y la cima de esa ala.

¿Se trataba de un movimiento maquinal, o bien era preciso considerar el ademán como una muestra de agradecimiento por las dos monedas de oro?

Lupin observó al conde. Este no cesaba de sonreir.

¿Por qué se reirá este bruto? -se dijo Lupin-. Es como para creer que se está burlando de mí.

A la buena de Dios se dirigió hacia el palacio, seguido de su escolta.

La planta baja se componía de varias enormes salas de recepción que se comunicaban unas con otras y en las que se hallaban reunidos los pocos muebles que habían escapado al incendio.

En el primer piso, por el lado Norte, había una larga galería a la cual daban doce preciosas salas exactamente iguales.

Esa misma galería volvía a repetirse en el segundo piso, pero con veinticuatro habitaciones, también semejantes unas a otras. Todo estaba vacío, descuidado y con un aspecto lamentable.

En lo alto no había nada. Las buhardillas habían sido destruidas por el incendio.

Durante una hora, Lupin caminó, corrió infatigable de un lado a otro, con la mirada alerta. Al caer la noche, corrió hacia una de las doce salas del primer piso, como si la hubiera escogido por razones particulares que sólo él sabía.

Quedó muy sorprendido al encontrar allí al emperador, el cual estaba fumando, sentado en una butaca que había ordenado le trajeran.

Sin preocuparse de su presencia, Lupin comenzó a inspeccionar la sala conforme a los procedimientos que acostumbraba emplear en casos análogos, dividiendo la estancia en secciones y examinando estas una a una.

Al cabo de veinte minutos, dijo:

- Me permito pedirle, señor, que tenga la bondad de levantarse. Aquí hay una chimenea ...

El emperador inclinó la cabeza.

- ¿Es en realidad necesario que me levante?

- Sí, señor; esta chimenea ...

- Esta chimenea es como todas las demás, y esta sala no se diferencia en nada de las salas vecinas.

Lupin miró al emperador sin comprender. Este se levantó, y riendo, dijo:

- Creo, señor Lupin, que usted se ha burlado un poco de mí.

- ¿En qué, señor?

- ¡Oh Dios santo! No se trata de gran cosa. Usted ha obtenido la libertad bajo la condición de entregarme unos documentos que me interesan, y resulta que usted no tiene la menor idea del lugar donde aquellos se encuentran. Entonces, como dicen ustedes los franceses, usted me ha enrollado ..., engañado.

- ¿Cree usted, señor?

- Claro, porque aquello que se sabe no se busca, y he aquí que hace diez horas largas que usted busca. ¿No cree que un regreso inmediato a la prisión es lo que procede?

Lupin pareció estupefacto, y dijo:

- ¿Acaso su majestad no ha fijado el mediodía de mañana como límite supremo?

- ¿Para qué esperar?

- ¿Para qué? Para permitirme acabar mi obra.

- ¿Su obra? Pero ni siquiera ha comenzado, señor Lupin.

- En eso, su majestad se equivoca.

- Demuéstremelo ... Esperaré hasta mañana al mediodía.

Lupin reflexionó y dijo gravemente:

- Puesto que su majestad tiene necesidad de pruebas para confiar en mí, helas aquí. Las doce salas que dan a esta galería tienen cada una un nombre diferente, cuya inicial está marcada en la respectiva puerta. Una de esas inscripciones, que está menos borrada por efecto de las llamas, me llamó la atención cuando yo atravesaba la galería. Entonces examiné las otras puertas y descubrí otras tantas iniciales, que apenas podían distinguirse, grabadas todas también en la galería por encima de los frontones. Pero una de esas iniciales era una D, primera letra de Diana. Otra era una A, primera letra de Apollon. Y estos dos nombres son nombres de divinidades mitológicas. ¿Ofrecerán las otras iniciales el mismo carácter? Descubrí también una J, inicial de Júpiter; una V, inicial de Venus; una M, inicial de Mercurio; una S, inicial de Saturno, etcétera. Esta parte del problema estaba resuelta: cada una de las doce salas lleva el nombre de una divinidad del Olimpo, cuya combinación Apoon, completada por Isilda, designa la sala de Apollon (Apolo). Por consiguiente, es aquí, en esta sala que nos encontramos, donde se hallan ocultas las cartas. Quizá baste ahora con unos minutos para descubrirlas.

- Unos minutos ... o unos años ... todavía -dijo el emperador, riendo.

Parecía divertirse mucho, y también el conde afectaba una gran alegría.

Lupin preguntó:

- Majestad, ¿quiere explicarse?

- Señor Lupin, la apasionante investigación que usted ha realizado hoy, y de la cual nos comunica los brillantes resultados, ya la había hecho yo antes, sí, hace dos semanas, en compañía de su amigo Herlock Sholmes. Juntos, hemos interrogado a la pequeña Isilda; juntos, hemos empleado a su respecto el mismo método que usted, y también juntos hemos descubierto las iniciales de la galería y hemos llegado aquí a la sala de Apollon.

Lupin estaba lívido. Balbució:

- ¡Ah!, ¿Sholmes ... logró llegar ... hasta aquí? ...

- Sí, después de cuatro días de investigaciones. Cierto es que con eso no hemos adelantado nada, pues nada hemos descubierto. Pero, a pesar de ello, lo que yo sé es que las cartas no están aquí.

Temblando de rabia, herido en lo más hondo de su orgullo, Lupin se irritó ante aquella ironía, encabritándose como un caballo que hubiera recibido unos latigazos. Jamás se había sentido humillado a tal extremo. En su furor hubiera estrangulado al gordo Waldemar, cuya risa le exasperaba.

Luego, serenándose, dijo:

- El señor Sholmes ha necesitado cuatro días. A mí me han bastado unas horas. Y aún me hubiese llevado menos tiempo si no me hubieran puesto obstáculos en mis investigaciones.

- ¿Quién se los puso, Dios santo? ¿Mi fiel conde? Espero que él no se haya atrevido ...

- No, señor, no fue él, sino el más terrible y más poderoso de mis enemigos, ese ser infernal que mató a su cómplice Altenheim.

- ¿Y está aquí? ¿Cree usted? -exclamó el emperador, quien dejaba traslucir que algún detalle de este dramático relato no le era desconocido.

- Está siempre allí donde yo estoy. Me amenaza con su odio constante. Fue él quien descubrió mi personalidad cuando yo fingía ser el señor Lenormand, jefe de Seguridad; es él quien me hizo arrojar en la prisión, y es él también quien me persigue ahora que he salido de ella. Ayer, creyendo alcanzarme con sus disparos en el automóvil, hirió al conde de Waldemar.

- Pero ¿quién le asegura a usted ..., qué es lo que le dice a usted que él se encuentra en Veldenz?

- Isilda recibió dos monedas de oro, dos monedas francesas.

- ¿Y qué vendría a hacer aquí? ¿Qué objeto lo traería?

- Yo no lo sé, señor, pero él es el propio espíritu del mal. Majestad, desconfíe de él. Es capaz de todo.

- Imposible; tengo doscientos hombres en esas ruinas. No ha podido entrar. Lo hubieran visto.

- Por desgracia, alguien lo ha visto.

- ¿Quién?

- Isilda.

- Que la interroguen. Waldemar, conduce al prisionero ante la muchacha.

Lupin mostró sus manos atadas.

- La batalla será dura. ¿Puedo luchar así?

El emperador le dijo al conde:

- Suéltalo ... y tenme al corriente ...

Así. pues, mediante un brusco esfuerzo y mezclando a la discusión, audazmente y sin ninguna prueba, la visión aborrecida del asesino, Arsenio Lupin ganaba tiempo y volvía a tomar la dirección de las investigaciones.

Todavía me quedan dieciséis horas -se dijo-. Es más tiempo del que necesito.

Llegó a la estancia ocupada por Isilda, situada al extremo de aquellos terrenos, cuyos edificios servían de cuartel a los doscientos guardias de las ruinas y en las que el ala izquierda, que era precisamente esta, estaba enteramente reservada a los oficiales.

Isilda no se encontraba allí.

El conde envió a dos de sus hombres a buscarla. Regresaron. Nadie había visto a la muchacha.

Sin embargo, ella no podía haber salido del recinto de las ruinas. En cuanto al palacio del Renacimiento, estaba, por así decir, ocupado por la mitad de las tropas y nadie podía penetrar en él.

Finalmente, la esposa de un teniente que habitaba el alojamiento vecino declaró que ella no había abandonado su ventana y que la muchacha no había salido.

- Si ella no ha salido -exclamó Waldemar-, tiene que estar ahí y no está.

Lupin observó:

- ¿Hay algún piso más arriba de este?

- Sí, pero de esta habitación a ese piso no hay escalera para subir.

- Sí, hay una escalera.

Señaló hacia una pequeña puerta situada sobre un reducto oscuro. En la sombra se percibían los primeros peldaños de una escalera, abrupta como una escala.

- Le ruego a usted, mi querido conde -dijo a Waldemar, que intentaba subir-, que me conceda a mí este honor.

- ¿Por qué?

- Porque hay peligro.

Se apresuró a subir, y en seguida saltó a un desván estrecho y bajo.

De su garganta escapó un grito:

- ¡Oh!

- ¿Qué ocurre? -preguntó el conde, apareciendo allí a su vez.

- Aquí ..., sobre el piso ..., Isilda ...

Se arrodilló, pero inmediatamente, tras el primer examen, reconoció que la joven estaba solamente sin conocimiento y no presentaba ninguna huella de herida, salvo algunos rasguños en las muñecas y en las manos.

En la boca, formando una mordaza, había un pañuelo.

- En efecto -dijo-, el asesino estaba aquí con ella. Cuando llegamos, le dio un puñetazo y la amordazó para que no pudiéramos oír sus gemidos.

- Pero ¿por dónde ha escapado?

- Por allí ..., mire ..., hay un pasillo que pone en comunicación todas las buhardillas del primer piso.

- ¿Y de allí?

- De allí bajó por las escaleras de una de las viviendas.

- Pero le hubieran visto.

- ¡Bah!, ¿quién sabe? Ese ser es invisible. No importa. Envíe a sus hombres a informarse. Que registren todas las buhardillas y viviendas de la planta baja.

Dudó. ¿Iría él también en persecución del asesino?

Pero un ruido le hizo volverse hacia la joven. Esta se había incorporado y de sus manos cayeron una docena de monedas de oro. Las examinó. Todas eran francesas.

- Vamos -dijo-, no me había equivocado. Pero ¿por qué tanto oro? ¿Y en recompensa de qué?

De pronto divisó un libro caído en el suelo y se agachó para recogerlo. Pero, con un movimiento, la joven se precipitó sobre el libro, lo cogió y lo apretó contra su cuerpo con una energía salvaje, cual si estuviera dispuesta a defenderle contra todos.

- Es eso -dijo Lupin-. Las monedas de oro le fueron ofrecidas a cambio del volumen, pero ella se negó a entregarlo. Este es el origen de los rasguños que tiene en las manos. Lo interesante sería saber por qué el asesino quería apoderarse de este libro. ¿Acaso consiguió antes de ahora hojearlo?

Después le dijo a Waldemar:

- Mi querido conde, dé usted la orden, por favor ...

Waldemar hizo una señal. Tres de sus hombres se arrojaron sobre la joven, y después de una dura lucha, en el curso de la cual aquella desventurada temblaba de cólera y retorcía su cuerpo lanzando gritos, le fue arrancado el volumen.

- Despacio, niña -le dijo Lupin-. Ten calma ... Todo esto es en favor de una buena causa ... Que la vigilen.

Se trataba de un tomo suelto de Montesquieu, con una vieja encuadernación que databa, cuando menos, de un siglo y que llevaba este título: Viaje al templo de Gnide. Pero apenas Lupin lo abrió exclamó:

- ¡Caramba, caramba!, es extraño. Al borde interior de cada una de las páginas ha sido pegada una hoja de pergamino, y sobre esta hoja y sobre todas las demás hay líneas de escritura muy apretada y fina.

En el comienzo leyó:

Diario del caballero Gilles de Malreche. doméstico francés de su alteza real el príncipe de Deux-Ponts-Veldenz, comenzado el año de gracia de mil setecientos noventa y cuatro.

- ¿Cómo puede ser eso? -dijo el conde.

- ¿Qué es lo que le sorprende?

- El abuelo de Isilda, el viejo que murió hace dos años, se llamaba Malreich, es decir, era el mismo nombre de Malreche, pero germanizado.

- ¡Maravilloso! El abuelo de Isilda debía de ser el hijo o el nieto del doméstico francés que escribía su diario en un tomo suelto de Montesquieu. Y es así como este diario pasó a las manos de Isilda.

Hojeó el volumen al azar:

Quince de septiembre de mil setecientos noventa y seis: Su alteza ha cazado.

Veinte de septiembre de mil setecientos noventa y seis: Su alteza ha salido a caballo. Montaba el caballo Cupidon. ¡Caray! -murmuró Lupin-, hasta aquí esto no tiene nada de emocionante.

Hojeó más adelante:

Doce de marzo de mil ochocientos tres: Le he hecho enviar dinero a Hermann. Está de cocinero en Londres.

Lupin se echó a reír, y comentó:

- ¡Oh, oh, Hermann está destronado! Ya no hay respeto para él.

- El gran duque reinante -observó Waldemar- fue, en efecto, expulsado de su Estado por las tropas francesas.

Lupin continuó:

Mil ochocientos nueve: Hoy, martes, Napoleón ha dormido en Veldenz. Fui yo quien hizo la cama de su majestad y quien, a la mañana siguiente, vació las aguas que utilizó en su aseo.

- Sí, sí, fue al reunirse a su ejército, cuando la campaña de Austria, que habría de culminar en Wagran. Es un honor del que la familia ducal, más tarde, se sentía muy orgullosa.

Lupin prosiguió:

Veintiocho de octubre de mil ochocientos catorce: Su alteza real ha regresado a sus dominios.

Veintinueve de octubre: Esta noche he llevado a su alteza hasta el escondrijo y tuve la felicidad de demostrarle que nadie había adivinado su existencia. Por lo demás, cómo era posible creer que un escondrijo podía practicarse en un ...

Lupin se detuvo bruscamente ... Lanzó un grito ... Isilda se había escapado de súbito de los hombres que la guardaban, se había arrojado sobre él y huido luego, llevándose el libro.

- ¡Ah, qué pícara! Corran ..., den la vuelta por abajo, para salirle al paso. Yo la perseguiré por el pasillo.

Pero la joven había cerrado la puerta detrás de ella y corrido el cerrojo. Lupin tuvo que volver a bajar y bordear los terrenos exteriores, lo mismo que tuvieron que hacer los otros, en busca de una escalera que le llevara al primer piso.

Solo estaba abierto el cuarto de alojamiento y por él pudo subir. Pero el pasillo estaba vacío y necesitó llamar en las puertas, forzar las cerraduras e introducirse en habitaciones desocupadas, mientras Waldemar, con el mismo ardor que él en la persecución, punzaba los cortinajes y las colgaduras con la punta de su espada.

Se escucharon llamadas que procedían de la planta baja, por el lado del ala derecha. Corrieron presurosos allí. Era una de las mujeres de los oficiales, la cual les hacía señas al extremo del pasillo, y luego les comunicó que la joven se encontraba en casa de ella.

- ¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Lupin.

- Porque intenté entrar en mi cuarto. La puerta estaba cerrada y oí ruido dentro.

Lupin, en efecto, trató de abrir la puerta, pero no lo logró.

- Por la ventana -gritó-. Debe de haber una ventana.

Le guiaron al exterior, e inmediatamente, tomando el sable del conde, golpeó con él los cristales y los rompió.

Luego, sostenido por dos hombres, escaló el muro, metió el brazo por un agujero de la ventana, hizo girar el pestillo y saltó dentro de la estancia.

Acurrucada delante de la chimenea, Isilda se le apareció frente a las llamas.

- ¡Oh, qué miserable! -exclamó Lupin-. ¡Lo arrojó al fuego!

La empujó brutalmente, intentó recoger el libro del fuego y se quemó las manos. Después, con ayuda de unas tenazas, lo sacó fuera del fuego y lo cubrió con un tapete de la mesa para ahogar las llamas.

Pero era ya demasiado tarde. Las páginas del viejo manuscrito estaban completamente consumidas y cayeron reducidas a cenizas.

II

Lupin miró a la joven largamente. El conde dijo:

- Cabría creer que ella sabe lo que hace.

- No, no, no lo sabe. Lo que pasa es que su abuelo ha debido de confiarle ese libro como si fuera un tesoro. Un tesoro que nadie debía contemplar, y ella, con su instinto estúpido, prefirió arrojarlo a las llamas antes que desprenderse de él.

- ¿Y ahora?

- Y ahora, ¿qué?

- Usted no conseguirá encontrar el escondrijo.

- ¡Ah mi querido conde! ¿Acaso ha pensado usted por un momento en mi éxito como algo posible? ¿Y Lupin ya no le parece a usted ahora completamente un charlatán? Tranquilícese, Waldemar; Lupin tiene varias cuerdas en su arco. Yo triunfaré.

- ¿Antes de las doce de mañana?

- Antes de las doce de la noche. Pero me estoy muriendo de hambre. Y si usted tuviera la bondad ...

Le condujeron a una sala de la comunidad que estaba destinada a comedor de los suboficiales, y allí le fue servida una buena comida, mientras el conde iba a dar sus informes al emperador.

Veinte minutos después, Waldemar regresó. Se instalaron uno frente a otro, silenciosos y pensativos.

- Waldemar, un buen cigarro sería bien venido ... Se lo agradezco. Este restalla, cual corresponde a los habanos que se respetan.

Lupin encendió su cigarro, y, al cabo de unos minutos, dijo:

- Puede usted fumar, conde; esto no me molesta en absoluto.

Transcurrió una hora. Waldemar dormitaba, y de cuando en cuando, para despertarse, bebía una copa de coñac.

Los soldados iban y venían, prestándoles servicio.

- Café -pidió Lupin.

Le trajeron café.

- ¡Qué malo es! -gruñó-. Si es este el café que toma el césar ... A pesar de ello, que me sirvan otra taza, Waldemar. La noche quizá resulte larga. ¡Oh, qué mal café!

Encendió otro cigarro y ya no dijo una palabra más.

Los minutos transcurrían. Lupin pennanecía inmóvil y mudo.

De pronto, Waldemar se puso en pie y le dijo a Lupin con tono indignado:

- Oiga, póngase en pie.

En ese momento, Lupin silbaba en tono bajo. Continuó haciéndolo pasiblemente.

- En pie, le he ordenado.

Lupin se volvió. Su majestad acababa de entrar.

Se puso en pie.

- ¿Qué hay de nuevo? -dijo el emperador.

- Yo creo, señor, que me será posible dentro de muy poco el dar satisfacción a su majestad.

- ¿Cómo? ¿Acaso sabe usted ...?

- ¿El escondrijo? Casi, casi, señor ... Faltan unos detalles más, que no logro captar ... Pero. ya sobre el terreno. todo se aclarará; yo no lo dudo.

- ¿Debemos permanecer aquí?

- No, señor. Ya le pediré que me acompañe sólo hasta el palacio del Renacimiento. Pero aún tenemos tiempo. y si su majestad me autoriza, yo desearía ahora reflexionar sobre dos o tres puntos.

Y sin esperar respuesta, se sentó. con gran indignación de Waldemar.

Momentos después, el emperador, que se había alejado y conferenciaba con el conde, volvió a acercarse.

- Señor Lupin: ¿está usted ya dispuesto ahora?

Lupin guardó silencio. El emperador volvió a interrogarle, pero él bajó la cabeza.

- Está durmiendo. en verdad; se creería que duerme.

Furioso. Waldemar le sacudió vivamente por el hombro.

Lupin cayó de su silla, se desplomó sobre el suelo, sufrió tres convulsiones y quedó inmóvil.

- ¿Qué es lo que tiene? -exclamó el emperador-. Espero que no haya muerto.

Tomó una lámpara y se inclinó sobre Lupin.

- ¡Qué pálido está! Parece una cara de cera ... Mira, Waldemar .... observa el corazón ...; está vivo, ¿verdad?

- Sí. señor -dijo el conde. después de un momento-. El corazón late con toda regularidad.

- Entonces, ¿qué ocurre? No cumprendo ... ¿Qué ha ocurrido?

- ¿Y si fuese a buscar al médico?

- Vete corriendo ...

El doctor encontró a Lupin en el mismo estado, inerte e inconsciente. Mandó que le tendieran sobre una cama, le examinó detenidamente y se informó respecto a lo que el enfermo había comido.

- ¿Teme usted, entonces, que se trate de un envenenamiento, doctor?

- No, señor; no hay síntomas de envenenamiento. Pero supongo ... ¿Qué es lo que contenía esa taza que está en la bandeja?

- Café -dijo el conde.

- ¿Para usted?

- No, para él. Yo no lo tomé.

El doctor se sirvió de aquel café, lo probó y dijo:

- No me equivocaba; el paciente ha sido dormido con ayuda de un narcótico.

- Pero ¿quién lo hizo? -exclamó el emperador, irritado-. Veamos, Waldemar, resulta exasperante lo que está ocurriendo aquí.

- Señor ...

- Sí, ya estoy cansado ... Empiezo a creer verdaderamente que este hombre tiene razón y que anda un extraño en este castillo ... Esas monedas de oro, ese narcótico ...

- Si alguien hubiera penetrado en este recinto, se le descubriría, señor ... Hace tres horas que se está registrando por todas partes.

- Sin embargo, no fui yo quien preparó el café, lo aseguro .... a menos que no seas tú ...

- ¡Oh señor!

- Pues bien: busca ..., investiga ...; tienes doscientos hombres a tu disposición, y la comunidad no es tan grande. Porque, al fin, el bandido ronda por aquí en torno a los edificios ..., del lado de la cocina ..., o qué sé yo. Vete. Muévete.

Durante toda la noche, el gordo Waldemar se movió a conciencia, pues se trataba de una orden de su jefe; pero lo hizo sin convicción, ya que para él resultaba imposible que ningún extraño lograra ocultarse entre las ruinas que estaban tan bien vigiladas. Y, de hecho, los acontecimientos le dieron la razón: las investigaciones resultaron inútiles y no se logró descubrir la mano misteriosa que había preparado el brebaje soporífico.

Esa noche, Lupin la pasó en la cama inanimado.

Por la mañana, el médico, que no se había separado de él, le respondió a un enviado del emperador que el paciente continuaba durmiendo.

A las nueve de la mañana, sin embargo, Lupin hizo un primer ademán, una especie de esfuerzo por despertarse.

Un poco más tarde balbució:

- ¿Qué hora es?

- Las nueve y treinta y cinco.

Realizó un nuevo esfuerzo y dio la sensación de que, a pesar de su aletargamiento, todo su ser se ponía en tensión para volver a la vida.

Un reloj de péndulo dio diez campanadas.

Lupin se estremeció, y dijo:

- Que me lleven ..., que me lleven al palacio.

Con la aprobación del médico, Waldemar llamó a sus hombres e hizo avisar al emperador.

Lupin fue colocado sobre unas parihuelas, y todos se pusieron en marcha hacia el palacio.

- Al primer piso -murmuró Lupin.

Le subieron.

- Al extremo del pasillo -dijo-. A la última sala a la izquierda.

Le llevaron a la última sala, que era la que hacía el número doce, y le dieron una silla, sobre la cual se sentó, agotado.

Llegó el emperador. Lupin no se movió, conservando un aspecto de inconsciencia y con la mirada sin expresión alguna.

Luego, transcurridos unos minutos, pareció despertarse, miró en torno, a los muros, al techo y a las personas presentes, y dijo:

- Fue un narcótico, ¿no es así?

- Sí -le contestó el doctor.

- ¿Encontraron ... al hombre?

- No.

Pareció meditar y varias veces inclinó la cabeza con aire pensativo, pero se dieron cuenta de que estaba durmiendo de nuevo.

El emperador se acercó a Waldemar y le dijo:

- Da las órdenes necesarias para que traigan tu automóvil.

- ¡Ah! ..., pero ¿entonces, señor ...?

- Sí, empiezo a creer que se está burlando de nosotros y que todo eso no es más que una comedia para ganar tiempo.

- Quizá ..., en efecto ... -dijo aprobativamente Waldemar.

- Evidentemente. Está explotando ciertas extrañas coincidencias, pero él no sabe nada, y su historia sobre las monedas de oro y el narcótico son puras invenciones. Si continuamos prestándonos a ese pequeño juego, se nos va a escapar de las manos. Tu automóvil, Waldemar.

El conde dio las órdenes y regresó. Lupin no se había despertado. El emperador, que inspeccionaba las salas, le dijo a Waldemar:

- Esta es la sala de Minerva, ¿no es así?

- Sí, señor.

- Pero, entonces, ¿por qué figura esa N en dos lugares?

En efecto, había dos enes, una encima de la chimenea y otra encima de un antiguo reloj, incrustado en la pared medio demolida, y del cual se veía el complicado mecanismo, así como los pesos inertes colgando al extremo de sus cuerdas.

- Esas dos enes ... -dijo Waldemar.

El emperador no escuchó la respuesta. Lupin se había movido nuevamente, abrió los ojos y articuló unas palabras ininteligibles. Se levantó, caminó a lo ancho de la estancia y luego volvió a caer en su asiento, extenuado.

Se produjo entonces la lucha ..., una lucha encarnizada de su cerebro, de sus nervios, de su voluntad, contra aquel terrible estado de somnolencia que le paralizaba ..., la lucha de un moribundo contra la muerte, de la vida contra la nada, Constituía un espectáculo infinitamente angustioso.

- Está sufriendo -murmuró Waldemar.

- O, cuando menos, finge el sufrimiento -declaró el emperador-, y lo finge maravillosamente. ¡Qué cómico!

Lupin balbució:

- Doctor, póngame una inyección ..., una inyección de cafeína ..., inmediatamente.

- ¿Lo permite usted, señor? -preguntó el médico al emperador.

- Ciertamente ...; hasta el mediodía, que hagan todo lo que él quiera; debe hacerse. Tiene mi promesa.

- ¿Cuántos minutos faltan ... de aquí a mediodía? -preguntó Lupin.

- Cuarenta -le dijeron.

- ¿Cuarenta? ... Yo lo lograré ..., es seguro que lo lograré ..., es preciso.

Se cogió la cabeza entre las manos.

- ¡Ah!, si yo contara con mi cerebro, el verdadero, mi cerebro que piensa ..., entonces sería cosa de unos segundos. No hay más que un punto oscuro, pero no puedo ...; el pensamiento se me escapa ..., no logro apresarlo ..., es atroz ...

Sus hombros se estremecían. ¿Estaba llorando?

Se le oyó que repetía:

- Ochocientos trece ..., ochocientos trece ...

Y luego, con voz más baja:

- Ochocientos trece ..., un ocho ..., un uno ..., un tres ...; sí, evidentemente ..., pero ¿por qué? ... Eso no basta ...

El emperador murmuró:

- Me impresiona. Me cuesta trabajo creer que un hombre pueda fingir de tal manera ... La media ..., tres cuartos ...

Lupin permanecía inmóvil, con sus puños pegados a las sienes.

El emperador esperaba con los ojos fijos sobre un reloj que sostenía Waldemar.

- Todavía diez minutos ..., todavía cinco ...

- Sí, señor.

- Waldemar: ¿está ahí el coche? ¿Tus hombres están dispuestos?

- Sí, señor.

- ¿Tu cronómetro tiene campanilla?

- Sí, señor.

- Cuando suene la última campanada del mediodía, entonces ...

- Sin embargo ...

- Cuando suene la última campanada del mediodía, Waldemar.

En verdad, la escena tenía algo de trágica ..., tenía aquella especie de grandeza y de solemnidad que adquieren las horas al acercarse a un posible milagro. Parece tal como si la propia voz del Destino fuese a manifestarse.

El emperador no ocultaba su angustia. Aquel extraño aventurero que se llamaba Arsenio Lupin y cuya vida prodigiosa él conocía ..., aquel hombre le turbaba ..., y aun cuando se sintiera resuelto a poner fin a toda aquella historia equívoca, no podía impedirse el esperar ..., esperar.

Todavía dos minutos ..., todavía un minuto. Luego ya se contó por segundos.

Lupin parecía dormido.

- Vamos, prepárate -dijo entonces el emperador al conde.

Este avanzó hacia Lupin y le puso una mano sobre un hombro.

La campanita de argentino tono del cronómetro vibró ... una, dos, tres, cuatro, cinco ...

- Waldemar, saca los pesos del viejo reloj.

Hubo un momento de estupor. Era Lupin quien había hablado con voz tranquila.

Waldemar se encogió de hombros, indignado de que Lupin lo tutease.

- Obedece, Waldemar -ordenó el emperador.

- Sí, obedece, mi querido conde -insistió Lupin, que volvía a recobrar su ironía-. El secreto está en esas cuerdas, y no tiene más que tirar de ellas ..., alternativamente ..., una, dos ..., ¡magnífico! ... Así era como se le daba cuerda antiguamente.

En efecto, la péndola fue puesta en movimiento y se escuchó el tictac regular.

- Y ahora, las agujas -dijo Lupin-. Ponlas un poco antes del mediodía ...; no te muevas ...; déjame hacer ...

Se levantó y se dirigió hacia el cuadrante, que se encontraba apenas a un paso de distancia, con los ojos fijos, con todo su ser puesto en atención.

Sonaron las doce campanadas ..., doce golpes pesados, profundos.

Luego se produjo un largo silencio. Nada ocurría. Sin embargo, el emperador esperaba. cual si estuviera seguro de que algo iba a ocurrir. Y Waldemar se mantenía inmóvil, con la vista extraviada.

Lupin, que se había inclinado sobre el cuadrante, se irguió y murmuró:

- Perfecto ..., ya está ...

Se volvió hacia su silla y ordenó:

- Waldemar, vuelve a poner las agujas en las doce menos dos minutos. Pero no, amigo mío, no las muevas en marcha atrás, sino hacia adelante ...; sí, eso tardará más .... pero qué le quieres ...

Sonaron todas las horas y todas las medias horas hasta la media de las once.

- Escucha, Waldemar -dijo Lupin.

Y habló gravemente, sin burla, como si él mismo se sintiera emocionado y ansioso:

- Escucha, Waldemar: ¿ves sobre el cuadrante un pequeño punto redondo que marca la primera hora? Ese punto se mueve. ¿no es así? Pon encima el índice de la mano izquierda y aprieta. Muy bien. Haz lo mismo con el pulgar sobre la punta que marca la tercera hora. Bien ... Ahora, con tu mano derecha, aprieta la punta de la hora ocho. Bien. Te doy las gracias. Vete a sentarte, querido amigo.

Hubo un instante de silencio, y luego la aguja grande se desplazó y afloró la punta correspondiente a la hora doce ... Volvió a sonar el mediodía.

Lupin se calló. Estaba muy pálido. En el silencio sonaron una a una las doce campanadas.

Al dar la última se produjo un ruido de desprendimiento. El reloj se detuvo instantáneamente. La péndola quedó inmóvil.

Y, de pronto, el adorno de bronce que dominaba el cuadrante y que representaba una cabeza de carnero, cayó, dejando al descubierto una especie de pequeño nicho tallado en la piedra.

En ese nicho había una cajita de plata ornada de cinceladuras.

- ¡Ah! -exclamó el emperador-. Usted tenía razón.

- ¿Lo dudaba usted, señor? -dijo Lupin.

Tomó la cajita y se la presentó al emperador.

- Majestad, haga el favor de abrirla. Las cartas que vuestra majestad me dio la misión de buscar están aquí.

El emperador levantó la tapa y pareció muy sorprendido ...

La cajita estaba vacía.

III

¡La cajita estaba vacía!

Fue un golpe teatral, extraordinario, imprevisto. Después del éxito de los cálculos efectuados por Lupin, después del descubrimiento tan ingenioso del secreto del reloj, el emperador, para quien el éxito final ya no era dudoso, parecía confundido.

Frente a él, Lupin, desencajado, con las mandíbulas contraídas y los ojos inyectados de sangre, rechinaba los dientes de rabia y de odio impotente. Se enjugó la frente cubierta de sudor y luego examinó vivamente la cajita, la volvió entre sus manos y tornó a examinarla, como si esperase encontrar en ella un doble fondo. Finalmente, para mayor seguridad, en un acceso de furia, la aplastó apretándola con fuerza irresistible.

Eso le sirvió de alivio. Respiró ya más tranquilo.

El emperador le dijo:

- ¿Quién hizo esto?

- La misma persona de siempre, señor. Aquel que persigue el mismo camino que yo y que avanza hacia el mismo objetivo. El asesino del señor Kesselbach.

- ¿Cuándo?

- Esta noche. ¡Ah señor, por qué no me dejó usted libre al salir de la prisión! Libre, y hubiera llegado aquí sin pérdida de tiempo. Hubiera llegado antes que él. Y llegando antes que él, yo le hubiera dado el oro a Isilda ... Llegando antes que él, hubiera leído el diario de Malreich, el viejo doméstico francés.

- Entonces, ¿usted cree que fue merced a las revelaciones de ese diario?

- Sí, señor; tuvo tiempo para leerlas él. Y en la sombra, no sé dónde, informado de todos nuestros movimientos, ignoro por quién, me narcotizó para deshacerse de mí esta noche.

- Pero el palacio estaba guardado.

- Guardado por vuestros soldados, señor. ¿Acaso eso tiene algún valor para hombres como él? Yo no dudo de que, por lo demás, Waldemar haya concentrado su búsqueda en la comunidad, dejando así sin vigilancia las puertas del palacio.

- Pero ¿y el ruido del reloj ..., esas doce campanadas en la noche?

- Eso es un juego, señor. Es un sencillo juego el impedir que un reloj suene.

- Todo ello me parece muy inverosímil.

- Todo eso me parece en extremo claro a mí, señor. Si fuese posible el registrar desde ahora los bolsillos de todos vuestros hombres, o el averiguar todos los gastos que harán durante el año próximo, se descubriría que dos o tres de ellos, que en la actualidad son poseedores de algunos billetes de Banco ..., billetes de Banco franceses, bien entendido ...

- ¡Oh! -protestó Waldemar.

- Sí, mi querido conde, es una cuestión de precio, y el otro no mira eso. Si él lo quisiera, estoy seguro de que usted mismo ...

El emperador le escuchaba manteniéndose absorto en sus reflexiones. Se paseó a derecha e izquierda por la estancia y luego hizo una señal a uno de los oficiales que se encontraban en la galería.

- Mi automóvil. Que lo dispongan pronto ...; vamos a salir.

Se detuvo, observó a Lupin, y, acercándose al conde, le dijo:

- Y tú también, Waldemar, en camino ... Derechos a París en una sola etapa ...

Lupin aguzó el oído. Oyó a Waldemar, que respondía:

- Preferiría llevar una docena de guardias más con este diablo de hombre ...

- Tómalos. Y apresúrate; es preciso que llegues esta noche.

Lupin se encogió de hombros y murmuró:

- ¡Qué absurdo!

El emperador se volvió hacia Lupin y este dijo:

- Sí, señor, porque Waldemar es incapaz de guardarme. Mi evasión es cosa segura ...

Golpeó el suelo con el pie violentamente.

- Y entonces, ¿cree usted, señor, que yo voy a perder el tiempo una vez más? Si usted renuncia a la lucha, yo no renuncio. He empezado y terminaré.

El emperador objetó:

- Yo no renuncio, pero mi Policía va a ponerse en campaña.

Lupin rompió a reír.

- Que su majestad me disculpe. Pero es tan gracioso ... La Policía de su majestad ... Esta vale tanto como todas las Policías del mundo, es decir, nada, nada en absoluto. No, señor; yo no regresaré a la Santé. La prisión no me importa. Pero necesito mi libertad para luchar contra ese hombre y me quedo con ella.

El emperador se impacientó.

- Ese hombre, usted ni siquiera sabe quién es.

- Lo sabré, señor. Y lo lograré saber yo solo, y él sabe también que soy el único que puedo averiguarlo. Soy su único enemigo. Soy el único que le ataca. Es a mí a quien quería alcanzar el otro día con las balas de su revólver. Es a mí a quien le bastaba narcotizarme esta noche, para quedar libre y actUar a su gusto. El duelo es entre él y yo. El resto del mundo no tiene nada que ver en esto. Nadie puede ayudarme a mí, ni nadie puede ayudarle a él. Somos dos y eso es todo. Hasta ahora la suerte le ha ayudado a él. Pero, a fin de cuentas, es inevitable, es fatal que yo triunfe.

- ¿Por qué?

- Porque yo soy el más fuerte.

- ¿Y si él os mata?

- No me matará. Le arrancaré las garras y le reduciré a la impotencia. Y me apoderaré de las cartas. No hay poder humano que pueda impedirme el adueñarme de ellas.

Hablaba con un tono violento de convicción y de certidumbre, que daba a las cosas que predecía la apariencia real de cosas ya realizadas.

El emperador no podía menos de experimentar un sentimiento confuso, inexplicable, en el que había una especie de admiración y mucho también de esa confianza que Lupin exigía de manera tan autoritaria. En el fondo, si dudaba, era sólo por el escrúpulo de emplear a este hombre y de convertirle, por así decir. en aliado suyo. Y preocupado, no sabiendo qué partido tomar, paseaba desde la galería a las ventanas sin pronunciar palabra.

Al fin dijo:

- ¿Y quién nos asegura que las cartas fueron robadas esta noche?

- El robo ha dejado la huella de la fecha, señor.

- ¿Qué quiere decir con eso?

- Examine la parte interior de la pared que disimulaba el escondrijo. La fecha está escrita con tiza blanca: medianoche del veinticuatro de agosto.

- En efecto ..., en efecto -murmuró el emperador, sorprendido-. ¿Cómo no lo había visto yo?

Y dejando traslucir su curiosidad, agregó:

- Es como esas dos enes pintadas sobre la muralla ..., no me lo explico. Esta es la sala de Minerva.

- Pero esta es también la sala donde durmió Napoleón, emperador de los franceses -manifestó Lupin.

- ¿Qué sabe usted de eso?

- Preguntadle a Waldemar, señor. Para mí, cuando examiné el diario del viejo doméstico, me sentí como iluminado por un relámpago. Comprendí que lo mismo Sholmes que yo habíamos seguido un camino falso. Apoon, la palabra incompleta que escribió el gran duque Hermann en su lecho de muerte, no es una contracción de la palabra Apollon, sino de la palabra Napoleón.

- Exacto ..., tiene usted razón -dijo el emperador-. Las mismas letras se encuentran en las dos palabras y siguen el mismo orden. Es evidente que el gran duque lo que quiso escribir fue Napoleón. Pero ¿y esa cifra ochocientos trece?

- ¡Ah!, ese es el punto que me cuesta más trabajo aclarar. Siempre tuve la idea de que era preciso sumar las tres cifras ocho, uno y tres, y el número doce, así obtenido, me pareció inmediatamente que se aplicaba a esta sala, que es la número doce de la galería. Pero eso no me bastaba. Tenía que haber otra cosa; otra cosa que mi cerebro debilitado no conseguía formular. La vista de ese reloj, de ese reloj situado exactamente en la sala de Napoleón, constituyó una revelación para mí. El número doce significaba evidentemente la duodécima hora. Mediodía. Medianoche. ¿No es, acaso, un instante más solemne y que se escoge más voluntariamente? Pero ¿por qué esas tres cifras ocho, uno y tres, más bien que otras que hubieran, asimismo, proporcionado el mismo total? Fue entonces cuando pensé en hacer sonar el reloj por primera vez a título de ensayo. Y fue haciéndolo sonar que comprobé que las puntas de la primera, de la tercera y de la octava hora eran móviles. Entonces obtuve tres cifras: uno, tres y ocho, que, colocadas en orden inverso, daban el número ochocientos trece. Waldemar apretó las tres puntas. Se produjo el desprendimiento. Su majestad sabe ya el resultado ... Ahí está, señor, la explicación de esa palabra misteriosa y de esas tres cifras que forman el ochocientos trece, que el gran duque escribió con su mano de agonizante y gracias a las cuales tenía la esperanza de que su hijo encontraría un día el secreto de Veldenz, y se convertiría en dueño y señor de las famosas cartas que él había ocultado.

El emperador había escuchado todo esto con atención apasionada, sorprendido cada vez más por todo cuanto observaba en aquel hombre en materia de ingenio, clarividencia, sutileza e inteligente voluntad.

- Waldemar-llamó el emperador.

- Señor.

Pero en el momento en que iba a hablar, se escucharon exclamaciones procedentes de la galería. Waldemar salió y volvió a entrar.

- Es la loca, señor, a quien tratan de impedirle que pase.

- Que venga -exclamó Lupin vivamente-. Es preciso que venga, señor.

A un gesto del emperador, Waldemar salió a buscar a Isilda.

La entrada de la joven produjo estupor. Su rostro, siempre tan pálido, estaba cubierto de manchas negras. Sus rasgos faciales, convulsionados, revelaban un gran sufrimiento. Jadeaba con las manos crispadas, apoyadas contra el pecho.

- ¡Oh! -exclamó Lupin con espanto.

- ¿Qué ocurre? -preguntó el emperador.

- Vuestro médico, señor. Sin pérdida de tiempo.

Lupin se adelantó:

- Habla, Isilda. ¿Has visto algo? ¿Tienes algo que decir?

La joven se había detenido con la mirada menos vaga, como iluminada por el dolor.

Articuló unos sonidos, pero ninguna palabra.

- Escucha -le dijo Lupin-: responde sí o no ... con un movimiento de cabeza ... ¿Le has visto? ¿Sabes dónde está? ... Tú sabes quién es ...; escucha; si no responde ...

Lupin reprimió un gesto de cólera. Pero recordando de pronto lo ocurrido la víspera y que la joven parecía más bien haber conservado alguna memoria visual del tiempo en que había gozado de todo su juicio, Lupin escribió sobre la blanca pared una L y una M mayúsculas. Ella extendió el brazo, señalando hacia las letras y bajó la cabeza, cual si aprobase.

- ¿Y después? -preguntó Lupin-. Después .... escribe tú.

Pero la joven lanzó un grito horrible y se arrojó al suelo en medio de aullidos.

Después se hizo el silencio y la inmovilidad.

Isilda experimentó un nuevo estremecimiento y luego ya no se movió más.

- ¿Muerta? -preguntó el emperador.

- Envenenada, señor.

- ¡Ah!, la infeliz ... ¿Y por quién?

- Por él, señor. Sin duda, ella le conocia. Y él debió de tener miedo a sus revelaciones.

Llegó el médico. El emperador le señaló a Isilda.

Luego, dirigiéndose a Waldemar, dijo:

- Que todos tus hombres se pongan en campaña ..., que registren la casa ...; mandad telegramas a las estaciones de la frontera ...

Se acercó a Lupin.

- ¿Cuánto tiempo necesita usted para conseguir las cartas?

- Un mes, señor.

- Bien; Waldemar os esperará aquí. Tendrá instrucciones mías y plenos poderes para concederos lo que deseéis.

- Lo que yo quiero, señor, es la libertad.

- Está usted libre.

Lupin le vio alejarse, y dijo entre dientes:

- Primero, la libertad ..., y luego, cuando te haya entregado tus cartas, ¡oh majestad!, un apretón de manos ..., perfectamente ..., un apretón de manos entre un emperador y un ladrón ..., para demostrarte que te equivocas en mostrarte asqueado conmigo. Porque, en suma, esa es demasiada soberbia. Ahí está un señor por quien yo abandono mi alojamiento en el Palacio de la Santé, a quien yo presto servicio, y que se permite ciertos aires de ... Si alguna vez yo vuelvo a echarle la mano a tal cliente ...
Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo cuarto - CarlomagnoCapítulo sexto - Los siete bandidosBiblioteca Virtual Antorcha