Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo sexto - Los siete bandidosCapítulo octavo - El mapa de EuropaBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO SÉPTIMO

El hombre negro




I

En ese momento, Arsenio Lupin experimentó la impresión, la certidumbre de que había sido atraído a una emboscada por medios que no tenía tiempo para discernir, pero en los cuales se adivinaba una habilidad y destreza prodigiosas.

Todo estaba combinado, todo estaba previsto: el alejamiento de sus hombres, la desaparición o la traición de los criados y su propia presencia en casa de la señora Kesselbach.

Evidentemente, todo aquello había tenido éxito, de acuerdo con el capricho del enemigo, gracias a unas circunstancias propicias que bordeaban el milagro ... Porque, en suma, él hubiera podido presentarse allí antes que el falso mensaje hubiera dado lugar a que se marchasen sus amigos. Entonces hubiera sido la batalla de su propia banda contra la banda de Altenheim. Lupin recordaba el proceder de Malreich en el asesinato cometido por éste de Altenheim y el envenenamiento de la loca de Veldenz ... Lupin se preguntó si la emboscada estaba dirigida solo contra él y si Malreich no habría entrevisto como cosa posible una batalla general, de la que resultase la supresión de sus propios cómplices que ahora le estorbaban.

Se trataba más bien en él de una intuición, de una idea fugitiva que brotaba en su ánimo. Pero la hora era de acción. Era preciso defender a Dolores, cuyo secuestro, en toda hipótesis, constituía la razón fundamental del ataque.

Cerró la ventana de la calle, echando el pasador, y amartilló su revólver. Si hacía un disparo, provocaría la alarma en el barrio y los bandidos huirían.

Pero no -murmuró-. No. No puedo consentir que se diga que yo rehuí la lucha. Es una ocasión demasiado bonita ..., y además, quién sabe si huirían ...; son demasiado numerosos y no les importan los vecinos.

Regresó al dormitorio de Dolores. Abajo se oyó ruido. Escuchó, y, al comprobar que aquel ruido provenía de la escalera, cerró la puerta con llave, dándole a esta doble vuelta.

Tendida en el diván, Dolores lloraba y sufría convulsiones.

Lupin le suplicó:

- ¿Tiene usted fuerzas? Estamos en el primer piso. Yo puedo ayudarla a bajar ..., con unas sábanas anudadas, desde la 'ventana ...

- No, no, no me abandone usted ...; van a matarme; defiéndame.

Lupin la tomó en brazos y la llevó a la habitación vecina. Se inclinó sobre ella, y le dijo:

- No se mueva y tenga calma ... Le juro que mientras yo esté vivo ninguno de esos hombres le tocará.

La puerta de la otra habitación fue abierta violentamente. Dolores, agarrándose a Lupin, exclamó:

- ¡Ah!, ahí están ..., ahí están ...; le matarán a usted ...; usted está solo ...

Con voz ardiente, Lupin replicó:

- Yo no estoy solo: usted está aquí ..., usted está aquí cerca de mí.

Lupin intentó desprenderse de ella, pero Dolores le tomó la cabeza entre las manos, le miró profundamente a los ojos y murmuró:

- ¿Adónde va usted? ¿Qué va usted a hacer? No ..., no muera usted ...; yo no lo quiero ..., es preciso vivir ..., es preciso ...

Dolores balbució palabras que Lupin no distinguió y que parecían haberse ahogado entre los labios de ella para que él no las escuchara. Agotadas sus energías, extenuada, Dolores se desplomó sin conocimiento.

Lupin se inclinó sobre ella y la contempló por unos momentos. Con suavidad depositó un beso sobre sus cabellos.

Luego regresó a la habitación vecina, cerró cuidadosamente la puerta que separaba las dos estancias y encendió la luz eléctrica.

- Un momento, niños -exclamó él-. En realidad, tenéis demasiada prisa para hacer que os liquide ... ¿Sabéis que es Lupin quien se encuentra aquí? Cuidado, que el baile va a comenzar.

Al propio tiempo que hablaba desplegó un biombo para ocultar el sofá donde había estado descansando hacía unos momentos la señora Kesselbach, y sobre el cual Lupin había echado trajes de mujer y ropas de cama.

La puerta estaba a punto de saltar en pedazos, bajo los esfuerzos de los atacantes.

- Ya ..., ya voy ... ¿Estáis ya dispuestos? Muy bien; vamos a entendérnoslas con el primero de estos señores.

Rápidamente hizo girar la llave de la cerradura y descorrió el cerrojo.

Se oyeron gritos, amenazas. Un tumulto de bestias odiosas surgió en el marco de la puerta abierta. Sin embargo, ninguno se atrevía a avanzar. Antes de lanzarse sobre Lupin titubeaban bajo el efecto de la inquietud, del miedo ...

Eso era lo que él había previsto.

En pie en medio de la habitación, completamente bajo la luz, con el brazo extendido, mostraba entre sus dedos un fajo de billetes de Banco, con los cuales estaba formando, contándolos uno a uno, siete partes iguales. Y tranquilamente dijo:

- ¿Tres mil francos de prima para cada uno si Lupin es enviado ad patres? ¿No es así? ¿No es esto lo que os han prometido? Pues aquí tenéis el doble.

Depositó los paquetes sobre una mesa. al alcance de los bandidos.

El Chamarilero aulló:

- Tonterías. Lo que él trata es de ganar tiempo. Disparemos contra él.

Levantó el brazo. Sus compañeros le detuvieron.

Lupin prosiguió:

- Bien entendido, eso no cambia en nada vuestros planes de campaña. Vosotros habéis penetrado aquí: primero, para secuestrar a la señora Kesselbach; segundo, y en forma accesoria, para apoderaros de sus alhajas. Yo me consideraría el mayor de los miserables si me opusiera a ese doble propósito.

- ¡Ah!; entonces, ¿adónde te propones llegar? -gruñó el Chamarilero, que escuchaba a pesar suyo.

- ¡Ah, ah!, Chamarilero, empiezo a interesarte. Entra, pues, amigo mío ...; entrad todos ...; hay corrientes de aire en lo alto de esa escalera ..., y unos hombres tan delicados como vosotros corréis el riesgo de acatarraros ... ¡Vamos! ¿Tenemos miedo? Pues yo estoy aquí completamente solo ... Vamos, valor, corderitos míos.

Penetraron en la estancia, intrigados y desconfiados.

- Cierra esa puerta, Chamarilero ...; así estaremos más cómodos. Gracias. ¡Ah!, ya veo, dicho sea de paso, que los billetes de mil se han desvanecido. Por consiguiente, estamos de acuerdo. Lo mismo que se ponen de acuerdo las gentes honradas.

- ¿Y qué más?

- ¿Qué más? Pues bien: puesto que estamos asociados ...

- ¡Asociados!

- Caray, ¿acaso no habéis aceptado mi dinero? Trabajamos juntos, amigo mío, y juntos seguiremos para: primero, secuestrar a esa joven dama; segundo, apoderamos de las alhajas.

El Chamarilero replicó con sarcasmo:

- No tenemos necesidad de ti.

- Sí, querido mío.

- ¿Para qué?

- Porque vosotros ignoráis dónde se encuentra el escondrijo de las alhajas y, en cambio, yo lo sé.

- Lo encontraremos.

- Mañana. Pero no esta noche.

- Entonces, habla. ¿Qué es lo que quieres?

- El reparto de las alhajas.

- Entonces, ¿por qué no te lo has llevado tú todo, puesto que conoces el escondrijo?

- Porque me es imposible abrirlo yo solo. Hay un secreto, pero yo lo ignoro. Vosotros estáis aquí ..., y así me serviré de vosotros.

El Chamarilero titubeó y dijo:

- Repartir ..., repartir ...; a lo mejor no se trata más que de unos cuantos pedruscos y de un poco de cobre ...

- ¡Imbécil! Hay más de un millón.

Los hombres se estremecieron, impresionados.

- Sea -dijo el Chamarilero-. Pero ¿y si la señora Kesselbach se escapa? Ella se encuentra en la otra habitación, ¿no es así?

- No, ella está aquí.

Lupin apartó por un momento una de las hojas del biombo y dejó entrever el montón de ropas y mantas que había preparado sobre el sofá.

- Está aquí desvanecida. Pero yo la libertaré sólo después del reparto.

- Sin embargo ...

- Pues a tomarlo o dejarlo. Tengo suerte de estar solo. Bien sabéis lo que yo valgo. Por tanto ...

Los hombres se consultaron entre sí, y el Chamarilero dijo:

- ¿Dónde está el escondrijo?

- Bajo el hogar de la chimenea. Pero es preciso, cuando se ignora el secreto, levantar ante todo la chimenea completa, el espejo, los mármoles, y todo ello en un bloque, al parecer. El trabajo es duro.

- ¡Bah! Somos gentes de ataque. Lo vas a ver. En cinco minutos.

Dio órdenes, e inmediatamente sus compañeros se pusieron manos a la obra con un entusiasmo y una disciplina admirables. Dos de ellos, subidos sobre sillas, se esforzaron por quitar el espejo. Los otros cuatro atacaron la chimenea. El Chamarilero, de rodillas sobre el suelo, vigilaba el hogar de la chimenea y ordenaba:

- Duro, muchachos ..., a una, por favor ...; atención ..., una ..., dos; ¡ah!, mirad, ya se mueve.

Inmóvil detrás de ellos, con las manos en los bolsillos, Lupin los observaba con ternura, al propio tiempo que saboreaba con todo su orgullo de artista y maestro aquella prueba tan violenta de su autoridad, de su fuerza, del poder increíble que él ejercía sobre los demás. ¿Cómo aquellos bandidos habían podido admitir, ni siquiera por un segundo, aquella inverosímil historia y perder toda noción de las cosas, hasta el punto de abandonarle a su favor todas las oportunidades de la batalla?

Sacó de los bolsillos dos grandes revólveres, macizos e imponentes, extendió los dos brazos y tranquilamente, escogiendo a los primeros hombres que iba a derribar, y luego los otros dos que caerían en seguida, apuntó lo mismo que hubiera apuntado a dos blancos en una sala de tiro. Dos disparos simultáneos y luego otros dos ...

Se escucharon aullidos ... Cuatro hombres se desplomaron, unos tras otros, como muñecos en un juego de matanza.

- De siete, cuatro liquidados. Quedan tres -dijo Lupin-. ¿Será preciso continuar?

Sus brazos permanecían extendidos, con los dos revólveres apuntando sobre el grupo que formaban el Chamarilero y sus dos compañeros.

- Cochino -gruñó el Chamarilero, buscando un arma.

- Quietas las patas -gritó Lupin- o tiro ... Perfecto. Ahora, vosotros, desarmadlo ...; si no ...

Los dos bandidos, temblorosos de miedo ..., paralizaron a su jefe y le obligaron a someterse.

- ¡Amarradlo ..., amarradlo, ¡maldita sea! ¿Qué os importa a vosotros? ... Una vez que yo me marche, estáis libres ... Vamos, ¿está entendido? Primero amarradle las muñecas ... con vuestros cinturones ..., y los tobillos. Pero más rápido.

Desamparado, vencido, el Chamarilero ya no ofrecía resistencia. Mientras sus compañeros le amarraban, Lupin se agachó sobre ellos y les asestó dos terribles golpes de culata sobre la cabeza.

Se desplomaron.

He aquí una buena tarea cumplida -dijo, respirando fuerte-. Lástima que no hubieran sido cincuenta ...; me encontraba en forma ..., y todo ello con una facilidad tremenda ..., con la sonrisa en los labios ... ¿Qué piensas de esto tú, Chamarilero?

El bandido renegaba. Lupin le dijo:

- No te pongas melancólico, muchachote. Consuélate diciéndote que estás cooperando a una buena acción: la salvación de la señora Kesselbach. Ella misma te mostrará su agradecimiento por tu galantería.

Lupin se dirigió hacia la puerta de la otra estancia y la abrió.

- ¡Ah! -exclamó, deteniéndose en el umbral, paralizado y desconcertado.

La habitación estaba vacía.

Se acercó a la ventana y vio una escala apoyada contra el balcón. La escala era de acero desmontable.

- Secuestrada ..., secuestrada -murmuró-. Luis de Malreich ..., ¡ah!, ese pícaro ...

II

Lupin reflexionó unos momentos, al propio tiempo que se esforzaba por dominar su angustia, y se dijo que, después de todo, como la señora Kesselbach no parecía correr peligro alguno inmediato, no había motivo para alarmarse. Pero una súbita rabia le sacudió y precipitó sobre los bandidos, repartió entre ellos algunos puntapiés, que alcanzaron a los que estaban heridos y se agitaban, buscó y recuperó los billetes de Banco; luego amordazó a aquellos individuos, les amarró las manos con todo cuanto encontró -cordones de cortinas, alzapaños, mantas y sábanas cortadas en bandas- y finalmente alineó sobre la alfombra, frente al canapé, aquellos siete envoltorios humanos, apretados unos contra otros y amarrados cual si se tratara de paquetes.

- Una carga de momias en su salsa -dijo con sarcasmo-. Un suculento plato de carne para un buen gastrónomo. Pedazos de idiotas, ¿cómo echasteis vuestras cuentas? Ahí estáis como si se tratara de un puñado de ahogados en un depósito de cadáveres ... ¿Es así como se ataca a Lupin..., Lupin, defensor de viudas y huérfanos? ... ¿Tembláis? Disteis un paso en falso, corderitos míos. Lupin jamás le hizo daño ni a una mosca ... Pero Lupin es un hombre honrado, a quien no le agradan los canallas, y Lupin conoce sus deberes. Veamos, ¿es que acaso se puede vivir con unos ganapanes como vosotros? ¿Es que ya no hay respeto por la vida del prójimo? ¿No hay respeto para la vida de los demás, ni leyes, ni sociedad, ni conciencia, ni nada? ¡Oh Dios! ¿Adónde vamos a parar?

Sin siquiera molestarse en encerrarlos, salió de la estancia, llegó a la calle y echó a andar hasta que llegó al auto de alquiler que le esperaba. Envió al chófer a buscar otro coche y reunió ambos delante de la casa de la señora Kesselbach.

Una buena propina que dio por adelantado le evitó el andar con ociosas explicaciones.

Con la ayuda de los dos chóferes bajó a los siete prisioneros y los instaló en los coches, revueltos y con las rodillas de los unos contra las de los otros.

Los heridos lloraban y gemían. Luego cerró las portezuelas.

- Cuidado con las manos -les dijo Lupin.

Subió al asiento interior del primer coche y ordenó:

- En marcha.

- ¿Adónde vamos? -preguntó el chófer.

- Al treinta y seis del muelle de los Orfevres, a la Seguridad.

Roncaron los motores ..., se escuchó el ruido del despegue, y el extraño cortejo se puso en rápida marcha por las pendientes del Trocadero.

En las calles se adelantaron a algunos carroS cargados de hortalizas. En las aceras se veían hombres armados de pértigas que apagaban las luces de gas de las farolas.

Había estrellas en él cielo. Una fresca brisa flotaba en el espacio.

Lupin cantaba.

La plaza de la Concordia ..., el Louvre ..., y a lo lejos, la masa negra de Nuestra Señora ...

Se volvió y entreabrió la portezuela, preguntando:

- ¿Estáis bien, compañeros? Yo también, grachis. La noche está deliciosa y se respira un aire transparente ...

Saltó sobre los desnivelados adoquines de los muelles. E inmediatamente surgió a su vista el Palacio de Justicia y la puerta de la Seguridad.

- Quédense aquí -ordenó Lupin a los dos chóferes-. Y, sobre todo, cuiden bien de sus siete clientes.

Cruzó el primer patio y siguió luego por el pasillo de la derecha, que conducía a los locales del servicio central.

Había allí de guardia permanente algunos inspectores.

- Señores -dijo Lupin. entrando-, les traigo caza ..., y caza mayor ... ¿Está el señor Weber? Soy el nuevo comisario de Policía de Auteuil.

- El señor Weber está en su departamento. ¿Es necesario avisarle?

- Un momento. Tengo prisa. Voy a dejarle unas líneas.

Se sentó a una mesa y escribió:

Mi querido Weber: Te traigo a los siete bandidos que componían la banda de Altenheim, los mismos que mataron a Gourel ... y a tantos otros, y que me mataron también a mí bajo el nombre de señor Lenormand.

No queda más que su jefe. Voy a proceder a su inmediata detención. Ven a reunirte a mí. El vive en Neuilly, calle Delaizement, y se hace llamar León Massier.

Cordiales saludos.

Arsenio Lupin.
Jefe de Seguridad
.

Metió la carta en un sobre y dijo:

- Esto para el señor Weber. Es urgente. Y ahora necesito siete hombres para que recojan la entrega de la mercancía. La he dejado en el muelle.

Delante de los coches se les reunió un inspector jefe.

- ¡Ah!, es usted, señor Leboeuf -le dijo-. He hecho una buena redada ... Toda la banda de AItenheim ... está dentro de los coches.

- ¿Y dónde los cazó usted?

- Cuando estaban a punto de secuestrar a la señora Kesselbach y de saquear su casa. Pero ya explicaré todo eso en el momento oportuno.

El inspector jefe le llevó a un lado, y con aire sorprendido le dijo:

- Perdóneme, pero me han venido a avisar de parte del comisario de Auteuil. Y no me parece ... ¿A quién tengo el honor de hablar?

- A la persona que le está haciendo el espléndido regalo de siete apaches de la más estupenda calidad.

- De todos modos, yo quisiera saber ...

- ¿Mi nombre?

- Sí.

- Arsenio Lupin.

Le dio rápidamente una patada en una pierna a su interlocutor, echó a correr hasta la calle Rivoli, saltó dentro de un coche que pasaba y se hizo conducir a la puerta de Ternes.

Las casas en la carretera de la Revolución estaban cercanas y se dirigió a pie hacia el número 3.

A pesar de toda su sangre fría y del dominio que tenía sobre sí mismo, Arsenio Lupin no lograba dominar la emoción que le invadía. ¿Lograría encontrar a Dolores Kesselbach? ¿Luis de Malreich habría llevado a la joven dama, bien sea a casa de él, o bien a la cochera del Chamarilero? Lupin le había quitado al Chamarilero la llave de aquella cochera, de modo que le fue fácil, después de haber llamado a la puerta y haber atravesado todos los patios, el abrir la puerta y penetrar en el almacén de trastos viejos.

Encendió su linterna y se orientó. Un poco a la derecha estaba el espacio libre donde él había visto a los cómplices celebrar su último conciliábulo.

Sobre el canapé, designado por el Chamarilero, advirtió una forma negra. Envuelta en cobertores, amordazada, yacía allí Dolores ...

Acudió en su auxilio.

- ¡Ah!, estáis aquí ..., estáis aquí ... -balbució ella-. ¿No os han hecho nada?

E inmediatamente, irguiéndose y señalando al fondo del almacén, añadió:

- Por ahí ..., por ese lado, se marchó él ...; le oí ..., estoy segura ...; es preciso marcharnos. Os lo ruego ...

- Usted antes que nada -le dijo Lupin.

- No, él primero ...; golpéelo ..., se lo ruego ..., golpéelo.

El miedo ahora, en lugar de vencerla, parecía darle fuerzas inusitadas, y Dolores repetía en su inmenso deseo de librarse del implacable enemigo que la torturaba:

- Primero él ...; no quiero seguir viviendo ...; es preciso que usted me salve de él ..., es preciso...; no quiero seguir viviendo.

Lupin la libró de las ligaduras, la tendió suavemente sobre el canapé y le dijo:

- Tiene usted razón ... Por lo demás, usted aquí no tiene nada que temer ...; espéreme, regreso pronto ...

Cuando él iba a alejarse, ella le tomó la mano vivamente y le dijo:

- Pero ¿y usted?

- ¿Qué?

- Si ese hombre ...

Se hubiera dicho que ella temía a aquel combate supremo al que le exponía y que, en el último momento, se hubiera sentido feliz de retener a Lupin.

Lupin murmuró:

- Gracias, esté tranquila. ¿Qué tengo que temer? El está solo.

Y, abandonándola, se dirigió hacia el fondo. Conforme esperaba, descubrió una escala erguida y apoyada contra el muro; sirviéndose de ella subió hasta llegar al nivel de un pequeño tragaluz, desde el cual había asistido a la reunión de los bandidos. Aquel era el camino que Malreich había tomado para regresar a su casa de la calle Delaizement.

Lupin siguió ese camino lo mismo que había hecho algunas horas antes, pasó a la otra cochera y bajó al jardín. Se encontraba detrás del pabellón ocupado por Malreich. Cosa extraña, no dudó ni por un segundo que Malreich estuviese allí. Inevitablemente iba a encontrarse con él. y el formidable duelo que venían sosteniendo uno contra otro llegaría así a su fin. Unos minutos más y todo habría terminado.

Se sintió confundido. Cuando echó mano al picaporte de una puerta, aquel giró y la puerta cedió al empujarla. El pabellón ni siquiera estaba, pues, cerrado.

Atravesó una cocina, un vestíbulo y subió una escalera. Avanzaba resueltamente, sin siquiera preocuparse de amortiguar el ruido de sus pasos.

En el descansillo de la escalera se detuvo. El sudor corría de su frente y sus sienes latían bajo el aflujo de la sangre. A pesar de ello conservaba la calma, sintiéndose dueño de sí y consciente de todos sus pensamientos.

Depositó sobre un peldaño sus dos revólveres.

Nada de armas -se dijo-. Solamente mis manos ..., nada más que el esfuerzo de mis dos manos ...; eso bastará ...; vale más así.

Frente a él había tres puertas. Escogió la de en medio e hizo girar la cerradura. Ningún obstáculo.

Entró.

No había luz alguna en aquella estancia, pero, por la ventana abierta de par en par, penetraba la claridad de la noche, y en la noche percibió las ropas y las cortinas blancas de una cama. Y allí ... alguien se estaba incorporando. Bruscamente lanzó sobre aquella silueta el chorro de luz de su linterna.

¡Malreich!

El rostro amarillento de Malreich. sus ojos sombríos, sus pómulos de cadáver, su cuello descarnado ... y todo aquello aparecía inmóvil, a cinco pasos de él ... ¿Quién hubiera podido decir si aquel rostro inerte, si aquel rostro de muerto revelaba la más nimia inquietud?

Lupin avanzó un paso, luego otro, después otro más.

El hombre no se movía en absoluto.

¿Veía? ¿Comprendía? Se hubiera dicho que sus ojos miraban al vacío; Lupin se creía obsesionado por una alucinación, más bien que sorprendido por una imagen real.

Todavía un paso más ...

Va a defenderse -pensó Lupin-. Es preciso que se defienda.

Lupin adelantó un brazo hacia él.

El hombre no hizo gesto alguno ni retrocedió un milímetro. Sus párpados se mantenían inmóviles. Se produjo el contacto. Y fue Lupin quien, trastornado, espantado, perdió la cabeza. Tendió al hombre, le acostó sobre la cama, le envolvió en las ropas, le apresó dentro de las mantas y le mantuvo así sujeto bajo su rodilla como una presa ..., sin que el otro hubiera intentado el menor ademán de resistencia.

- ¡Ah! -exclamó Lupin, embriagado de alegría y de odio contenido-. Al fin te he aplastado, bestia odiosa. Al fin, yo soy el amo ...

Escuchó ruido fuera, en la calle Delaizement, producido por unos golpes descargados sobre la verja. Se precipitó hacia la ventana, y desde ella gritó:

- Eres tú, Weber. Ya. Muy oportuno. Eres un servidor modelo. Cierra la puerta de la verja y corre ...; serás bien venido.

En breves minutos, Lupin registró las ropas del prisionero, se apoderó de su cartera, se adueñó de los papeles que pudo encontrar en los cajones de la mesa y del bufete, los colocó sobre la mesa y los examinó.

Lanzó un grito de alegría: el paquete de cartas estaba allí ..., el paquete de las famosas cartas que él había prometido entregarle al emperador.

Volvió a colocar los papeles en su lugar y corrió a la ventana.

- Todo está arreglado, Weber. Puedes entrar. Encontrarás al asesino de Kesselbach en su cama, completamente preparado y amarrado ... Adiós, Weber ...

Y Lupin bajó a saltos las escaleras, corrió hasta la cochera y, mientras Weber penetraba en la casa, fue a reunirse a Dolores Kesselbach.

El solo había detenido a los siete compañeros de Altenheim, y había entregado a la Justicia al misterioso jefe de la banda, el infame monstruo Luis de Malreich.

III

En un largo balcón de madera, sentado a una mesa. un joven escribía.

A veces levantaba la cabeza y contemplaba con mirada vaga el horizonte de colinas donde los árboles, despojados de sus hojas por el otoño, dejaban caer las últimas de aquellas sobre los techos rojos de las casas y sobre los céspedes de los jardines. Luego se puso de nuevo a escribir.

Al cabo de un momento tomó la hoja de papel y leyó en voz alta:

Nuestros días van a la deriva
como llevados por una corriente
que los empuja hacia una orilla
adonde se llega sólo agonizando
.

- No está mal -dijo una voz detrás de él-. Nadie lo hubiera hecho mejor. En fin, no todo el mundo puede ser un Lamartine.

- Usted ..., usted -balbució el joven, asombrado.

- Pues sí, poeta, yo mismo, Arsenio Lupin, que viene a ver a su querido amigo Pedro Leduc.

Pedro Leduc se puso a temblar como si sufriera escalofríos de fiebre, y dijo en voz baja:

- ¿Ha llegado la hora?

- Sí, mi excelente Pedro Leduc. Ha llegado para ti la hora de abandonar, o, mejor dicho, de interrumpir la blanda existencia de poeta que estás llevando desde hace varios meses a los pies de Genoveva Ernermont y de la señora de Kesselbach, y de interpretar el papel que te he reservado en mi obra ..., una linda obra, te lo aseguro; un pequeño drama bien tallado conforme a las reglas del arte, con trémolos, risas y rechinamientos de dientes. Henos aquí llegados al quinto acto, el desenlace se acerca, y eres tú, Pedro Leduc, quien actúas de héroe. ¡Qué gloria!

El joven se levantó y dijo:

- ¿Y si me niego?

- ¡Idiota!

- Sí. ¿si me niego? Después de todo. ¿quién me obliga a someterme a vuestra voluntad? ¿Quién me obliga a aceptar un papel que todavía no conozco, pero que por anticipado me repugna y del cual siento vergüenza?

- ¡Idiota! -repitió Lupin.

Y obligando a Pedro Leduc a sentarse, Lupin se acomodó cerca de él y con voz suave le dijo:

- Olvidas por completo, jovencito, que tú no te llamas Pedro Leduc, sino Gerardo Baupré. Y si llevas el admirable nombre de Pedro Leduc, entonces es porque tú, Gerardo Baupré, has asesinado a Pedro Leduc y le has robado su personalidad.

El joven dio un salto, indignado, y replicó:

- Usted está loco. Usted sabe muy bien que fue usted mismo quien combinó todo esto ...

- Caray, sí, lo sé muy bien; pero ¿qué dirá la Justicia cuando yo le proporcione la prueba de que el verdadero Pedro Leduc murió de muerte violenta y que tú has tomado su lugar?

Aterrado, el joven comenzó a tartamudear:

- No le creerán ... ¿Por qué habría de hacer yo eso? ¿Con qué objeto?

- ¡Idiota! El objeto es tan visible que el propio Weber lo hubiera adivinado. Tú mientes cuando dices que no quieres aceptar un papel que ignoras. Ese papel tú lo conoces. Es el mismo que hubiera representado Pedro Leduc si no hubiera muerto.

- Pero Pedro Leduc, para mí, para todo el mundo, no es todavía más que una palabra. ¿Quién era él? ¿Quién soy yo?

- ¿Y qué es lo que eso puede importarte?

- Quiero saber. Quiero saber adónde voy.

- Y si lo sabes, ¿caminarás derecho delante de mí?

- Sí, siempre que el objetivo de que usted habla valga la pena.

- Y sin eso, ¿crees, acaso, que yo me hubiera dado tanto trabajo?

- ¿Qué sé yo? Y sea cual sea mi destino, tenga la seguridad de que yo me mostraré digno de él. Pero quiero saberlo. ¿Quién soy yo?

Arsenio Lupin se quitó el sombrero, e inclinándose dijo:

- Hermann Cuarto, gran duque de Deux-Ponts-Veldenz, príncipe de Berncastel, elector de Treves y señor de otros lugares.

Tres días más tarde, Lupin llevó a la señora Kesselbach en automóvil a la frontera. El viaje fue silencioso.

Lupin recordaba con emoción el gesto de espanto de Dolores y las palabras que ella había pronunciado en la casa de la calle de Vignes, en el momento en que iba a defenderla contra los cómplices de Altenheim. Y ella debía también de recordarlo, porque permanecía como ruborosa y visiblemente turbada en presencia de él.

Por la noche llegaron a un pequeño castillo completamente revestido de hojas y flores, cubierto por una especie de enorme cúpula de pizarra y rodeado de un amplio jardín repleto de árboles seculares.

Encontraron allí ya instalada a Genoveva. Esta regresaba en esos momentos de la población vecina, donde había seleccionado sirvientes nativos de allí.

- Aquí está su residencia, señora -dijo Lupin-. Es el castillo de Bruggen. Usted podrá esperar aquí completamente segura el fin de estos acontecimientos. Mañana, Pedro Leduc, a quien ya he avisado, será vuestro huésped.

Lupin se marchó seguidamente, se dirigió a Veldenz y entregó al conde de Waldemar el paquete de las famosas cartas que había recuperado.

- Ya sabe usted mis condiciones, mi querido Waldemar -dijo Lupin-. Se trata, ante todo, de volver a levantar la casa de Deux-Ponts-Veldenz y devolverle el gran ducado al gran duque Hermann Cuarto.

- Desde hoy voy a iniciar las negociaciones con el Consejo de Regencia. Según mis informes, eso será cosa fácil. Pero ¿y el gran duque Hermann? ...

- Su alteza vive actualmente bajo el nombre de Pedro Leduc en el castillo de Bruggen. Presentaré todas las pruebas que sean precisas respecto a su identidad.

Aquella misma noche, Lupin volvió a tomar el camino de París con la intención de activar el proceso de Malreich y de los siete bandidos.

Lo que constituyó este asunto, la forma en que fue llevado y cómo se desarrolló, resultaría harto fatigoso el hablar de ello, a tal extremo los hechos, y hasta los más pequeños detalles, están presentes en la memoria de todos. Es uno de esos acontecimientos sensacionales que incluso los aldeanos de los burgos más lejanos aún hoy comentan y lo relatan entre ellos.

Pero lo que yo quisiera recordar es la extraordinaria participación que en todo ello tuvo Arsenio Lupin, en cuanto a la persecución del asunto y a los incidentes de la instrucción del proceso. De hecho, la instrucción del proceso fue él mismo quien la dirigió.

Desde un principio sustituyó a los poderes públicos, ordenando las pesquisas, indicando las medidas que habrían de tomarse y prescribiendo las preguntas que deberían formularse a los detenidos, y, en suma, teniendo respuestas para todos ...

¿Quién no recuerda la sorpresa general cada mañana cuando se leía en los diarios aquellas cartas irresistibles de lógica y de autoridad, aquellas cartas firmadas alternativamente:

Arsenio Lupin, juez de instrucción.

Arsenio Lupin, procurador general.

Arsenio Lupin, ministro de Justicia.

Arsenio Lupin, ¿policía?

Puso en la tarea un entusiasmo, un ardor e incluso una violencia, que le sorprendía hasta a él mismo, tan lleno habitualmente de ironía, y, en resumen, tan dispuesto por temperamento a una indulgencia en cierta forma profesional.

No, esta vez sentía odio. Odiaba a aquel Luis de Malreich, bandido sanguinario, bestia inmunda, del cual siempre había sentido miedo y que, incluso encerrado, incluso vencido, le producía aquella impresión de espanto y repugnancia que se experimenta a la vista de un reptil. Además, ¿acaso Malreich no había tenido la audacia de perseguir a Dolores?

Ha jugado y ha perdido -se decía Lupin-, y su cabeza volará.

Eso era lo que él quería para su terrible enemigo: el cadalso, la mañana pálida en que la hoja de la guillotina cae deslizándose y mata ...

Extraño detenido era aquel a quien el juez de instrucción interrogó a lo largo de dos meses entre los muros de su gabinete. Extraño personaje aquel hombre huesudo, con rostro de esqueleto y ojos muertos.

Parecía ausente de sí mismo. Era cual si no estuviera allí, sino muy lejos. Y tan poco preocupado de responder a las preguntas.

- Yo me llamo León Massier.

Esa fue la única frase en que se encerró. Y Lupin replicaba:

- Tú mientes. León Massier, nacido en Périgueux, huérfano a la edad de diez años, murió hace siete años. Tú te apoderaste de sus documentos. Pero olvidas su acta de fallecimiento. Aquí está.

Y Lupin envió al ministerio fiscal una copia del acta.

- Yo soy León Massier -afirmaba de nuevo el detenido.

- Tú mientes -respondía Lupin-. Tú eres Luis de Malreich, el último descendiente de un pequeño noble establecido en Alemania en el siglo dieciocho. Tú tenías un hermano, que sucesivamente se hacía llamar Parbury, Ribeira y Altenheim. Y a ese hermano, tú le has matado. Tú tenías una hermana, Isilda de Malreich. Y a esa hermana, tú la mataste también.

- Yo soy León Massier.

- Mientes. Tú eres Malreich. Aquí está tu acta de nacimiento. Y aquí están la de tu hermano y la de tu hermana.

Y Lupin envió al ministerio fiscal las tres actas.

Por lo demás, salvo en lo que concernía a su identidad, Malreich no se defendió en absoluto, aplastado, sin duda, por la acumulación de pruebas que se presentaban contra él. ¿Qué podía decir él? La Justicia poseía cuarenta notas y cartas escritas de su puño y letra -conforme se demostró con la comparecencia de la escritura- y dirigidas a su banda y a sus cómplices, y las cuales había omitido destruir después de haberlas recuperado.

Todas estas cartas y notas eran órdenes referentes al asunto Kesselbach, el secuestro del señor Lenormand y de Gourel, la persecución del viejo Steinweg, la construcción de los subterráneos de Garches, etcétera. ¿Era posible negar todo eso?

Una cosa bastante extraña desconcertaba a la Justicia. Careados con su jefe, los siete bandidos afirmaron todos ellos que no le conocían en absoluto. Jamás le habían visto. Recibían las instrucciones ya sea por teléfono o bien en las sombras, por medio, precisamente, de aquellas cartas y notas que Malreich les entregaba rápidamente, sin pronunciar palabra.

Pero, por lo demás, la comunicación entre el pabellón de la calle Delaizement y la cochera del Chamarilero, ¿acaso no constituía prueba suficiente de complicidad? Desde allí, Malreich veía y oía. Desde allí, el jefe de la banda vigilaba a sus hombres.

¿Que había contradicciones y hechos que en apariencia resultaban inconciliables? Lupin los explicaba todos. En un célebre artículo publicado la misma mañana de la vista de la causa, partiendo del propio comienzo del asunto, reveló las interioridades de aquel; desenredó la madeja; mostró cómo Malreich vivía, ignorándolo todos, en la habitación de su hermano, el falso comandante Parbury; iba y venía invisible por los pasillos del Palace, y asesinaba a Kesselbach, asesinaba al mozo del hotel y asesinaba al secretario Chapman.

Todos recuerdan las sesiones del proceso. Fueron a la par aterradoras y grises ...

Aterradoras, por la atmósfera de angustia que pesaba sobre la multitud que asistía a ellas y por los recuerdos de crimen y sangre que obsesionaban las mentes ... y grises, pesadas, oscuras asfixiantes, debido al silencio que guardaba el acusado.

En el acusado no asomaba ni un gesto de rebelión. Ni un movimiento. Ni una palabra.

Era un rostro de cera que no veía nada, que no oía nada. Constituía una espantosa visión de calma e impasibilidad. La concurrencia se estremecía. Las imaginaciones alocadas evocaban, más bien que a un hombre, a una especie de ser sobrenatural, un genio de las leyendas orientales, uno de esos dioses de la India que son el símbolo de todo cuanto existe de feroz, cruel, sanguinario y destructor.

En cuanto a los otros bandidos, las personas del público ni siquiera los miraban, considerándolos como insignificantes comparsas que se perdían en la sombra de aquel jefe desmesurado.

El testimonio más emocionante fue el de la señora Kesselbach. Ante la sorpresa de todos, y hasta del propio Lupin, Dolores, que no había respondido a ninguna de las citaciones del juez y cuyo retiro todos ignoraban, apareció en doliente viuda para aportar un testimonio irrecusable contra el asesino de su marido.

Dolores, después de haber mirado al asesino largo tiempo, dijo sencillamente:

- Es ese quien penetró en mi casa de la calle de Vignes, es él quien me secuestró y es él quien me encerró en la cochera del Chamarilero. Yo le reconozco.

- ¿Lo afirma usted?

- Lo juro ante Dios y ante los hombres.

Al día siguiente, Luis de Malreich, alias León Massier, era condenado a muerte. Y su personalidad, cabría decir, absorbía de tal manera la de sus cómplices, que estos se beneficiaron de circunstancias atenuantes.

- Luis de Malreich, ¿no tiene usted nada que alegar? -preguntó el presidente del tribunal.

- No, respondió.

Una sola cuestión se mantenía oscura a los ojos de Lupin. ¿Por qué Malreich había cometido todos aquellos crímenes? ¿Qué pretendía? ¿Cuál era su objetivo?

Pero Lupin no tardaría en averiguarlo, y estaba cerca el día en que, sacudido por el horror, lleno de desesperación, afectado mortalmente, se enteraría de la espantosa verdad.

Por el momento, y sin que la idea cesara por ello de obsesionarle, dejó de ocuparse del asunto Malreich.

Resuelto a rehacer su vida, cual él decía, y, por otra parte, tranquilizado ya sobre la suerte de la señora Kesselbach y de Genoveva, cuya pacífica existencia él seguía desde lejos; en suma, tenido al corriente de todo por Juan Doudeville, a quien había enviado a Veldenz, en lo que se relacionaba con todas las negociaciones que se llevaban a cabo entre la corte de Alemania y la regencia de Deux-Ponts-Veldenz, Lupin empleaba por su parte todo el tiempo en liquidar el pasado y preparar el futuro.

La idea de la vida diferente que aspiraba a llevar a los ojos de la señora Kesselbach le agitaba con ambiciones nuevas y sentimientos imprevistos, en los que la imagen de Dolores aparecía entremezclada, sin que él se diese cuenta exactamente.

En unas semanas suprimió todas las pruebas que algún día pudieran comprometerle, todas las huellas que hubieran podido llevar hasta él.

Entregó a cada uno de sus antiguos compañeros una suma de dinero suficiente para ponerlos al abrigo de la necesidad y les dijo adiós a todos, anunciándoles que partía para América del Sur.

Una mañana, después de una noche de reflexionar y meditar minuciosamente, y de realizar un estudio profundo de la situación, se dijo:

Se acabó. Ya no hay nada que temer. El viejo Lupin ha muerto. Paso al nuevo.

Le trajeron un telegrama de Alemania. Era el desenlace esperado. El Consejo de Regencia, altamente influido por la corte de Berlín, había sometido la cuestión a unas elecciones en el gran ducado, y los electores, influidos a su vez por el Consejo de Regencia, habían afirmado su lealtad inquebrantable a la antigua dinastía de los Veldenz.

El conde Waldemar, así como tres delegados de la nobleza, de las fuerzas armadas y de la magistratura, quedaron encargados de acudir al castillo de Bruggen, comprobar rigurosamente la identidad del gran duque Hermann IV y tomar, de acuerdo con su alteza, todas las disposiciones relativas a su entrada triunfal en el principado de sus padres, entrada que tendría lugar a principios del mes siguiente.

Esta vez ya está -se dijo Lupin-. El gran proyecto del señor Kesselbach va a convertirse en realidad. Ya no queda más que hacer que avalar a mi Pedro Leduc ante Waldemar. Es un juego de niños. Mañana se publicarán las amonestaciones de Genoveva y de Pedro. Y será la prometida del gran duque la que será presentada a Waldemar.

Completamente feliz salió en automóvil para el castillo de Bruggen.

Acomodado en el automóvil, cantaba, silbaba y le hacía preguntas al chófer.

- Octavio, ¿sabes a quién tienes el honor de conducir? Al amo del mundo ...; sí, amigo mío, ya veo que eso te sorprende. Pues bien: esa es la verdad. Yo soy el amo del mundo.

Se frotó las manos, y, cual si monologara, prosiguió:

- A pesar de todo, resultó largo y difícil. Hace ya un año que la lucha comenzó. Cierto es que esta fue la lucha más formidable que he sostenido jamás ... ¡Diablos, qué guerra de gigantes! ...

Y luego repitió:

- Pero esta vez ya está. Los enemigos se han hundido. Ya no existen obstáculos entre mi objetivo y yo. El terreno está libre de dificultades. Construyamos. Tengo los materiales a mano, tengo los obreros ...; construyamos, Lupin. Y que el palacio construido sea digno de ti.

Hizo detener el coche a unos centenares de metros del castillo, para que su llegada resultase más discreta, y le dijo a Octavio:

- Tú entrarás de aquí a veinte minutos, a las cuatro, e irás a depositar mis maletas en el pequeño chalet que se encuentra al extremo del parque. Es allí donde viviré.

Al llegar a la primera vuelta del camino apareció el castillo a lo lejos, al final de una avenida sombreada de tilos. En la distancia, bajo el pórtico, divisó a Genoveva. Su corazón se emocionó dulcemente.

- Genoveva, Genoveva -dijo con ternura-. Genoveva ..., la promesa que le hice a tu madre agonizante se ha realizado ... Genoveva, gran duquesa ..., y yo, la sombra, cerca de ella, velando por su felicidad y prosiguiendo las grandes combinaciones de Lupin.

Rompió a reír, saltó detrás de un grupo de árboles que se erguían a la izquierda de la avenida y apresuró el paso a lo largo de espesos macizos. De este modo llegó al castillo sin que nadie pudiera verle desde las ventanas del salón o de las principales habitaciones.

Su deseo era ver a Dolores antes que esta le viese a él, y, lo mismo que había hecho con Genoveva, pronunció el nombre de Dolores varias veces, pero con una emoción que a él mismo le sorprendía.

- Dolores ..., Dolores.

Furtivamente, siguió por los pasillos y llegó al comedor. Desde este, a través de una puerta de cristales, podía divisar la mitad del salón.

Se acercó.

Dolores estaba tendida sobre una otomana, y Pedro Leduc, de rodillas ante ella, la contemplaba con aire extasiado.
Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo sexto - Los siete bandidosCapítulo octavo - El mapa de EuropaBiblioteca Virtual Antorcha