Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo tercero - La gran combinación de LupinCapítulo quinto - Las cartas del EmperadorBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO CUARTO

Carlomagno




I

- Silencio -dijo vivamente el extranjero-. No pronuncie usted esa palabra.

- ¿Cómo debo entonces llamar a su ...?

- Con ningún nombre.

Se callaron ambos. Ese momento de respiro no era de esos que preceden a la lucha de dos adversarios prestos al combate. El extranjero iba y venía como un amo y señor que tiene costumbre de mandar y ser obedecido. Lupin, inmóvil, ya no mostraba su habitual actitud de provocación ni mostraba su sonrisa de ironía. Esperaba con rostro solemne. Pero en el fondo de su ser, ardientemente, locamente, gozaba de la situación prodigiosa en que se encontraba, allí en aquella celda de prisionero y en su carácter de detenido ... El, aventurero, estafador, ladrón ... El, Arsenio Lupin ... Y frente a él, aquel semidiós del mundo germano, autócrata ambicioso que soñaba con absorber la herencia de César y de Carlomagno.

Su propio poderío le embriagó por un momento. A sus ojos asomaron lágrimas, a tiempo que soñaba con su triunfo.

El extranjero se detuvo.

E inmediatamente, después de la primera frase, llegaron a la medula de la cuestión.

- Mañana es el veintidós de agosto. Las cartas deben publicarse mañana, ¿no es así?

- Esta misma noche. Dentro de dos horas, mis amigos deberán depositar en el Grand Journal, no las cartas, pero sí la lista exacta de ellas, anotada por el gran duque Hermann.

- Esa lista no será depositada.

- No, no lo será.

- Usted me hará entrega de ella.

- Será puesta en manos de su ..., entre vuestras manos.

- E igualmente todas las cartas.

- Sí, igualmente todas las cartas.

- Sin que ninguna haya sido fotografiada.

- Sí, sin que ninguna sea fotografiada.

El extranjero hablaba con voz solemne, en la que no había el mínimo acento de súplica, pero tampoco la más leve inflexión de autoridad. El no ordenaba ni preguntaba: enunciaba los actos inevitables de Arsenio Lupin. Tenía que ser así. Y así sería, cualesquiera que fuesen las exigencias de Arsenio Lupin, y cualquiera que fuese el precio que aquel fijara para llevar a cabo esos actos. Por anticipado, las condiciones estaban ya aceptadas.

Caray -se dijo Lupin-. Tengo que enfrentarme a algo muy fuerte. Si apelan a mi generosidad, estoy perdido.

Trató de reaccionar para no debilitar su posición, ni tampoco abandonar todas las ventajas que había conquistado con tanto esfuerzo.

Por lo demás, a pesar de todo, aquel hombre constituía un adversario respecto al cual Lupin experimentaba una viva antipatía. Su tono le resultaba desagradable y su actitud altiva.

El extranjero dijo:

- ¿Ha leído usted esas cartas?

- No.

- Pero ¿alguno de los suyos las ha leído?

- No.

- ¿Entonces?

- Entonces ... yo tengo la lista y las anotaciones del gran duque. Además de esto, conozco el escondrijo donde él ocultó todos sus documentos.

- En ese caso, ¿por qué no se ha apoderado usted de ellos?

- Es que me he enterado del secreto del escondrijo después que me encontraba aquí. A estas horas mis amigos se hallan camino de ese escondrijo.

- Pero el castillo está guardado; lo ocupan doscientos de mis hombres más seguros.

- No bastarían diez mil.

Después de un momento de reflexión, el visitante preguntó:

- ¿Y cómo sabe usted el secreto?

- Lo he adivinado.

- Pero entonces es que usted habrá obtenido otras informaciones, otros elementos que no han sido publicados por los diarios.

- Ningunas.

- No obstante, durante cuatro días yo he registrado el castillo ...

- Herlock Sholmes ha buscado mal.

- ¡Ah! -exclamó el extranjero como hablando consigo mismo-. Es extraño ... Es extraño ... ¿y está usted seguro de que sus suposiciones sean exactas?

- No se trata de suposiciones; es una certidumbre.

- Tanto mejor, tanto mejor -murmuró el otro-. Solo estaremos tranquilos cuando esos papeles ya no existan más.

Y colocándose bruscamente frente a Arsenio Lupin, añadió:

- ¿Cuánto?

- ¿Qué? -respondió Lupin.

- ¿Cuánto quiere por esos papeles? ¿Cuánto por la revelación del secreto?

El extranjero esperaba oír una cifra. Pero él mismo propuso:

- ¿Cincuenta mil ... cien mil? ...

Y como Lupin no respondiera, agregó con tono un poco de duda:

- ¿Más aún? ¿Doscientos mil? Sea. Acepto.

Lupin sonrió, y dijo en voz baja:

- La cifra es bonita. Pero ¿acaso no es probable que determinado monarca, supongamos el rey de Inglaterra, llegase hasta el millón? ¿Con toda sinceridad? ...

- Lo creo posible.

- ¿Y para el emperador esas cartas no tienen precio lo mismo que valga dos millones que doscientos mil francos ... o bien tres millones como dos millones?

- Así lo creo.

- ¿Y si ello fuese preciso, daría el emperador esos tres millones?

- Sí.

- Entonces será fácil llegar a un acuerdo.

- ¿Sobre esa base? -exclamó el extranjero con cierta inquietud.

- Sobre esa base no ... Yo no busco el dinero ... Es otra cosa lo que yo deseo .,. Otra cosa que vale para mí mucho más que los millones.

- ¿Qué?

- La libertad.

El extranjero se sobresaltó.

- ¡Ah!, vuestra libertad ... Pero yo no puedo hacer nada ... Eso concierne a la patria de usted ..., a la Justicia ...; yo no dispongo de poder alguno.

Lupin se le acercó, y bajando aún más la voz, le dijo:

- Usted dispone de todo el poder, señor ...; mi libertad no constituye un acontecimiento tan sensacional para que le den a usted una negativa.

- Entonces, ¿sería preciso que yo la solicitara?

- Sí.

- ¿A quién?

- A Valenglay, presidente del Consejo de Ministros.

- Pero el señor Valenglay no puede conseguir él mismo ni más ni menos que yo ...

- Sí, él puede abrirme las puertas de esta prisión.

- Eso provocaría un escándalo.

- Cuando yo digo abrir ... es que me bastaría con entreabrirlas ...; simularemos una fuga ...; el público la espera de tal modo, que este ya no exigiría que se le rindiesen cuentas de esa fuga.

- Sea ..., sea ... Pero el señor Valenglay jamás accederá ...

- Sí, accederá.

- ¿Por qué?

- Porque usted le hará presente su deseo de que así sea.

- Mis deseos no constituyen órdenes para él.

- No, pero entre gobiernos esas son cosas que pueden hacerse. Y Valenglay es demasiado político ...

- Vamos, ¿usted cree que el gobierno francés va a cometer un acto tan arbitrario con el único objeto de serme grato?

- Ese objeto no será el único.

- ¿Cuál será el otro?

- La alegría de servir a Francia aceptando la proposición que acompañará a la petición de libertad.

- Entonces, ¿yo tendré que hacer una proposición?

- Sí, señor.

- ¿Cuál?

- No lo sé, pero me parece que existe siempre un terreno favorable para entenderse ... Hay posibilidades de acuerdo ...

El extranjero lo miraba sin comprender. Lupin se inclinó hacia él y, cual si buscara y meditara sus palabras, como si imaginase una hipótesis, dijo:

- Supongamos que dos países estén divididos por una cuestión insignificante ... Que tengan un punto de vista diferente sobre un problema secundario ... Un problema colonial, por ejemplo, en el que esté en juego el amor propio más bien que sus intereses ... ¿Acaso es imposible que el jefe de uno de esos países llegue por sí mismo a tratar ese problema con un nuevo espíritu de conciliación? ... ¿Y a dar instrucciones necesarias para ...?

- ¿Para que yo le deje Marruecos a Francia? -dijo el extranjero, rompiendo a reír.

La idea que sugería Lupin le parecía la cosa más tonta del mwndo y por ello reía a maqdíbula batiente. Existía tamaña desproporción entre el objetivo a alcanzar y los medios ofrecidos para alcanzarlo ...

- Evidentemente ... Evidentemente -dijo el extranjero, esforzándose en vano por recobrar su seriedad-. Evidentemente, la idea es original ... Toda la política moderna trastornada para que Arsenio Lupin quede libre. Los objetivos del Imperio destruidos para permitir que Arsenio Lupin continúe sus fechorías ... Vamos, ¿por qué no me pide usted que le entregue Alsacia y Lorena?

- Ya he pensado en eso, señor -replicó Lupin.

El regocijo del extranjero aumentó de grado.

- Admirable. ¿Y usted ha desistido de ello?

- Por esta vez, sí.

Lupin se había cruzado de brazos. El también se divertía exagerando el papel que estaba representando, y continuó con afectada seriedad:

- Pueden producirse una serie de circunstancias tales que yo tenga entre las manos un poder suficiente para reclamar y para obtener esa restitución. Y ese día no dejaré de lograrlo en verdad. Por el momento, las armas de que dispongo me obligan a una mayor modestia. Me basta con la paz en Marruecos.

- ¿Nada más que eso?

- Nada más que eso.

- ¿Marruecos a cambio de vuestra libertad?

- Nada más .... o, más bien ... porque es preciso no perder en modo alguno de vista el propio objeto de esta conversación ..., o, mejor aún, un poco de buena voluntad por parte de uno de los dos grandes países interesados ..., y a cambio de ello, el abandono de las cartas que están en mi poder.

- Esas cartas ..., esas cartas -murmuró el extranjero con irritación-. Después de todo, quizá no sean de gran valor ...

- Señor, eso está en manos de usted. y a ellas les ha atribuido usted valor suficiente para venir a verme en esta celda.

- Bueno. ¿y qué importa?

- Pero es que hay otras cuya procedencia usted desconoce y sobre las cuales voy a proporcionarle algunos informes.

- ¡Ah! -respondió el extranjero, inquieto.

Lupin dudó.

- Hable, hable sin rodeos -ordenó el extranjero-. Hable claramente.

En el profundo silencio que allí reinaba. Lupin declaró con cierta solemnidad:

- Hace veinte años se elaboró un proyecto de tratado entre Alemania, Inglaterra y Francia.

- Eso es falso. Es imposible. ¿Quién hubiera podido ...?

- El padre del actual emperador y la reina de Inglaterra, su abuela, ambos bajo la influencia de la emperatriz.

- Imposible. Repito que eso es imposible.

- La correspondencia respecto a ello se encuentra en el escondrijo del castillo de Veldenz, escondrijo del cual yo soy el único que posee el secreto.

El extranjero iba y venía, presa de agitación.

Se detuvo, y dijo:

- ¿El texto del tratado forma parte de esa correspondencia?

- Sí, señor. Y está escrito de puño y letra de vuestro padre.

- ¿Y qué dice?

- Que por ese tratado, Inglaterra y Francia concedían y prometían a Alemania un imperio colonial lo suficientemente grande para que abandonase sus sueños de hegemonía y que se resignase a no ser ... más de lo que ella es ...

- Y a cambio de ese imperio, ¿qué exigió Inglaterra?

- La limitación de la flota alemana.

- ¿Y Francia?

- Alsacia y Lorena.

El emperador se calló, apoyándose contra la mesa, pensativo. Lupin prosiguió:

- Todo estaba previsto. Los Gabinetes de París y de Londres daban su aquiescencia. Era cosa hecha. El gran tratado de alianza iba a concluirse, fundando así una paz universal y definitiva. La muerte de vuestro padre anuló ese bello sueño. Pero yo pregunto a vuestra majestad: ¿qué pensará su pueblo y qué pensará el mundo cuando se sepa que Federico III, uno de los héroes de mil ochocientos setenta, un alemán pura sangre, respetado por todos sus conciudadanos e incluso por sus enemigos, aceptaba, y, por consiguiente, consideraba como cosa justa la restitución de Alsacia y Lorena?

Se calló un instante, dejando que el problema se planteara en términos precisos ante la conciencia del emperador; ante la conciencia del hombre, del hijo y del soberano.

Luego concluyó:

- Corresponde a su majestad el decidir si quiere o si no quiere que la Historia registre ese tratado. En cuanto a mí, señor, usted puede ver que a mi humilde personalidad no le corresponde ocupar mucho espacio en ese debate.

Un largo silencio siguió a las palabras de Lupin. Esperaba con ánimo angustiado. Era su destino lo que se jugaba en ese minuto que él había concebido, que en cierta forma había traído al mundo con tantos esfuerzos y tanta obstinación ... Minuto histórico nacido de su cerebro y en el que su humilde personalidad, dijera lo que dijera, ejercía gran peso sobre la suerte de los imperios y sobre la paz del mundo ...

Enfrente, en la sombra, César meditaba.

¿Qué iría a decir? ¿Qué solución iría a darle al problema?

Caminó a lo ancho de la celda durante unos momentos, que a Lupin le parecieron interminables.

Luego se detuvo y dijo:

- ¿Hay otras condiciones más?

- Sí, señor, pero son insignificantes.

- ¿Cuáles son?

- He encontrado al hijo del gran duque de Deux-Ponts-Veldenz. Deberá devolvérsele el gran ducado.

- ¿Y después?

- Ama a una joven que a su vez lo ama a él también ... Se trata de la mujer más bella y más virtuosa, y él se casará con esa joven.

- ¿Y entonces?

- Eso es todo.

- ¿No hay nada más?

- Nada más. A su majestad no le queda nada más que hacer que entregarle esta carta al director del Grand Journal para que destruya, sin leerlo, el artículo que va a recibir de un momento a otro.

Lupin le tendió la carta, con el corazón angustiado y la mano temblorosa. Si el emperador la tomaba sería la señal de su aceptación.

El emperador dudó, y luego, con gesto enfurecido, tomó la carta, se puso su sombrero, se envolvió en su capa y salió sin decir palabra.

Lupin permaneció durante unos segundos tambaleante, como aturdido ...

Luego, de pronto, se dejó caer sobre su silla, llorando de alegría y de orgullo ...

II

- Señor juez de instrucción, es hoy cuando tengo el sentimiento de despedirme de usted.

- ¡Cómo, señor Lupin, entonces tiene usted la intención de abandonarnos!

- Y con gran sentimiento de mi corazón, señor juez de instrucción, puede usted estar seguro de ello, puesto que nuestras relaciones eran de una encantadora cordialidad. Pero no hay placer que no tenga fin. Mi cura de salud en el palacio de la Santé ha terminado. Otros deberes me reclaman. Es preciso que me fugue esta noche.

- Buena suerte entonces, señor Lupin.

- Se lo agradezco mucho, señor juez de instrucción.

Arsenio Lupin esperó pacientemente la hora de su fuga, pero no sin preguntarse en qué forma se efectuaría aquella y por qué medios Francia v Alemania, reunidas merced a esa obra meritoria, llegarían a hacerla realidad sin demasiado escándalo.

A mitad de la tarde, el carcelero le comunicó que acudiese al patio de la entrada. Se dirigió allí con presteza y encontró al director, que le puso en las manos del señor Weber, y este le hizo subir a un automóvil en el que había tomado asiento alguien más.

Inmediatamente, Lupin sufrió un ataque de risa desenfrenada.

- ¡Cómo, es a ti, mi pobre Weber, a quien te ha tocado cargar con el muerto! Eres tú quien será el culpable de mi fuga. Confieso que no tienes suerte. Pobre amigo mío. Habiéndote hecho ilustre gracias a mi detención, ahora te vas a hacer inmortal con mi fuga.

Luego miró a la otra persona que estaba allí.

- Caramba, señor prefecto de Policía, ¿usted también metido en este asunto? Vaya regalito que le han hecho. Si me permite darle un consejo, quédese usted en el pasillo. Que todos los honores correspondan a Weber. Le pertenecen por derecho ... Es hombre fuerte este pícaro ...

El vehículo se deslizaba con rapidez a lo largo del Sena y por Boulogne. En Saint-Cloud atravesaron el río.

- Perfectamente -exclamó Lupin-. Vamos a Garches. Me necesitan allí para reconstruir la muerte de Altenheim. Bajaremos a los subterráneos, yo desapareceré y luego dirán que me evaporé por otra salida que solamente conocía yo. ¡Dios santo, qué idiota es todo esto!

Parecía desolado.

- Idiota, de lo más idiota que cabe imaginar ... Me hace enrojecer de vergüenza ... Y estas son las gentes que nos gobiernan ... Qué época esta ... Pero, desgraciados, deberían haberme consultado a mí. Yo les hubiera preparado una evasión perfecta, del género de lo milagroso. Es una de mis especialidades. El público hubiera aullado ante tamaño prodigio y se hubiera derretido de alegría. Pero en lugar de eso ... En fin, cierto es que a ustedes les sorprendió la cosa un poco inesperadamente ... Pero, a pesar de ello ...

El programa de la fuga era, en efecto, tal como Lupin lo había previsto. Penetraron en la casa de retiro hasta el pabellón llamado Hortensia. Lupin y sus dos acompañantes bajaron y cruzaron el subterráneo. Al llegar al final, el subjefe de Policía le dijo:

- Está usted en libertad.

- Vaya -replicó Lupin-. Esto no tiene malicia ninguna. Mi mayor agradecimiento, mi querido Weber, y mis disculpas por las molestias. Señor prefecto, presente usted mis respetos a su esposa.

Subió la escalera que conducía a la Villa de las Glicinas, levantó la trampa y saltó dentro de la estancia.

Una mano cayó sobre su hombro.

Frente a él se encontraba su primer visitante de la víspera, aquel que acompañaba al emperador. Otros cuatro hombres le flanqueaban a derecha e izquierda.

- Caray -dijo Lupin-. ¿Qué broma es esta? ¿Acaso no estoy libre?

- Sí, sí -gruñó el alemán con voz bronca-. Usted está libre ..., pero solamente libre para viajar con nosotros cinco ..., si así le place.

Lupin le contempló unos instantes, sintiendo unos vehementes deseos de enseñarle el valor contundente de un puñetazo en la nariz. Pero los cinco hombres parecían completamente resueltos a todo. Su jefe no mostraba hacia Lupin la mínima ternura, y Lupin pensó que aquel hombrón se sentiría muy feliz de emplear con él medidas extremas. Y después de todo, ¿qué le importaba?

Dijo en broma:

- ¿Que si eso me agrada? Si ese era precisamente mi sueño.

En el patio esperaba una potente limusina. Dos hombres subieron en la delantera y otros dos se acomodaron en el interior. Lupin y el extranjero se instalaron en el asiento del fondo.

- En marcha -gritó Lupin en alemán-. En marcha, camino de Veldenz.

El conde le dijo:

- Silencio. Estas gentes no deben enterarse de nada. Hable francés. No comprenderán ... Y, además, ¿para qué hablar?

- Sí, en realidad -dijo Lupin-, ¿para qué hablar?

Durante toda la tarde y toda la noche, el vehículo rodó sin que surgiera ningún incidente. Por dos veces cargaron gasolina en dos pequeñas ciudades dormidas.

Alternativamente, los alemanes vigilaban a su prisionero, el cual solamente abrió los ojos al amanecer ...

Se detuvieron para desayunar en un albergue situado sobre una colina, cerca de la cual había un poste indicador. Lupin comprobó que se hallaban a media distancia de Metz y de Luxemburgo. Allí tomaron una carretera que doblaba hacia el Nordeste, por el lado de Treves.

Lupin le dijo a su compañero de viaje:

- ¿Es, en efecto, al conde Waldemar a quien tengo el honor de hablarle ..., al confidente del emperador ..., al que registró la casa de Hermann Tercero, en Dresde?

El extranjero permaneció mudo.

Tú, amiguito mío -pensó Lupin-, tienes una cabeza que no me agrada. Ya te la arrancaré un día u otro. Eres feo, eres gordo y eres macizo; en una palabra, me desagradas.

Y luego añadió en voz alta:

- El señor conde comete un error en no responderme. Si hablaba, lo hacía en interés de usted; he visto en el momento que subíamos por la carretera un automóvil que desembocaba detrás de nosotros en el horizonte. ¿Lo vio usted?

- No, ¿por qué?

- Por nada.

- Sin embargo ...

- No, nada en absoluto ... Una sencilla observación ... Por lo demás, le llevamos diez minutos de ventaja ..., y nuestro coche tiene, por lo menos, una potencia de cuarenta caballos.

- Sesenta caballos -dijo el alemán, que observaba a Lupin con inquietud por el rabillo del ojo.

- ¡Oh!, entonces podemos estar tranquilos.

Escalaron una pequeña cuesta. Al llegar a la cima, el conde se inclinó hacia la ventanilla de la puerta.

- ¡Maldita sea! -juró.

- ¿Qué? -interrogó Lupin.

El conde se volvió hacia él, y con voz amenazadora le dijo:

- Tenga cuidado ...; si ocurre alguna cosa, tanto peor.

- ¡Eh, eh!, parece que el otro se aproxima ... Pero ¿qué teme usted, mi querido conde? Sin duda se trata de cualquier viajero ..., quizá incluso de una ayuda que le envían a usted.

- Yo no tengo necesidad ninguna de ayudas -gruñó el alemán.

Volvió a inclinarse hacia la ventanilla. El auto que los perseguía no estaba ya a más de dos o trescientos metros.

Señalándoles a Lupin, les dijo a sus hombres:

- Amarradle. Y si se resiste ...

Sacó su revólver.

- ¿Por qué habría yo de resistirme, simpático teutón? -dijo Lupin con sarcasmo.

Y luego, mientras le ataban las manos, agregó:

- Resulta verdaderamente curioso ver cómo la gente toma precauciones cuando estas son inútiles, y no las toman, en cambio, cuando sería preciso adoptarlas. ¿Qué diablos puede hacerles este auto? ¿Pueden ser, acaso, cómplices míos? Vaya una idea.

Sin responder, el alemán dio órdenes al chófer:

- A la derecha ... Disminuya la marcha ... Déjelos pasar ... Y si ellos también disminuyen la marcha, pare.

Pero, con gran sorpresa suya, el otro automóvil, por el contrario, pareció doblar su velocidad.

Como una tromba pasó adelante, adelantándose al coche de los alemanes, levantando una nube de polvo.

En pie, en la parte posterior del coche, que estaba en parte al descubierto, podía verse la figura de un hombre vestido de negro.

Aquel hombre levantó un brazo en alto.

Sonaron dos disparos.

El conde, cuyo cuerpo tapaba toda la parte de la puerta de la derecha, se desplomó en su asiento.

Antes incluso de ocuparse de él, los dos compañeros saltaron sobre Lupin y acabaron de amarrarlo.

- Idiotas, estúpidos -gritó Lupin, temblando de rabia-. En vez de eso dejadme libre. Vaya, se están deteniendo. Pero, incorregibles idiotas, corred tras ellos ..., alcanzadlos ...; es el hombre de negro ..., el asesino ...; ¡ah, qué imbéciles! ...

Le amordazaron. Luego se ocuparon de atender al conde. La herida no parecía grave y se la vendaron rápidamente. Pero el herido fue presa de una gran excitación, sufrió un ataque de fiebre y empezó a delirar.

Eran las ocho de la mañana.

Se encontraban en pleno campo, lejos de toda población. Los hombres del conde no tenian indicación alguna sobre el objeto exacto del viaje.

¿Adónde irían, pues? ¿A quién deberían avisar?

Detuvieron el coche en la orilla de un bosque y se pusieron a esperar.

Así transcurrió todo el día. Fue a la caída de la tarde cuando llegó un pelotón de caballería enviado desde Treves en busca del automóvil.

Dos horas después, Lupin bajaba del coche y, siempre escoltado por los dos alemanes, subía, alumbrado por la luz de una linterna, los peldaños de una escalera que conducía a una pequeña estancia cuyas ventanas tenían barrotes de hierro.

Allí pasó la noche.

Al día siguiente por la mañana, un oficial le condujo, cruzando un patio lleno de soldados, hasta el centro de una larga serie de edificios que se levantaban en círculo al pie de una colina, donde se distinguían unas ruinas monumentales.

Lupin fue introducido en un amplio salón amueblado en forma discreta. Sentado ante una mesa escritorio, su visitante de dos días antes leía periódicos e informes, sobre los cuales marcaba gruesos trazos con un lápiz rojo.

- Que nos dejen a solas -ordenó al oficial.

Y acercándose a Lupin, añadió:

- Los papeles.

El tono ya no era el mismo de la visita anterior. Era ahora un tono imperioso y seco de amo y señor que está en su casa y que se dirige a un inferior ... ¡Y qué inferior! Un estafador, un aventurero de la peor especie, ante el cual se había visto obligado a humillarse.

- Los papeles -repitió.

Lupin permaneció impasible. Con calma replicó:

- Se encuentran en el castillo de Veldenz.

- Nos encontramos en los terrenos del castillo de Veldenz.

- Los papeles se encuentran entre esas ruinas.

- Vamos allá. Guíeme.

Lupin no se movió.

- ¿Qué?

- Pues, señor, que eso no es tan simple como usted lo cree. Es preciso algún tiempo para poner en juego los elementos necesarios al objeto de encontrar y abrir el escondrijo.

- ¿Cuántas horas necesita usted?

- Veinticuatro.

Un gesto de cólera apareció en el rostro del alemán, pero lo reprimió rápidamente.

- ¡Ah!, pero de eso no habíamos hablado.

- No se precisó nada, señor ... Ni sobre eso ni tampoco sobre el viajecito que su majestad me obligó a hacer entre seis guardias de Corps. Yo debo entregar los papeles y eso es todo.

- Y yo no debo dejarle a usted en libertad sino a cambio de la entrega de esos papeles.

- Es una cuestión de confianza, señor. Yo me hubiera creído igualmente comprometido a entregar esos papeles, si me hubieran dejado en libertad al salir de la prisión, y su majestad puede estar seguro de que yo no me los hubiera llevado bajo el brazo. La única diferencia es que esos papeles estarían ya en vuestro poder, señor. Porque hemos perdido un día. Y un día en este asunto ... es un día de más ... Solamente lo que hace falta es tener confianza.

El emperador miraba con cierto estupor a aquel hombre al margen de la sociedad, aquel bandido que parecía sentirse vejado porque se desconfiase de su palabra.

El emperador, sin responder, llamó a un timbre.

- Que venga el oficial de servicio -ordenó.

Apareció el conde Waldemar, muy pálido.

- ¡Ah!, ¿eres tú, Waldemar? ¿Ya estás mejor?

- A sus órdenes, señor.

- Toma contigo cinco hombres ..., los mismos, puesto que tienes seguridad en ellos. Y no pierdas de vista a este ... señor hasta mañana por la mañana.

Consultó su reloj.

- Hasta mañana por la mañana a las diez ... No, le concedo hasta el mediodía. Tú irás a donde él quiera y harás lo que él te diga que hagas. En suma, estás a su disposición. Al mediodía me reuniré a ti. Si al dar la última campanada del mediodía no me ha entregado el paquete de cartas, volverás a subirlo en el automóvil y, sin perder un instante, volverás a llevarlo directamente a la prisión de la Santé.

- ¿Y si intenta evadirse? ...

- Entonces, arréglatelas.

Salió.

Lupin tomó un cigarro de encima de la mesa y se dejó caer sobre una butaca.

- ¡Qué felicidad! Me gusta mucho más esta forma de proceder. Es franca y categórica.

El conde había hecho entrar a sus hombres, y le dijo a Lupin:

- En marcha.

Lupin encendió el cigarro, pero no se movió.

- Atenle las manos -ordenó el conde.

Una vez que esa orden fue ejecutada, repitió:

- Vamos ..., en marcha.

- No.

- ¿Cómo no?

- Estoy reflexionando.

- ¿Sobre qué?

- Sobre el lugar donde puede encontrarse ese escondrijo.

El conde experimentó un sobresalto.

- ¡Cómo! ¿Usted lo ignora?

- ¡Diablos!-respondió Lupin-. Eso es lo que hay de más bello en esta aventura: el que no tengo ni la más pequeña idea sobre ese famoso escondrijo ni sobre los medios de descubrirlo. Bueno, ¿qué me dice usted a ello, mi querido Waldemar? Es gracioso, ¿verdad? ... Ni la más pequeña idea.
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