Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo segundo - Una página de la historia modernaCapítulo cuarto - CarlomagnoBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO TERCERO

La gran combinación de Lupin




I

Con gran sorpresa suya, Lupin no fue condenado al calabozo. El señor Borély en persona acudió a decirle, unas horas más tarde, que juzgaba inútil aquel castigo.

- Más que inútil, señor director, es peligroso -le contestó Lupin-. Peligroso, torpe y sedicioso.

- ¿En qué?-preguntó el señor Borély, a quien aquel huésped inquietaba decididamente de más en más.

- En esto, señor director. Usted llega hace un momento de la Prefectura de Policía, donde contó a quien corresponde la rebelión del detenido Lupin, y asimismo usted presentó allí el permiso de visita concedido al señor Stripani. La disculpa de usted era muy sencilla, puesto que cuando el señor Stripani le presentó a usted ese permiso, usted tuvo la precaución de telefonear a la Prefectura, en donde le respondieron que tal autorización era completamente válida.

- ¡Ah, usted sabe! ...

- Lo sé, tanto más cuanto que fue uno de mis agentes quien le respondió a usted en la Prefectura. Inmediatamente, y a petición de usted, se inició una investigación contra quien proceda, y esto descubrió que la autorización no era más que una sencilla falsificación ... Ahora se busca quién la realizó ...; pero esté usted tranquilo, pues no se descubrirá nada ...

El señor Borély sonrió a manera de protesta.

- Entonces -continuó Lupin- se interrogó a mi amigo Stripani, quien no opuso resistencia alguna a confesar que su verdadero nombre es el de Steinweg. ¡Cómo es posible! En ese caso, el detenido Lupin habría conseguido introducir a alguien en la prisión de la Santé y conversar durante una hora con él. ¡Qué escándalo! Más vale callarlo todo, ¿no es así? Entonces se pone en libertad al señor Steinweg y se envía al señor Borély como embajador ante el detenido Lupin. provisto de todas las facultades y poderes, para comprar su silencio. ¿No es así, señor director?

- Absolutamente cierto -replicó el señor Borély, quien adoptó la postura de bromear para ocultar así su embarazo-. Se creería que posee usted el don de la doble vista. Entonces, ¿acepta usted nuestras condiciones?

Lupin rompió a reír. Y contestó:

- Es decir que yo me someto a los ruegos de usted. Sí, señor director, tranquilice usted a esos señores de la Prefectura. Yo me callaré. Después de todo ya cuento con victorias bastantes en mi activo para concederles el favor de mi silencio. No comunicaré nada a la Prensa ... cuando menos sobre esta cuestión.

Esto significaba reservarse de hacer otras comunicaciones a la Prensa sobre otros sujetos. En efecto, toda la actividad de Lupin iba a converger hacia ese doble fin: comunicarse por correspondencia con sus amigos. y. por medio de ellos. realizar una de esas campañas de Prensa en que él sobresalía tanto.

Por lo demás. desde el momento de su detención, había dado ya las instrucciones necesarias a los dos Doudeville, y calculaba que los preparativos estaban ya a punto de dar resultado.

Todos los días se limitaba concienzudamente a confeccionar los sobres para los cuales todas las mañanas le entregaban los materiales necesarios en paquetes numerados, y que le recogían cada noche doblados y encolados.

Pero la distribución de paquetes numerados se realizaba siempre de la misma manera entre los detenidos que habían escogido esa clase de trabajo, y así, inevitablemente, el paquete que le entregaban a Lupin tenia qoe llevar cada dia el mismo número de orden.

Conforme a la experiencia, el cálculo resultaba justo. No quedaba más que sobornar a uno de los empleados de la empresa particular a la cual estaba confiado el suministro y la expedición de los sobres.

Y eso resultó fácil.

Lupin, seguro del éxito, esperaba, pues, tranquilamente la señal convenida entre sus amigos y él, Y que apareció marcada sobre la hoja superior del paquete.

A la vez, el tiempo se deslizaba rápidamente. Hacia el mediodía recibía la visita cotidiana del señor Formerie, y en presencia del abogado Quimbel, testigo taciturno, Lupin sufría un estrecho interrogatorio.

Esa era su gran alegría. Habiendo acabado por convencer al señor Formerie de que no había participado en el asesinato del barón Altenheim, le confesó al juez de instrucción fechorías absolutamente imaginarias, las cuales, puestas en orden inmediatamente por el señor Formerie, desembocaban en resultados vergonzosos y en escandalosos desprecios, en los que el público reconocía el estilo personal de aquel gran maestro de ironía que era Lupin.

Pequeños juegos inocentes, cual él decía. ¿Acaso no era preciso divertirse?

Pero la hora de otras empresas más serias se aproximaba. Al quinto día, Arsenio Lupin observó, sobre el paquete que le llevaron, la señal convenida, que consistía en una marca hecha con una uña a través de la segunda hoja.

En fin -se dijo--, ya está.

Sacó de un escondrijo un frasquito minúsculo, lo destapó, humedeció la extremidad del dedo índice con el líquido que aquel contenía y pasó luego el dedo sobre la tercera hoja del papel.

Al cabo de un momento surgieron unos rasgos imprecisos, luego unas letras, y, finalmente, palabras y frases completas. Leyó:

Todo va bien. Steinweg libre. Se oculta en provincias. Genoveva Ernemont goza de buena salud. Acude con frecuencia al hotel Bristol a ver a la señora Kesselbach, que está enferma. Cada vez que lo hace, se entrevista con Pedro Leduc. Responde por el mismo medio. Ningún peligro.

Así pues, estaban establecidas las comunicaciones con el exterior. Una vez más, los esfuerzos de Lupin habían sido coronados por el éxito. Ya no quedaba más que ejecutar su plan, hacer realidad las confidencias del viejo Steinweg, y conquistar su libertad por medio de una de las más extraordinarias y geniales combinaciones que hubieran podido germinar en su cerebro.

Y tres días más tarde aparecían publicadas en el Grand Journal estas breves líneas:

Aparte las memorias de Bismarck, que, según gentes bien informadas, no contienen más que la historia oficial de los acontecimientos a los cuales estuvo mezclado el gran canciller, existe una serie de cartas confidenciales de considerable interés.

Estas cartas han sido encontradas. Sabemos de buena fuente que van a ser publicadas inmediatamente.

Se recordará el ruido que provocó en el mundo entero esta nota enigmática, los comentarios a que dio lugar, las hipótesis emitidas y, en particular, las polémicas publicadas en la prensa alemana. ¿Quién había inspirado esas líneas? ¿De qué cartas se trataba? ¿Qué personas se las habían escrito al canciller, o quién las había recibido de él? ¿Acaso se trataba de una venganza póstuma, o bien de una indiscreción cometida por un corresponsal de Bismarck?

Una segunda nota publicada orientó a la opinión sobre ciertos puntos, pero al propio tiempo vino a excitarla aún más de extraña manera.

Esa nota estaba así concebida:

Palacio de la Santé, celda 14, segunda división.

Señor director del Grand Journal:

Ha insertado usted en su número del martes último una gacetilla redactada de acuerdo con algunas palabras que se me escaparon la otra tarde en el curso de una conferencia que sostuve en la Santé, sobre política extranjera. Esa gacetilla, verídica en sus partes esenciales, precisa, sin embargo, una pequeña rectificación. Las cartas existen, efectivamente, y nadie puede discutir la excepcional importancia de las mismas, puesto que desde hace diez años son objeto de una búsqueda ininterrumpida por parte del gobierno interesado en ellas. Pero nadie sabe dónde se encuentran y nadie sabe tampoco una sola palabra de lo que contienen ... El público, estoy seguro, no me tomará a mal el hacerlo esperar en satisfacer su legítima curiosidad. Aparte de que yo no tengo en mis manos todos los elementos necesarios para la busca de la verdad, mis ocupaciones actuales no me permiten. en modo alguno, el consagrar a este asunto el tiempo que yo quisiera.

Todo cuanto puedo decir, por el momento, es que esas cartas fueron confiadas por el agonizante a uno de sus amigos más fieles, y que, a causa de ello, ese amigo tuvo que sufrir las pesadas consecuencias de su devoción. Espionaje, investigaciones domiciliarias, nada le fue ahorrado.

He dado orden a los dos mejores agentes de mi policía secreta para que reanuden los trabajos de investigación sobre esa pista, desde su punto inicial, y no dudo de que, antes de dos días, no me encuentre en condiciones de aclarar este apasionante misterio.

Arsenio Lupin.

Así pues, era Arsenio Lupin quien dirigía el asunto. Era él quien, desde el fondo de su prisión, ponía en escena la comedia o la tragedia que había sido anunciada en la primera nota. ¡Qué aventura! Había un regocijo general. Con un artista como él, el espectáculo no podía carecer de lo pintoresco y lo imprevisto.

Tres días más tarde podía leerse en el Grand Journal:

El nombre del fiel amigo al que hice alusión me ha sido entregado. Se trata del gran duque Hermann III, príncipe reinante (aunque destronado) del gran ducado de Deux-Ponts-Veldenz, y confidente de Bismarck, de cuya completa amistad gozaba.

Un registro hecho en su domicilio por el conde W., acompañado de una docena de hombres, dio un resultado negativo, pero no por ello quedó menos demostrado que el gran duque estaba en posesión de los documentos.

¿Dónde los escondía? Es una cuestión que probablemente nadie en el mundo sabría resolver en la hora actual.

Yo pido veinticuatro horas de plazo para resolverla.

Firmado:
Arsenio Lupin.

De hecho, veinticuatro horas después apareció la nota prometida.

Las famosas cartas están ocultas en el castillo feudal de Veldenz, capital del gran ducado de Deux-Ponts, castillo en parte devastado en el curso del siglo XIX.

¿En qué lugar exactamente? ¿Y en qué consisten exactamente esas cartas? Tales son los dos problemas que yo estoy entregado a descifrar y cuya solución expondré dentro de cuatro días.

Firmado:
Arsenio Lupin.

El día anunciado, las gentes arrebataron el Grand Journal de mano de los vendedores. Pero, con decepción general, los informes prometidos no aparecían en sus páginas. Al día siguiente, el mismo silencio, e igualmente al otro día.

¿Qué había ocurrido, entonces?

Se supo por una indiscreción cometida en la Prefectura de Policía. El director de la Santé, al parecer, había sido advertido de que Lupin se comunicaba con sus cómplices gracias a los paquetes de sobres que confeccionaba. No se había logrado descubrir nada, pero, en previsión de cuanto pudiera ocurrir, se había prohibido realizar todo trabajo a aquel insoportable detenido.

A lo cual, el insoportable detenido había replicado:

- Puesto que ya no tengo nada que hacer, voy a ocuparme de mi proceso. Que avisen a mi abogado, señor Quimbel.

Era cierto. Lupin, que hasta entonces se había negado a toda conversación con el abogado Quimbel, aceptó ahora el recibirle y preparar su defensa.

II

Al día siguiente, el abogado Quimbel, lleno de alegría, solicitó hablar con Lupin en el locutorio destinado a los abogados.

Quimbel era un hombre ya de edad, que llevaba lentes cuyos cristales muy gruesos hacían que sus ojos parecieran enormes. Colocó su sombrero sobre la mesa, dejó allí también su cartera de documentos, e inmediatamente le planteó a Lupin una serie de preguntas que llevaba preparadas cuidadosamente.

Lupin respondió a ellas con extrema complacencia, perdiéndose incluso en una infinidad de detalles, que el abogado Quimbel anotaba en seguida en unas fichas sujetas unas a otras con alfileres.

- Entonces -preguntó el abogado, con la cabeza inclinada sobre el papel-, ¿usted dice que en esa época ...?

- Yo digo que en esa época ... -replicó Lupin.

Insensiblemente, con movimientos imperceptibles y completamente naturales, Lupin se había acodado sobre la mesa. Bajó el brazo poco a poco, deslizó la mano por debajo del sombrero del abogado Quimbel, introdujo un dedo en el interior de la badana y tomó de allí una de esas bandas de papel plegado a lo largo que se insertan entre el cuero y la doblez, cuando el sombrero resulta demasiado grande.

Desplegó el papel. Era un mensaje de Doude-ville, redactado en signos convencionales, y que decía:

Estoy contratado como ayuda de cámara en casa del abogado Quimbel. Puede usted contestarme sin temor por este mismo medio.

Es el asesino L. M. quien ha denunciado la artimaña de los sobres. Felizmente que usted había previsto ya esta contingencia.

Luego seguía un resumen detallado de todos los hechos y comentarios suscitados por las divulgaciones de Lupin.

Lupin sacó de su bolsillo una banda de papel análoga, y que contenía sus instrucciones; con ella sustituyó suavemente a la otra y retiró la mano.

La partida estaba jugada.

Y la correspondencia de Lupin con el Grand Journal se reanudó inmediatamente.

Me disculpo ante el público por haber faltado a mi promesa. El servicio postal del Palacio de la Santé es deplorable.

Por lo demás, estamos llegando al final. Tengo a mano todos los documentos que establecen la verdad sobre bases indiscutibles. Esperaré para publicarlos. Pero, no obstante, que se sepa esto: entre esas cartas las hay que fueron dirigidas al canciller por aquel que se declaraba entonces su discípulo y su admirador, y que, años más tarde, habría de desembarazarse de ese lastre molesto y gobernar por sí mismo.

¿Me hago comprender suficientemente?

Y al día siguiente:

Estas cartas fueron escritas durante la enfermedad del último emperador. ¿Bastará con decir esto para señalar toda su importancia?

Cuatro días de silencio, y luego esta última nota, cuya resonancia aún no ha sido olvidada:

Mi investigación ha terminado. Ahora ya lo sé todo. A fuerza de reflexionar, he adivinado el secreto del escondrijo.

Mis amigos van a dirigirse a Veldenz, y, a pesar de todos los obstáculos, penetrarán en el castillo por una entrada que yo les indicaré.

Los periódicos publicarán entonces las fotografías de esas cartas, cuyo tono yo conozco ya, pero que quiero reproducir con sus textos íntegros.

Esta publicación segura, inevitable, tendrá lugar dentro de dos semanas, contadas día por día, desde el 22 de agosto próximo.

De aquí allá, yo me callo ... y espero.

Las comunicaciones de Lupin al Grand Journal fueron, en efecto, interrumpidas, pero Lupin no cesó en modo alguno de mantener correspondencia con sus amigos, por medio del sombrero, cual ellos decían entre sí. ¡Era tan sencillo! No había ningún peligro. ¿Quién hubiera podido sospechar que el sombrero del abogado Quimbel le servía a Lupin de buzón para sus cartas?

Cada dos o tres mañanas, en cada visita, el célebre abogado era portador fiel del correo de su cliente, integrado por cartas que le llegaban de las provincias y otras de Alemania, y todo ello reducido, condensado por Doudeville en fórmulas breves y en lenguaje cifrado.

Y una hora después, el abogado Quimbel volvía a llevar con gran solemnidad las órdenes de Lupin.

Mas, un día, el director de la Santé recibió un mensaje telefónico firmado por L. M., avisándole de que el abogado Quimbel, según todas las probabilidades, estaba sirviéndole a Lupin inconscientemente de cartero, y que sería interesante el vigilar las visitas de aquel buen hombre.

El director puso en guardia al abogado Quimbel, quien resolvió entonces hacerse acompañar por su secretario.

Así. pues, una vez más, a pesar de todos los esfuerzos de Lupin, y no obstante su fecunda capacidad inventiva, y a pesar también de los milagros de ingenio que ponía en práctica después de cada derrota, Lupin se encontró separado del mundo exterior por el genio infernal de su formidable adversario.

Y estas separaciones se producían en el instante más crítico para Lupin, en el momento solemne en que desde el fondo de su celda jugaba su último triunfo contra las fuerzas coaligadas que le abrumaban tan terriblemente.

El 13 de agosto, habiéndose sentado frente a dos abogados, atrajo su atención un periódico que envolvía unos papeles del abogado Quimbel. Había un título en grandes caracteres que decía: 813. Y como subtítulo: Un nuevo asesinato. Agitación en Alemania. ¿Habrá sido descubierto el secreto de Apoon?

Lupin palideció de angustia. Por debajo de esoS títulos había leído estas palabras:

Dos despachos sensacionales nos llegan a última hora.

Cerca de Augsbourg ha sido hallado el cadáver de un anciano degollado por medio de un cuchillo. Se ha logrado aclarar su identidad: se trata del señor Steinweg, quien ha figurado en el asunto Kesselbach.

Por otra parte, nos telegrafían que el famoso detective inglés Herlock Sholmes ha sido solicitado con toda urgencia en Colonia. Allí se entrevistará con el emperador y luego se dirigirán ambos al castillo de Veldenz.

Herlock Sholmes, al parecer, se ha comprometido a descubrir el secreto de Apoon.

Si lo consigue, será el aborto implacable de la incomprensible campaña que Arsenio Lupin está llevando a cabo desde hace un mes, de tan extraña manera.

III

Es posible que jamás la curiosidad pública se haya sentido sacudida tan intensamente como lo fue por ese duelo anunciado entre Herlock Sholmes y Lupin; duelo invisible en este caso y, podría decirse, anónimo; pero un duelo impresionante, por todo el escándalo producido en torno a la aventura y por el juego que se disputaban los dos enemigos irreconciliables, enfrentados en esta ocasión una vez más.

Ya no se trataba de pequeños intereses particulares, de robos insignificantes, de miserables pasiones individuales, sino de un asunto verdaderamente mundial y en el que la política de tres grandes naciones del Occidente se hallaba comprometida, al extremo de que podría turbar la paz del mundo.

No olvidemos que en esa época se hallaba planteada la crisis de Marruecos, y que una chispa significaba la conflagración.

Por tanto, todos esperaban con ansiedad, aunque no supieran con exactitud qué era lo que esperaban. Porque, en suma, si el detective salía vencedor del duelo, si encontraba las cartas, ¿quién lo sabría? ¿Qué prueba se tendría de su triunfo?

En el fondo se tenían depositadas las esperanzas en Lupin y en su conocido hábito de tomar al público como testigo de sus actos. ¿Qué haría Lupin? ¿Cómo podría este conjurar el espantoso peligro que le amenazaba? ¿Tenía siquiera conocimiento de él?

Entre los cuatro muros de su celda, el detenido número 14 se planteaba a sí mismo, más o menos, esas mismas preguntas, y no era una vana curiosidad lo que le estimulaba a ello, sino una inquietud real, una angustia que se mantenía viva en todo momento.

Se sentía irrevocablemente solo, con sus manos impotentes, una voluntad impotente y un cerebro impotente. El hecho de que fuese hábil, ingenioso. intrépido, heroico, todo ello no servía de nada. La lucha proseguía al margen de él. Ahora su papel había terminado. Había reunido todas las piezas y tendido todos los resortes de la gran máquina que debía producir, que debía de algún modo crear en forma mecánica su libertad; mas era imposible realizar ningún movimiento para perfeccionar y vigilar su obra. En una fecha fija tendría lugar el desenlace. De aquí allá podían surgir mil incidentes contrarios, levantarse mil obstáculos. sin que él tuviera ningún medio de combatir aquellos incidentes ni de allanar esoS obstáculos.

Lupin conoció entonces las horas más dolorosas de su vida. Dudó de sí mismo. Se preguntó si su existencia no acabaría enterrándose en los horrores del presidio.

¿No se habría equivocado en sus cálculos? ¿Acaso no era infantil creer que en una fecha fija se produciría el acontecimiento liberador?

¡Locura! -se decía-. Mi razonamiento es falso ... ¿Cómo admitir semejante coincidencia de circunstancias? Sobrevendría algún pequeño hecho que lo destruiría todo ... El grano de arena ...

La muerte de Steinweg y la desaparición de los documentos que el anciano debería haberle enviado, no le turbaban en absoluto. Los documentos le hubiera sido posible, en último extremo, prescindir de ellos, y con las pocas palabras que le había dicho Steinweg podría, a fuerza de adivinar y de genio, reconstruir lo que contenían las cartas del emperador y trazar el plan de batalla que le proporcionaría la victoria. Pero pensaba en Herlock Sholmes, que estaba allá, en el propio centro del campo de batalla y que buscaba y encontraría las cartas, demoliendo así el edificio tan pacientemente levantado por Lupin.

E igualmente pensaba en el otro, en el enemigo implacable, emboscado en torno a la prisión, oculto, quizá, en aquella, y que adivinaba sus planes más secretos incluso antes que hubiesen florecido en el misterio de su pensamiento.

Pasó el 17 de agosto ..., el 18 ..., el 19 ... Todavía pasaron dos días más ... Fueron como dos siglos. ¡Qué interminables minutos! Tan tranquilo de ordinario, tan dueño de sí, dotado de tanto ingenio para divertirse, Lupin se sentía ahora febril, exuberante por momentos y deprimido en otros, sin fuerzas para luchar contra el enemigo, desconfiando de todo, víctima de la dejadez.

Llegó el 20 de agosto ...

Hubiera querido actuar, pero no podía. Todo cuanto hiciese por adelantar la hora del desenlace, le resultaría inútil. Ese desenlace podría producirse o no, pero Lupin no tendría la certidumbre de ello antes que la última hora del último día hubiese transcurrido hasta su último minuto. Solamente entonces sabría el fracaso definitivo de su combinación.

Fracaso inevitable -no cesaba de repetirse-. El triunfo depende de circunstancias demasiado sutiles, y no puede obtenerse como no sea por medios demasiado psicológicos ...; está fuera de duda que yo me ilusioné respecto al valor y al alcance de las armas de que dispongo ..., pero, sin embargo ...

Luego volvía a él la esperanza. Pesaba sus posibilidades. Estas le parecían de pronto reales y formidables. Los acontecimientos se producirían conforme él había previsto y por las mismas razones con que él había contado. Era inevitable ...

Sí, inevitable. A menos, sin embargo, que Sholmes encontrase el escondrijo ...

Y de nuevo pensaba en Sholmes ... y de nuevo le abrumaba un inmenso desaliento.

El último día ...

Se despertó tarde, tras una noche de malas pesadillas.

No vio a nadie ese día, ni al juez de instrucción ni a su abogado.

Por la tarde deambuló lentamente y desanimado, y así llegó la noche ... La noche tenebrosa de las celdas ... Tenía fiebre. Su corazón se agitaba en su pecho como una bestia enloquecida.

Y los minutos pasaban irreparables ...

A las nueve, nada. A las diez, nada.

Con todos sus nervios tendidos como las cuerdas de un arco de violín, escuchaba los ruidos confusos de la prisión y trataba de alcanzar, a través de sus muros inexorables, todo cuanto podía traspasarlos procedente de la vida exterior.

¡Oh, cómo hubiera querido detener la marcha del tiempo y dejarle al Destino un poco más de ocio!

Pero ¿de qué serviría? ¿Acaso no había terminado todo?

- ¡Ah!, me vuelvo loco -exclamá-. Que se acabe todo esto ... Vale más así. Volveré a comenzar de otro modo ... Intentaré otras cosas ... Pero ya no puedo más.

Se cogía la cabeza con las manos, la apretaba con todas sus fuerzas, se encerraba en sí mismo y concentraba su pensamiento sobre un mismo objeto, cual si quisiera creer en el acontecimiento formidable, asombroso, inadmisible, al cual había encadenado su independencia y su fortuna.

- Es preciso que todo eso ocurra -murmuraba-. Es preciso, y no porque yo lo quiera, sino porque es lo lógico. Y será así ... Será así ... Se golpeó la cabeza con los puños y de sus labios brotaron palabras de delirio ...

Crujió la cerradura. En su furia no había escuchado el ruido de pasos en el corredor, y he aquí que, de pronto, un rayo de luz penetró en su celda y se abrió la puerta.

Entraron tres hombres.

Lupin no experimentó la menor sorpresa.

El asombroso milagro se producía y esto le pareció completamente natural, normal y en perfecto acuerdo con la verdad y la justicia.

Le inundó un torrente de orgullo. En ese momento sintió verdaderamente la sensación clara de su fuerza y de su inteligencia.

- ¿Enciendo la luz eléctrica? -dijo uno de los tres hombres, en quien Lupin reconoció al director de la prisión.

- No -respondió el más corpulento de sus compañeros, hablando con acento extranjero-. Basta con esta linterna.

- Debo marcharme.

- Haga conforme a sus deseos, señor -declaró el mismo individuo.

- Conforme a las instrucciones que me ha dado el prefecto de Policía, debo atenerme enteramente a los deseos de usted.

- En ese caso, señor, es preferible que usted se retire.

El señor Borély salió, dejando entreabierta la puerta, y permaneció afuera, al alcance de cualquier llamada.

El visitante habló unos momentos con el otro acompañante, que aún no había pronunciado palabra, y Lupin trató en vano de divisar en las sombras sus rasgos fisonómicos. No veía más que siluetas negras, vestidas con amplios abrigos qe automovilista y tocados con gorras con las viseras bajas.

- ¿Es usted, en efecto, Arsenio Lupin? -dijo el hombre, proyectando sobre el rostro de Lupin la luz de la linterna. Sonrió.

- Si; yo soy el llamado Arsenio Lupin, actualmente detenido en la Santé, celda catorce, segunda división.

- Entonces es usted, en efecto -prosiguió el visitante-, quien ha publicado en el Grand Journal una serie de notas más o menos fantasiosas, en las que se trata de unas pretendidas cartas ...

Lupin le interrumpió:

- Perdón, señor, pero antes de continuar esta entrevista, cuyo objeto, dicho sea entre nosotros, no me parece muy claro, le quedaría a usted muy agradecido si me dijera a quién tengo el honor de hablarle.

- Es absolutamente inútil -replicó el extranjero.

- Absolutamente indispensable -afirmó Lupin.

- ¿Por qué?

- Por razones de delicadeza, señor. Usted ya sabe mi nombre, pero yo no sé el de usted; en esto existe una falta de corrección que yo no puedo soportar.

El extranjero se impacientó.

- El solo hecho de que el director de esta prisión nos haya presentado prueba que ...

- Que el señor Borély ignora las convenciones -replicó Lupin-. El señor Borély debía presentarnos a ambos. Aquí somos dos, señor, y estamos a la par. No hay un superior y un subalterno, un prisionero y un visitante que consiente en verle. Hay dos hombres, y uno de ellos tiene sobre la cabeza un sombrero que no debería tener.

- Vamos, pero ...

- Tome usted esta lección como mejor le plazca, señor -dijo Lupin.

El extranjero se aproximó.

- Primero quítese usted el sombrero -volvió a decir Lupin-. El sombrero ...

- Usted tendrá que escucharme.

- No.

- Sí.

- No.

La situación estaba envenenándose estúpidamente. El otro extraño, que hasta entonces había permanecido callado, puso una mano sobre el hombro de su compañero y le dijo en alemán:

- Déjame proceder.

- Pero cómo ... Estaba entendido que ...

- Cállate y vete.

- ¡Que lo deje a usted solo! ...

- Sí.

- Pero ¿y la puerta?

- La cerrarás y te alejarás.

- Pero este hombre ... Usted le conoce ... Se trata de Arsenio Lupin ...

- Vete ...

El otro salió, mascullando palabras ininteligibles.

- Tira de una vez de la puerta -gritó el segundo visitante-. Más aún ... Completamente ... Bien ... Entonces se volvió, tomó la linterna y la levantó poco a poco.

- ¿Tendré que deciros quién soy? -preguntó.

- No -replicó Lupin.

- ¿Y por qué no?

- Porque ya lo sé.

- ¡Ah!

- Porque usted es aquel que yo esperaba.

- ¡Yo!

- Sí, señor.
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