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LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO SEGUNDO

Una página de la historia moderna




I

Lupin lanzó violentamente sus dos puños, derecho e izquierdo, hacia adelante, y luego los hizo retroceder hasta su pecho, para volver a lanzarlos de nuevo a vanguardia y al pecho otra vez.

Este movimiento, que ejecutó treinta veces seguidas, fue seguido después por una flexión del busto hacia adelante y hacia atrás, y a continuación realizó un ejercicio que consistía en elevar alternativamente las piernas, y por último ejecutó un molinete alternativo con los brazos.

Todo esto duró un cuarto de hora; el cuarto de hora que consagraba cada mañana a desentumecer sus músculos, mediante ejercicios de gimnasia sueca.

Seguidamente se instaló frente a su mesa, tomó unas hojas de papel blanco que estaban dispuestas en paquetes numerados, y, doblando una de ellas, hizo un sobre, tarea que repitió de nuevo con una serie de hojas sucesivas.

Se trataba de la tarea que había aceptado y a la que se entregaba todos los días en virtud de que los detenidos en la prisión tenían derecho a escoger la clase de trabajo que les agradase: pegar sobres, confeccionar abanicos de papel, hacer bolsas de metal, etc.

De este modo, al propio tiempo que ocupaba sus manos en un ejercicio maquinal y que distendía sus músculos por medio de flexiones mecánicas, Lupin no dejaba de meditar en sus asuntos. Escuchó el crujido de los cerrojos y el ruido de la cerradura ...

- ¡Ah, es usted, mi excelente carcelero! ¿Se trata, acaso, del aseo supremo, del corte de pelo que precede al gran corte final de la guillotina?

- No -dijo el hombre.

- ¿Se trata, entonces, de la instrucción del sumario? ¿El paseo al Palacio de Justicia? Me sorprende, pues el bueno del señor Formerie me advirtió últimamente que de ahora en adelante, y por prudencia, me interrogaría en mi propia celda ... Lo que, confieso, obstaculiza mis planes.

- Es una visita para usted -dijo el hombre con tono lacónico.

Ya está, pensó Lupin.

Y luego, dirigiéndose al locutorio, se dijo:

Maldita sea. Si se trata de quien yo creo, soy un tipo magistral. En cuatro días, y desde el fondo de mi calabozo, haber puesto en marcha todo este asunto, constituye un golpe maestro.

Provistos de un permiso en toda regla, firmado por el director de la primera división de la Prefectura de Policía, los visitantes son introducidos en las estrechas celdas que sirven de locutorio. Estas celdas, cortadas en medio por dos enrejados, dejan en medio un espacio vacío de cincuenta centímetros, tienen dos puertas que dan a dos pasillos diferentes. El detenido entra por una puerta y el visitante por otra. No pueden, por tanto, ni tocarse, ni hablar en voz baja, ni realizar entre ellos el mínimo intercambio de objetos. Además, en ciertos casos, puede asistir un guardia a la entrevista.

En el presente caso fue el jefe de los carceleros quien tuvo ese honor.

- ¿Quién diablos ha obtenido autorización para visitarme? -exclamó Lupin al entrar-. Porque, en realidad, no es este el día en que recibo visitas.

Mientras el carcelero cerraba la puerta, se acercó al enrejado y examinó a la persona que se encontraba detrás de la otra reja y cuyos rasgos se distinguían solo confusamente en la semioscuridad.

- ¡Ah! -exclamó con alegría-. Es usted, señor Stripani. ¡Qué feliz casualidad!

- Sí, soy yo, mi querido príncipe.

- No, nada de títulos, se lo suplico, querido señor. Aquí he renunciado a todos esos rasgos de la vanidad humana. Llámeme usted Lupin, que se ajusta más a esta situación.

- Bien quisiera, pero ha sido al príncipe Semine a quien yo conocí, y es el príncipe Semine quien me ha salvado de la miseria y me ha otorgado la felicidad y la fortuna, y usted debe comprender que para mí usted continuará siendo siempre el príncipe Semine.

- Al grano, señor Stripani ..., al grano. Los momentos del jefe de los carceleros son preciosos y no tenemos derecho a abusar de él. En una palabra, ¿qué es lo que le trae a usted aquí?

- ¿Lo que me trae aquí? ¡Oh Dios mío, es muy sencillo! Me ha parecido que usted se sentiría descontento de mí si me dirigiera a otra persona que no fuese usted para completar la obra que usted comenzó. Y además, solo usted ha tenido en sus manos los elementos que le han permitido el reconstruir, en esta época, la verdad y prestar su concurso a mi salvación. Por consiguiente, solo usted está en condiciones de hacer frente al nuevo golpe que me amenaza. Es lo que el señor prefecto de Policía ha comprendido cuando le he expuesto la situación ...

- En efecto, me sorprendió que usted haya sido autorizado ...

- La negativa era imposible, mi querido príncipe. La intervención de usted es necesaria en un asunto en el cual tantos intereses están en juego, y esos intereses no son solamente míos, sino que además atañen a personajes situados en altas posiciones y que usted conoce ...

Lupin observaba al carcelero con el rabillo del ojo. Aquel escuchaba con viva atención, con el busto inclinado y ansioso de sorprender el significado secreto de las palabras cambiadas entre Lupin y su visitante.

- ¿De modo que ...? -preguntó Lupin.

- De modo que, mi querido príncipe, le suplico que reúna todos sus recuerdos respecto a ese documento impreso, redactado en cuatro idiomas, y cuyo comienzo, cuando menos, guardaba relación ...

Un puñetazo en la mandíbula, un poco por debajo de la oreja ..., y el jefe de los carceleros se tambaleó durante unos segundos, y después, como una masa, sin un gemido, cayó en los brazos de Lupin.

- Un buen golpe, Lupin -dijo este-. Es una tarea limpiamente ejecutada. Escuche, Steinweg. ¿Tiene usted ahí cloroformo?

- ¿Está seguro de que se ha desvanecido?

- Vaya si lo estoy. Tiene para tres o cuatro minutos ... Pero eso no bastará.

El alemán sacó de su bolsillo un tubo de cobre que estiró, alargándolo como si se tratara de un catalejo, y en el extremo del cual se hallaba fijado un minúsculo frasco.

Lupin tomó el frasco, vertió algunas gotas sobre el pañuelo y aplicó este sobre la nariz del jefe de los carceleros.

- Magnífico ... El buen hombre ya tiene lo que necesita ... Esto me costará ocho o quince días de calabozo ... Pero ... son pequeños gajes del oficio.

- ¿Y yo?

- ¿Y tú? ¿Qué quieres que te haga yo?

- ¡Caray! El puñetazo ...

- Tú no tienes que ver nada con eso.

- ¿Y la autorización para visitarte? Se trata de una falsa autorización.

- Tampoco tienes que ver nada con eso.

- Pero me aproveché de ella.

- Perdóname. Tú presentaste anteayer una solicitud ordinaria a nombre de Stripani. Esta mañana recibiste una respuesta oficial. El resto no te concierne. Han sido exclusivamente mis amigos quienes confeccionaron la respuesta y son solo ellos quienes tienen motivos para inquietarse. Vete a ver si vienen.

- ¿Y si nos interrumpen?

- ¿Por qué?

- Aquí se respiraba un aire sofocante de desconfianza cuando presenté mi autorización para ver a Lupin. El director me llamó a su presencia y la examinó con toda minuciosidad. No dudo de que hayan telefoneado a la Prefectura de Policía.

- De eso estoy seguro.

- ¿Y entonces?

- Todo está previsto, amigo mío. No te amargues con la preocupación y charlemos. Me Supongo que si has venido aquí es porque ya sabes de lo que se trata.

- Sí. Tus amigos me lo han explicado ...

- ¿Y tú aceptas?

- El hombre que me salvó de la muerte, puede disponer de mí como quiera. Por muchos que sean los servicios que yo pueda prestarle, continuaré siendo siempre deudor suyo.

- Antes de entregar tu secreto, debes reflexionar en la situación en que yo me encuentro ... Soy un prisionero reducido a la impotencia ...

Steinweg se echó a reír, y replicó:

- No, te lo ruego, no bromeemos. Yo había entregado mi secreto a Kesselbach porque era rico y porque él podía, mejor que nadie, sacarle partido; pero aunque estés preso y reducido a la impotencia, te considero cien veces más poderoso de lo que era Kesselbach con sus cien millones.

- ¡Oh, oh!

- Y tú lo sabes bien. Cien millones no hubieran bastado para descubrir el agujero donde yo agonizaba, ni tampoco para conseguir traerme aquí y permanecer durante una hora frente al prisionero impotente que eres tú. Se precisa poseer otra cosa, y esa otra cosa tú la posees.

- En ese caso, habla. Y procedamos por orden. Dime el nombre del asesino.

- Eso es imposible.

- ¿Cómo imposible? Puesto que tú lo sabes, debes revelármelo todo.

- Todo, pero no eso.

- Sin embargo ...

- Más tarde.

- Estás loco. Pero ¿por qué?

- Porque no tengo pruebas. Más tarde, cuando ya estés libre, investigaremos juntos. Por lo demás, ¿de qué sirve? Y, verdaderamente, no puedo hacerlo.

- ¿Tienes miedo de él?

- Sí.

- Sea -dijo Lupin-. Después de todo, eso no es lo más urgente. Y en cuanto al resto, ¿estás resuelto a hablar?

- Sí, respecto a todo.

- Pues bien, responde: ¿cómo se llama Pedro Leduc?

- Herman Cuarto, gran duque de Deux-PontsVeldenz, príncipe de Berncastel, conde de Fistingen, señor de Wiesbaden y de otros lugares.

Lupin experimentó un estremecimiento de alegría al enterarse de que, ciertamente, su protegido no era el hijo de un salchichero.

- ¡Diablos! -murmuró Lupin-. Tenemos un titulo ... Según me parece saber, el gran ducado de Deux-Ponts-Veldenz está en Prusia.

- Sí, en la región del Moselle. La casa de Veldenz es una rama de la casa de Palatine de DeuxPonts. El gran ducado fue ocupado por los franceses después de la paz de Lunéville, y formó parte del departamento de Mont-Tonnerre. En mil ochocientos catorce fue reconstituido en beneficio de Hermann Primero, bisabuelo de nuestro Pedro Leduc. El hijo, Hermann Segundo, tuvo una juventud tempestuosa, se arruinó, dilapidó las finanzas de su país, se hizo insoportable a sus súbditos, y estos acabaron por quemar en parte el antiguo castillo de Veldenz y por expulsar de allí y de sus dominios al propietario. El gran ducado pasó entonces a ser administrado y gobernado por tres regentes, en nombre de Hermann Segundo, quien, anomalía bastante curiosa, no abdicó y conservó su título de gran duque reinante. Vivió bastante pobre en Berlín, y más tarde hizo la campaña de Francia al lado de Bismarck, de quien era amigo; fue víctima de la explosión de un obús en el sitio de París, y al morir le confió a Bismarck su hijo Hermann ... Hermann Tercero.

- Por consiguiente, este es el padre de nuestro Leduc -interrumpió Lupin.

- Sí. Hermann Tercero se conquistó el afecto del canciller, quien en diversas ocasiones le utilizó como enviado secreto ante personalidades extranjeras. A la caída de su protector, Hermann Tercero abandonó Berlín, viajó por el mundo y luego regresó para establecerse en Dresde. Cuando Bismarck murió, Hermann Tercero estaba allí. Pero también él murió dos años más tarde. Esos son los hechos públicos y conocidos de todos en Alemania. Esa es la historia de los tres Hermann, grandes duques de Deux-Ponts-Veldenz, en el siglo diecinueve.

- Pero ¿y el cuarto ..., Hermann Cuarto, este de quien nos ocupamos?

- Ya hablaremos de él dentro de unos momentos. Pasemos ahora a los hechos ignorados.

- Y que solamente tú conoces -dijo Lupin.

- Que solo yo conozco, no, pues también los conocen otros.

- ¿Cómo es eso, que los conocen otros? Entonces, ¿el secreto no fue guardado?

- Sí, sí, el secreto está bien guardado por aquellos que lo posean. No temas, te respondo que esos tienen el mayor interés en no divulgarlo.

- Entonces, ¿cómo es que lo sabes tú?

- Por un antiguo doméstico y secretario íntimo del gran duque Hermann, el áltimo de ese nombre. Ese doméstico, que murió en mis brazos en El Cabo, me confió primeramente que su amo se había casado en forma clandestina y había dejado un hijo. Y luego me entregó el famoso secreto.

- ¿El mismo secreto que tú le revelaste más tarde a Kesselbach?

- Sí.

- Habla, entonces.

En el mismo instante en que Lupin pronunciaba esa última palabra, se escuchó el ruido de una llave en la cerradura.

II

- Ni una palabra -murmuró Lupin.

Trató de ocultarse arrimándose contra la pared, junto a la puerta. Esta se abrió. Lupin la volvió a cerrar violentamente, sacudiendo a un hombre que acababa de entrar ..., un carcelero, que lanzó un grito.

Lupin le agarró de la garganta.

- ¡Cállate, amigo mío! Si protestas, estás perdido.

Le tendió sobre el suelo.

- ¿Vas a portarte bien? ... ¿Comprendes tu situación? ¿Sí? Perfecto ... ¿Dónde tienes el pañuelo? A ver tus puños ahora ... Bueno; ya estoy tranquilo. Escucha ... Te mandaron aquí por precaución, ¿verdad?, para ayudar al jefe de los carceleros en caso de necesidad. Excelente medida, pero un poco tardía. Ya ves, el jefe de los carceleros está muerto ... Si te mueves, si gritas, te pasará lo mismo.

Tomó las llaves de aquel hombre e introdujo una de ellas en la cerradura.

- Así ya estamos tranquilos.

- Estás tranquilo tú ...; pero ¿y yo? -observó el viejo Steinweg.

- ¿Por qué habrán de venir?

- ¿Y si han oído el grito que él lanzó?

- No lo creo. Pero, en todo caso, mis amigos ¿no te entregaron las llaves falsas?

- Sí.

- Entonces tapona con ellas la cerradura ... ¿Ya está? Bueno; ahora. cuando menos, disponemos de diez minutos magníficos. Ya ves, querido amigo, cómo las cosas en apariencia más difíciles resultan simples en la realidad. Basta con un poco de sangre fría y saber adaptarse a las circunstancias. Vamos, no te emociones y habla. Habla en alemán, ¿quieres? No conviene que ese tipo participe de los secretos de Estado de que nosotros tratamos. Anda, amigo mío. y habla con tranquilidad, pues estamos como en nuestra propia casa.

Steinweg prosiguió:

- La misma noche de la muerte de Bismarck, el gran duque Hermann Tercero y su fiel doméstico, mi amigo el de El Cabo, subieron a un tren que los condujo a Munich ..., justamente a tiempo para tomar el rápido de Viena. De Viena marcharon a Constantinopla, luego a El Cairo, después a Nápoles, seguidamente a Túnez, luego a España, después a París, y continuaron a Londres. a San Petersburgo, a Varsovia ...; pero no se detuvieron en ninguna de esas ciudades. Saltaban al interior de un coche, hacían cargar en él sus dos maletas, galopaban a lo largo de las calles, se dirigían a la próxima estación o cercano embarcadero y volvían a tomar otro tren o un barco.

- En suma, que sabían que eran seguidos y trataban de despistar a sus seguidores -concluyó Arsenio Lupin.

- Una tarde salieron de la ciudad de Tréves, vestidos con blusas y gorros de obreros, con un bastón al hombro y en ]a punta de aquel colgado un hatillo. Recorrieron a pie los treinta y cinco kilómetros que los separaban de Deux-Veldenz, donde se encuentra el viejo castillo de Deux-Ponts, o, más bien, las ruinas del mismo.

- Nada de descripciones.

- Durante todo el día permanecieron escondidos en un bosque vecino. Por la noche se acercaron a las viejas murallas. Allí, Hermann ordenó a su doméstico que le esperase y escaló el muro, por el lugar donde había una brecha llamada la Brecha del Lobo. Regresó una hora más tarde. A la semana siguiente, después de nuevas peregrinaciones, regresó a su casa de Tréves. La expedición había acabado.

- ¿Y e] objeto de esa expedición?

- El gran duque no le confió ni una sola palabra sobre ello a su doméstico. Pero este, por ciertos detalles y por la coincidencia de algunos hechos que luego se produjeron, pudo reconstruir la verdad, cuando menos en parte.

- Rápido, Steinweg; el tiempo apremia ahora, y estoy ávido de saber detalles.

- Quince días después de la expedición, e] conde Waldemar, oficial de la guardia del emperador y uno de sus amigos personales, se presentó en casa del gran duque acompañado de seis hombres. Permaneció allí todo el díá, encerrado con el gran duque en e] despacho de este. En varias ocasiones se escucharon ruidos de altercado y de violentas disputas. Incluso el doméstico, que pasaba por el jardín, escuchó esta frase: Esos papeles le fueron entregados a usted. Su majestad está seguro de ello. Si usted no quiere entregármelos por su propia voluntad ... El resto de la frase. el sentido de la amenaza y. en suma, de toda la escena. se adivina fácilmente por lo que ocurrió después: la casa de Hermann fue visitada y registrada por el conde y sus hombres desde los cimientos hasta el techo.

- Pero eso era ilegal.

- Hubiera sido ilegal si el gran duque se hubiera opuesto a ello. pero él mismo acompañó al conde en sus pesquisas.

- ¿Y qué es lo que buscaba? ¿Las memorias del canciller?

- Algo más importante que eso. Buscaba un legajo de papeles secreto cuya existencia conocían por ciertas indiscreciones cometidas, y los cuales se sabía de manera segura que habían sido confiados al gran duque Hermann.

Lupin tenía apoyados sus codos contra la reja y sus dedos se crispaban contra las mallas de hierro. Con voz emocionada murmuró:

- Unos documentos secretos ... Y sin duda muy importantes.

- De la mayor importancia. La publicación de esos papeles tendría consecuencias que no cabe prever, no solo desde el punto de vista de la política interior, sino también desde el punto de vista de las relaciones exteriores.

- ¡Oh! -exclamó Lupin. sorprendido-. ¿Es posible? ¿Qué pruebas tienes tú?

- ¿Qué pruebas? El propio testimonio de la esposa del gran duque .... las confidencias que ella le hizo al doméstico después de la muerte de su marido.

- En efecto ..., en efecto -balbució Lupin-. Es el propio testimonio del gran duque lo que nosotros tenemos.

- Mejor que eso todavía -exclamó Steinweg.

- ¿Qué?

- Un documento. Un documento escrito de su puño y letra, y firmado por él, que contiene ...

- ¿Qué contiene?

- La lista de documentos secretos que le fueron confiados.

- Dime de qué se trata en breves palabras ...

- No, sería imposible. El documento es largo y está entremezclado de anotaciones y de observaciones a veces incomprensibles. Voy a citarle a usted solamente dos títulos que corresponden a dos fajos de papeles secretos: Cartas originales del Kromprinz a Bismarck. Las fechas muestran que esas cartas fueron escritas durante los tres meses de reinado de Federico Tercero. Para imaginar lo que pueden contener esas cartas, recuerde usted la enfermedad de Federico Tercero, sus conflictos y luchas con sus hijos ...

- Sí ... sí ..., ya sé ... ¿Y el otro título?

- Fotografías de las cartas de Federico Tercero y de la emperatriz Victoria a la reina Victoria de Inglaterra.

- ¿Contienen eso? ... ¿Contienen eso? -exclamó Lupin con voz ahogada.

- Escuche las anotaciones escritas por el gran duque: Texto del tratado con Inglaterra y Francia. Y estas palabras un tanto oscuras: Alsacia-Lorena ... Colonia ... Limitación naval ...

- ¿Contienen eso? -murmuró Lupin-. ¿Y tú dices que es oscuro? Por el contrario, son palabras resplandecientes de claras ... ¡Ah!, cómo es posible ...

Se oyó ruido en la puerta. Alguien llamó golpeando en ella.

- Que nadie entre -dijo Lupin-. Estoy ocupado.

Llamaron también en la otra puerta, por el lado de Steinweg. Lupin gritó:

- Un poco de paciencia; habré terminado dentro de cinco minutos.

Y luego le dijo al anciano con tono imperioso:

- Estate tranquilo y prosigue ... Entonces, ¿según tú, la expedición del gran duque y de su doméstico al castillo de Veldenz no tenía otro objeto que el ocultar esos documentos?

- No cabe la menor duda.

- Sea. Pero el gran duque pudo muy bien retirarlos de allí después.

- No, porque no volvió a abandonar Dresde hasta su muerte.

- Pero los enemigos del gran duque, aquellos que estaban en extremo interesados en recuperar los documentos y anularlos, ¿acaso no pudieron buscar allí donde se encontraban esos papeles?

- Su investigación los llevó, en efecto, hasta allí.

- Y tú, ¿cómo lo sabes?

- Usted comprenderá perfectamente que yo no permanecí inactivo, y que mi primera preocupación cuando me hicieron esas revelaciones fue el ir a Veldenz e informarme por mí mismo en las aldeas vecinas. Y entonces me enteré de que por dos veces el castillo había sido invadido por una docena de hombres llegados de Berlín y que habían sido acreditados ante los regentes.

- ¿Y entonces?

- Pues que no encontraron nada, por cuanto después de esa época ya no se ha vuelto a permitir la visita al castillo.

- Pero ¿qué es lo que impide el entrar allí?

- Una guarnición de cincuenta soldados que velan allí día y noche.

- ¿Soldados del gran ducado?

- No, soldados destacados allí, pero pertenecientes a la guardia personal del emperador.

Se escucharon voces en el pasillo, y alguien llamó de nuevo a la puerta, dirigiéndose a veces al jefe de los carceleros.

- Está durmiendo, señor director -replicó Lupin, quien reconoció la voz del señor Borély.

- Abra, le ordeno que abra.

- Imposible. La cerradura está obstruida. El único consejo que puedo darle a usted es que haga un corte todo alrededor de esa cerradura.

- Abra.

- Y la suerte de Europa, que nosotros estamos discutiendo, ¿qué hace usted con ella?

Se volvió hacia el anciano, y añadió:

- De modo que tú no pudiste entrar en el castillo.

- No.

- Pero tú estás persuadido de que los famosos documentos están ocultos allí.

- ¡Caramba!, ¿no le he dado a usted ya todas las pruebas? ¿No está convencido?

- Sí, sí -murmuró Lupin-. Es allí donde están ocultos ... No hay duda de ello ... Es allí donde están ocultos.

Le parecía ver el castillo y evocar el misterioso escondite. La visión de un tesoro inagotable, la evocación de cofres repletos de piedras preciosas y de riquezas no le hubiera emocionado más que la imagen de aquellos pedazos de papel sobre los cuales velaba la guardia del kaiser. ¡Qué maravillosa conquista a emprender! ¡Y cuán digna de él!

Y en qué forma, una vez más, había dado pruebas de clarividencia y de intuición al lanzarse al azar sobre aquella pista desconocida.

Afuera estaban trabajando en la cerradura.

Le preguntó al viejo Steinweg:

- ¿De qué murió el gran duque?

- De una pleuresía, en unos días. Apenas pudo recobrar el conocimiento, y lo más horrible es que, al parecer, hacía esfuerzos inusitados entre dos abscesos de delirio para reunir sus ideas y pronunciar unas palabras. De cuando en cuando llamaba a su esposa, la miraba con aire desesperado y movía en vano sus labios.

- En una palabra, ¿habló? -dijo bruscamente Lupin, a quien el trabajo que estaban haciendo afuera, en torno a la cerradura, comenzaba a inquietarle.

- No, no habló. Pero en un momento que tuvo de lucidez, a fuerza de energía, consiguió trazar unos signos sobre una hoja de papel que sostenía su esposa.

- Bueno, ¿y esos signos?

- Resultaron indescifrables en su mayor parte.

- Sí, la mayor parte ...; pero ¿y los otros? -preguntó Lupin con avidez-. ¿Y los otros?

- Hay, en primer lugar, tres cifras que se distinguen perfectamente: un ocho, un uno y un tres ...

- Ochocientos trece ... Sí, ya sé ... ¿Y después?

- Después, unas letras ..., unas letras, de las cuales no es posible reconstruir con toda seguridad más que un grupo de tres, e inmediatamente después otro grupo de dos letras.

- Apoon, ¿no es así?

- ¡Ah!, ¿usted lo sabe?

La cerradura cedía, una vez que casi todos los tornillos de ella habían sido quitados. Lupin, sintiéndose de pronto ansioso ante la idea de verse interrumpido, preguntó:

- ¿De modo que esa palabra incompleta Apoon y esa cifra ochocientos trece son la fórmula que el gran duque le legó a su esposa y a su hijo para permitirles que encontraran los papeles secretos?

- Sí.

Lupin se agarró con las dos manos a la cerradura para impedir que esta cayese.

- Señor director, va usted a despertar al jefe de los carceleros. Y eso no está bien. Espere unos momentos, ¿quiere usted? Steinweg, ¿qué le ocurrió a la esposa del gran duque?

- Murió poco después que su marido, puede decirse que víctima de la pena.

- ¿Y el hijo fue recogido por la familia?

- ¿Qué familia? El gran duque no tenía ni hermanos ni hermanas. Además, sólo estaba casado en forma morganática y en secreto. No, el hijo fue llevado por el viejo servidor de Hermann, quien le educó bajo el nombre de Pedro Leduc. Era un chico bastante malo, independiente, fantasioso, de modo que resultaba difícil vivir con él. Un día se marchó. Y no se ha vuelto a saber de él.

- ¿Conocía el secreto de su nacimiento?

- Sí, le fue mostrada la hoja de papel sobre la cual Hermann había escrito las letras y las cifras, ochocientos trece, etcétera.

- Y después, ¿esa misma revelación no le fue hecha a nadie más que a ti?

- No.

- ¿Y tú no se la confiaste a nadie más que al señor Kesselbach?

- Solo a él. Pero, por prudencia, a pesar de que le enseñé la hoja con los signos y las letras, así como la lista de que le he hablado a usted, guardé esos documentos. Los acontecimientos han demostrado que yo tenía razón.

- ¿Y esos documentos los tienes tú?

- Sí.

- ¿Y están guardados en lugar seguro?

- Por completo.

- ¿En París?

- No.

- Tanto mejor. No olvides que tu vida está en peligro y que te persiguen.

- Ya lo sé. Al menor paso en falso, estoy perdido.

- Exactamente. Por tanto, toma precauciones, despista al enemigo, vete a buscar tus papeles y espera mis instrucciones. Este asunto ya lo tenemos en el bolsillo. De aquí a un mes, a más tardar, iremos a visitar juntos el castillo de Veldenz.

- ¿Y si yo estoy en la cárcel?

- Haré que salgas de ella.

- ¿Es eso posible?

- La mañana del mismo día que yo salga. No, me equivoco; será en la misma tarde ..., una hora después.

- Entonces, ¿usted tiene algún medio de hacerlo?

- Sí, diez minutos después; no puede fallar. ¿No tienes más que decir?

- No.

- Entonces, voy a abrir.

Dio un tirón a la puerta e, inclinándose ante el señor Borély, dijo:

- Señor director, no sé cómo disculparme ...

No acabó la frase. La irrupción del director, acompañado de tres hombres, no le dio tiempo para ello.

El señor Borély estaba pálido de rabia y de indignación. Le sublevó la vista de los dos guardias tendidos en el suelo.

- ¡Muertos! -exclamó.

- No, no -dijo Lupin con ironía-. Mire, aquel se mueve. ¡Habla, animal!

- Pero ¿y el otro? -preguntó el señor Borély, precipitándose sobre el jefe de los carceleros.

- Está solamente dormido, señor director. Se sentía muy cansado y entonces le concedí unos momentos de reposo. Intercedo en su favor. Me sentiría desolado si este pobre hombre ...

- Basta de bromas -interrumpió el señor Borély con violencia.

Y luego, dirigiéndose a los hombres que le acompañaban, añadió:

- Que le lleven a su celda ... como primera medida. En cuanto a este visitante ...

Lupin no logró saber más sobre las intenciones del señor Borély en relación con el viejo Steinweg. Pero, para él, esta era una cuestión absolutamente insignificante. Llevaba a su celda solitaria problemas de un interés extraordinario, más importantes que la suerte que pudiera caberle al anciano. Poseía ya el secreto del señor Kesselbach.
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