Índice de Los siete ahorcados de Leonid AndréievCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IX

Horrible soledad

Bajo el mismo sonido del reloj, separado de Serguéi y de Musia por unas cuantas celdas vacías, pero tan aisladas como si él solo hubiera existido en el mundo, el desdichado Vasili Kashirin terminaba su vida en la mayor angustia y en el mayor horror.

Empapado en sudor, con la camisa pegada al cuerpo, despeinados los cabellos, en otro tiempo rizosos, paseaba por la celda tembloroso y desesperado, como persona que sufre un insoportable dolor de muelas. Se sentaba un instante, volvía de nuevo a correr, apoyaba con fuerza la frente contra la pared, se paraba e inquiría con los ojos a uno y otro lado, como si buscase un remedio. Había cambiado tanto, como si su rostro anterior, fresco y juvenil, hubiese desaparecido no se sabe dónde para dejar el puesto a otro nuevo, horrible, salido de las tinieblas.

El miedo se apoderó de él de golpe, como dueño único y poderoso. Todavía, por la mañana, cuando iba a encontrar la muerte, bromeaba y no la temía; pero al anochecer, en el aislamiento del calabozo, le acometió una ola de terrible pavor. Mientras había ido por su voluntad al peligro y a la muerte, mientras la había tenido en sus propias manos, aunque le pareciese atroz, habíase sentido, sin embargo, alegre y ligero, al amparo de un sentimiento de libertad sin límites y asido a la afirmación audaz y firme de su voluntad intrépida. Con el cuerpo teñido por una máquina infernal, él mismo se había transformado en algo de la misma sustancia, en dueño de la razón cruel de la dinamita y de su poder fulgurante y mortal. Y yendo por la calle entre las gentes agitadas, preocupadas con sus negocios, que se libraban ágilmente de los coches y tranvías, parecíale venir de otro mundo desconocido, donde nada se sabía de la muerte ni del miedo.

Pero súbitamente sobrevino un cambio brutal. Ya no va adonde quiere, sino que le obligan a entrar en una jaula de piedra y le encierran con llave como un objeto inanimado. Ya no puede elegir libremente la vida o la muerte, como las demás gentes, sino que, infalible e inevitablemente, le van a matar. Él, que por un instante fue la encarnación de la voluntad, de la vida y de la fuerza, se transforma en la imagen lamentable de la impotencia, en animal al que le espera el matadero, en un objeto insensible al que puede moverse de un lado a otro, quemarlo o romperlo. Sean cuales fueren las palabras que pronunciase, ya no le escucharían, y si se pusiese a gritar, le taparían la boca con una mordaza. Si intentase resistir, forcejear, tirarse al suelo, le levantarían, le atarian, y de este modo le llevarían al patíbulo. Y ese trabajo maquinal, que ejecutarían hombres como él, da a éstos el aspecto nuevo, extraordinario y terrorífico de autómatas que le cogen a uno, le cuelgan y le tiran de los pies, cortan después la cuerda, meten el cadáver en un ataúd, se lo llevan y lo entierran.

Desde el primer día que entró en la cárcel, la gente y la vida habíanse convertido para él en un mundo inconcebible de horror, poblado de muñecos mecánicos. Enloquecido casi por el terror, trataba de representarse que aquella gente que no podía hablar y parecía muda, tenía, sin embargo, lengua, y trataba de recordar sus discursos, el sentido de las palabras que usaban en sus relaciones, y no lo lograba. Abrían la boca, sonaba una cosa, después se separaban, moviendo las piernas, y se acababa todo.

Así hubiera sentido la criatura que, hallándose sola en casa, viese que todos los objetos se animaban de repente, se movían, adquirían sobre él un poder sin límites y de pronto empezaban a formarle juicio el armario, la silla, la mesa de escritorio y el diván. Hubiese comenzado a gritar, a suplicar, a pedir auxilio, mientras aquellas cosas hablaban algo entre ellas en su lenguaje y después ordenaban que lo colgasen.

Para Vasili Kashirin, todo acabó por adquirir un aspecto jocoso: el calabozo, la puerta con su mirilla, el sonido del reloj, la fortaleza esmeradamente construida y especialmente aquel muñeco mecánico que tenía un fusil y que hacía resonar sus pisadas en el corredor, a semejanza de todos aquellos otros que, con cara de susto, le contemplaban por la mirilla y le entregaban silenciosos la comida. Lo que él experimentaba no era el espanto de la muerte; la muerte, más bien la deseaba: con lo que tenia de misteriosa e mconcebible, era más comprensible que aquel mundo tan fantásticamente revuelto. Por encima de todo, la muerte parecía evaporarse en aquel cónclave absurdo de fantasmas y muñecos, perder su enorme sentido misterioso y convertirse en algo mecánico, y sólo por eso horrible: llegar, cogerle a uno, IIevárselo, colgarlo y tirarle de las piernas. Después, cortar la cuerda, meterlo en un ataúd y enterrarlo.

Y asi desaparecía un hombre de este mundo.

Ante el tribunal, la proximidad de los compañeros habia hecho reaccionar a Kashirin, que otra vez había vuelto, por unos instantes, a ver a las gentes como seres vivos; allí estaban unos individuos sentados, juzgándole y hablando en una lengua humana, escuchando y como si comprendiesen. Pero luego, durante la visita de su madre, con el terror de un hombre que empieza a perder la razón y lo comprende, había tenido la impresión clara de que aquella anciana, con su pañuelo negro, era sencillamente una muñeca mecánica artificial de la misma clase que las que dicen pa-pá, ma-má, pero mejor hecha. Había tratado de hablar con ella, y, estremecido, había pensado:

- ¡Señor! Pero ¡si es una muñeca! ¡Una muñeca que representa a una madre! ¡Y aquella otra muñeca que está allí, es de soldado, y allá, en casa, está la muñeca padre! ¡Y yo soy la muñeca Vasili Kashirin!

Hasta le pareció oír por allí cerca el chirrido del mecanismo, el crujir de las ruedas sin engrasar. Cuando la madre se echó a llorar, por un momento fulguró algo humano en su figura; pero a las primeras palabras, el destello de vida se desvaneció, y le pareció ver que por los ojos de la muñeca salía agua.

Más tarde, en el calabozo, cuando su espanto llegó al límite máximo, Vasili Kashirin había intentado rezar. De todo lo que con carácter religioso había rodeado su infancia en la casa de comercio de su padre, quedábale sólo un recuerdo amargo e irritante, y ninguna fe. Sin embargo, ciertas palabras que había oído, quizá en los albores de su vida, habían persistido en su mente para siempre, nimbadas de una suave poesía. Aquellas palabras eran: Consuelo de todos los afligidos.

A veces, en los instantes dolorosos, sin rezar, y aun sin perfecta conciencia de lo que hacía, solía murmurar para sus adentros: Consuelo de todos los afligidos, y entonces se sentía más aliviado y con deseos de acercarse a alguien que le recibiera cariñoso, para quejarse, diciendo dulcemente:

-¡Nuestra vida! ... Pero ¿esto es vida? Di, amada mía, ¿acaso es esto vida?

A nadie, ni siquiera a sus compañeros íntimos, había hablado nunca de su Consuelo de todos los afligidos, y hasta parecía no saber nada de ello; tan profundamente lo ocultaba en su alma. Sólo alguna vez, y no con mucha frecuencia, lo recordaba con particular precaución.

Ahora, cuando el miedo al impenetrable misterio se presentaba ante él, envolviéndole y cubriéndole como cubre el agua las plantas de la ribera durante la crecida, quería rezar. Quiso ponerse de rodillas; pero le dió vergüenza delante de los soldados, y cruzando las manos sobre el pecho murmuraba bajito: ¡Consuelo de todos los afligidos!, repitiendo con ansiedad y en tono humilde: ¡Consuelo de todos los afligidos, ven a mí y sostén a Vaska Kashirin!

Hacía muchos años, cuando todavía estaba en el primer curso de la Universidad y ya empezaba a divertirse, antes de trabar amistad con Verner y de ingresar en el partido, acostumbraba a llamarse a sí mismo, por broma y jactancia, Vaska Kashirin, y ahora, sin saber por qué, le dieron ganas de volverse a llamar así. Pero habían sonado como muertas las palabras. ¡Consuelo de todos los afligidos!

Se agitó ligeramente, porque le pareció que a lo lejos estaba una imagen suave y triste que se apagaba dulcemente sin haber iluminado por completo su agonía. El reloj de la torre seguía andando. El soldado que estaba en el corredor dió un golpe seco, acaso con el fusil o con el sable, y se oyeron luego unos cuantos bostezos.

- ¡Consuelo de todos los afligidos! ¿Por qué callas? ¿Por qué no quieres decir nada a Vaska Kashirin?

Sonrió dulcemente y aguardó. Pero así en su alma como en su derredor reinaba el vacío. Y no volvió aquella imagen dulce y triste. Vino a su mente la visión inútil y atormentadora de unas velas de cera encendidas, del pope revestido con la capa, del icono pintado en la pared, y vió a su padre que, encorvándose y enderezándose, oraba y espiaba a Vaska para saber si también oraba o se distraía. Y Vasili sintió mayor angustia que antes de haber rezado.

La escena se borró. Su conciencia pareció apagarse como una hoguera de esparcidos tizones; helábase como el cadáver de un hombre que acaba de morir y cuyo corazón está caliente todavía cuando ya están frios los pies y las manos. Una vez más volvió a encenderse su pensamiento, para decirle que él, Vasili Kashirin, podía volverse loco en su celda, experimentar tormentos indescriptibles, llegar hasta tal punto de dolor y sufrimiento como nunca un ser vivo los hubiese experimentado; que podía golpear su cabeza contra la pared, sacarse los ojos con los dedos, gemir y gritar lo que le pareciese y asegurar con lágrimas que no podía soportar nada más. Y, sin embargo, todo seria en vano.

Aquel anonadamiento llegó para su cuerpo tembloroso, abatido, inundado de frío sudor. Pero le faltaba todavía un momento de horror terrible. Fue cuando vió entrar gente en su celda. Ni siquiera se le ocurrió que aquello significaba la hora de ir a la ejecución; sencillamente, al ver gentes extrañas, se asustó como un niño a quien sorprenden cometiendo una acción vituperable.

- ¡No lo haré más! ¡No lo haré más! -murmuraron bajito sus labios muertos, y retrocedió silenciosamente hacia adentro, como en su infancia, cuando su padre le levantaba la mano.

- Es preciso ir.

Hablaron, anduvieron alrededor de él, le dieron algo. Cerró los ojos, se tambaleó y empezó a prepararse trabajosamente. De pronto empezó a recobrar la conciencia de sus actos, y pidió un cigarrillo a un funcionario. Éste le alargó amablemente la petaca de plata con un dibujo en una de las tapas.

Índice de Los siete ahorcados de Leonid AndréievCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha