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CAPÍTULO X

Las columnas se derrumban

El desconocido, a quien llamaban Verner, era un hombre cansado de la vida y de la lucha. En otro tiempo habia amado con pasión la vida, la literatura, el teatro y la sociedad. Dotado de admirable memoria y de gran fuerza de voluntad, habia aprendido a la perfección varias lenguas europeas, y podia pasar fácilmente por alemán, por francés o por inglés. El alemán lo hablaba con acento bávaro, pero podia, si queria, hablar como un verdadero berlinés. Le gustaba vestir bien; tenia excelentes modales, y era el único de todos los compañeros que se atrevia a concurrir a los bailes y veladas del gran mundo, sin miedo a ser descubierto.

Pero hacía tiempo ya que, sin que lo notasen sus compañeros, en el fondo de su alma crecía un vago menosprecio por los hombres, y habia también en ella un tedio y una desesperación casi mortal. Como por naturaleza era matemático antes que poeta, no conocía ni inspiración ni éxito, y había instantes en que se sentía como un loco que buscase la cuadratura del círculo en charcos de sangre humana. El enemigo con quien luchaba a diario no podía infundirle respeto; era sólo una red espesa de imbecilidades, traiciones y mentiras, repugnantes mentiras y sucios escupitajos. Lo último que parecía haber destruído en él el deseo de vivir era la muerte de un delator, cometida por él de orden de su partido. Lo había matado serenamente, pero al ver aquel rostro humano, de expresión traicionera, mas ya tranquilo y sereno por la muerte, dejó de estimarse a sí mismo y a su obra. No porque le entrasen remordimientos, sino sencillamente porque empezó a considerarse a sí mismo como la cosa menos interesante y más despreciable del mundo. Pero al partido no lo dejó, a fuer de hombre de voluntad como era, y aparentemente continuó siendo el mismo, si bien en sus ojos quedó desde entonces algo frío y severo.

Poseía también una rara cualidad: así como hay gentes que no conocen el dolor de cabeza, ignoraba él lo que era el miedo, y cuando los demás lo sentían, no lo censuraba ni lamentaba, sino lo tomaba en cuenta, como si se tratase de una enfermedad muy extendida que, sin embargo, no le hubiese atacado a él nunca. Sus compañeros, especialmente Vasili Kashirin, le inspiraban compasión; pero era una compasión fría y casi oficial, como la que experimentarán, probablemente, también algunos jueces.

Verner comprendía que la ejecución no era sencillamente la muerte, sino algo más; pero, en todo caso, había decidido recibirla tranquilamente, como algo de poca importancia; vivir hasta el fin, como si nada hubiese ocurrido ni hubiese de ocurrir. Sólo así le era dable manifestar su enorme desprecio por el castigo y conservar la última e intangible libertad de su espíritu. Durante el juicio, y esto ni siquiera lo hubieran creído sus compañeros, conocedores como eran de su frío y altivo valor, no había pensado ni en la muerte ni en la vida; reconcentrado, con profunda y tranquila atención, había estado jugando mentalmente una partida de ajedrez. Excelente jugador de ajedrez, desde el primer día de su encierro había comenzado dicha partida, y la continuaba sin interrupción. La sentencia que lo condenaba a morir en la horca no había logrado mover ninguna pieza en el invisible tablero.

Ni siquiera le detenía el considerar que probablemente no habría de terminar la partida, y la mañana del último día que le quedaba por vivir sobre la tierra la había reanudado, corrigiendo una jugada de la víspera que le había salido mal. Con las manos apretadas sobre las rodillas, estuvo sentado largo rato; después se irguió y se puso a pasear cavilando. Su manera de andar era muy particular: inclinaba hacia adelante la parte superior del cuerpo y pisaba fuerte y recio en el suelo con los talones, de modo que, aun estando la tierra seca, sus pasos dejaban visible y profunda huella. Al mismo tiempo que paseaba, silbaba un aria italiana de estilo sencillo y ligero que le ayudaba a reflexionar.

La jugada, sin saber por qué, le había salido mal. Con la impresión desagradable de que había cometido alguna falta grosera y de bulto, se volvió varias veces atrás y repitió el juego casi desde el comienzo. No encontró el error; sin embargo, lejos de desvanecerse en su ánimo la impresión de haberlo cometido, permanecía en él más arraigada y molesta. De pronto le acometió un pensamiento inesperado y ofensivo: ¿No consistiría el error en que, con el juego de ajedrez, lo que quería era hurtar su atención a la idea del suplicio, y defenderse así contra el horror a la muerte inevitable, según se dice, a todo condenado?

- ¡No! ¿Para qué? -se contestó fríamente, cerrando el invisible tablero.

Y con la misma reconcentrada atención que había puesto en el juego, como si estuviese sufriendo un severo examen, se esforzó por darse cuenta de lo terrible y lo desesperado de su situación; miró detenidamente la celda, procurando que nada escapase a su observación; calculó las horas que le faltaban para la ejecución y se complació en componer con bastante semejanza y precisión el cuadro del suplicio, después de lo cual se encogió de hombros.

- ¡Bueno! -exclamó, como si contestase a la pregunta de alguien-. ¡Eso es todo! ¿En dónde está el temor?

Efectivamente, no existía el temor. Y no sólo no existía, sino que hasta parecía surgir algo opuesto a él: un sentimiento vago, pero intenso, de audaz alegría, hasta el punto de que aquel error que todavía continuaba sin aclararse acabó por no provocar en él fastidio ni irritación, sino que le habló de algo bueno e inesperado, como si habiendo dado por muerto a un íntimo amigo, este amigo se le hubiese aparecido vivo, ileso y sonriente.

Verner se encogió nuevamente de hombros y se tomó el pulso: el ritmo del corazón era frecuente, pero recio e igual, y tenía una especial fuerza sonora. Otra vez volvió a examinar atentamente, como el novato que ingresa en la cárcel, los muros, los cerrojos, la silla, atornillada al suelo, y pensó:

- ¿Por qué me siento tan alegre y tan libre? Sí, tan libre. Pienso en el suplicio de mañana, y me patece como si no existiese. Miro a las paredes, y tampoco me parece que existen. Mi sensación de libertad es tal, como si en lugar de encontrarme en la cárcel acabase de salir de otra cárcel en la cual hubiese estado toda mi vida. ¿Qué es esto?

Empezaron a temblarle las manos, fenómeno hasta entonces desconocido para Verner. Su pensamiento palpitó con más furia. Parecía como si unas lenguas de fuego inflamadas en su cerebro quisieran salirse de él y alumbrar la lejanía, todavía envuelta en las sombras de la noche. Al fin consiguieron salir e iluminaron el horizonte como una imprevista aurora.

Desvanecióse el vago cansancio que había invadido a Verner durante los últimos años; desprendióse de su corazón la serpiente muerta y fría que en él llevaba; surgió, en fin, su juventud triunfante ante la proximidad de la muerte. Más aun: con esa admirable claridad que a veces suele iluminar el espíritu y elevarlo a las más altas cumbres de la percepción, Verner vió de pronto el panorama completo de la vida y la muerte, y se asombró de la grandeza del inusitado espectáculo. Parecióle caminar por la cresta de montañas altísimas que formaban un sendero estrecho, como el filo de un cuchillo, viendo a un lado la vida y al otro la muerte, como dos mares profundos y resplandecientes, que se confundían en el horizonte ilimitado.

- ¿Qué es esto? ¡Qué divino espectáculo es éste! -exclamó pausadamente, levantándose con los ojos fijos, como si se hallase en presencia del Ser Supremo. Y haciendo desaparecer los muros, el espacio y el tiempo con su mirada, contempló allá en lo profundo la vida que iba a perder.

Ni siquiera intentó, como en otras ocasiones, reducir a palabras lo que veía; además, tampoco las había adecuadas en el lenguaje humano, todavía tan pobre e inexpresivo. Todo lo pequeño, deleznable y ruin que solía encontrarse al contemplar los rostros humanos, había desaparecido completamente, así como una persona, elevándose en un globo, ve desvanecerse la suciedad y el fango de las calles angostas de la ciudad y halla que todo lo feo y repugnante se trueca en hermoso.

Con un movimiento inconsciente se acercó Verner a la mesa y apoyó en ella la mano derecha. Soberbio e imperioso por naturaleza, nunca, sin embargo, había adoptado una postura de mayor orgullo ni más autoritaria, rígido el busto, erguida la cabeza; porque nunca se había sentido tan libre y poderoso como allí, en aquella cárcel, separado del suplicio y de la muerte sólo por unas cuantas horas.

Con nuevo aspecto volvieron a aparecerse ante su mirada iluminada, dotados de un encanto y un atractivo desconocidos, los seres humanos. Elevándose sobre los tiempos, vió claramente cuán joven era la humanidad, y cómo todavía ayer aullaba en los bosques cual una fiera; y lo que siempre le había parecido en las gentes terrible, imperdonable y repugnante, se tornaba de pronto atrayente, como es atrayente en el niño la audacia torpe, el balbuceo deshilvanado en que pone una chispa la inteligencia, sus desaciertos, sus equivocaciones ridículas y sus golpes crueles.

- ¡Queridos míos! -exclamó Verner con una sonrisa inesperada, perdiendo de pronto toda su anterior actitud imponente, convirtiéndose otra vez en el preso a quien agobia el encierro y atormenta la inquisitiva mirada que le observa detrás de la puerta. Por un fenómeno extraño, olvidó casi de repente todo cuanto acababa de ver con tanta claridad, siendo todavía más extraño el que ni siquiera intentase volver a recordarlo.

Sentóse, sin que su cuerpo adquiriese la tiesa actitud que le aa habitual, y con una sonrisa desusada, impropia de él por lo débil y tierna, se detuvo a contemplar las paredes y las rejas. Y ocurrió algo más raro todavía, algo que nunca le había sucedido: de pronto se echó a llorar.

- ¡Mis queridos compañeros! -murmuró, vertiendo amargas lágrimas-. ¡Pobres amigos míos!

¿Por qué misteriosa senda había pasado desde el sentimiento de altanería y de independencia salvaje, ilimitada, hasta aquella compasión tierna y ardiente? Ni lo sabía ni quería pensar en ella. ¿Es que le daban lástima sus amigos, o tras sus lágrimas había otro sentimiento aun más alto y apasionado? Su corazón, renaciendo florido, no lo sabía. Continuaba llorando y exclamando:

- ¡Queridos amigos míos! ¡Mis buenos compañeros!

Nadie, en aquel hombre que lloraba copiosamente y que sonreía a través de sus lágrimas, hubiera reconocido al impasible y altivo Verner: ni sus jueces, ni sus compañeros, ni él mismo.

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