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CAPÍTULO VIII

Existe la muerte, pero también la vida

Jamás había pensado Serguéi Golovin en la muerte sino como en una cosa secundaria y completamente extraña a él. Era fuerte, joven y sano, y hallábase dotado de aquella alegría de vivir, serena y luminosa, en virtud de la cual todos los malos pensamientos o los sentimientos enfermizos se desvanecen sin dejar huella en el organismo. De igual modo que cicatrizaban en seguida todas las heridas y rasguños de su cuerpo, así los dolores que hieren el alma desaparecían de la suya inmediatamente. Sus ocupaciones y diversiones: la fotografía, la bicicleta o la preparación de un atentado terrorista, todo lo hacía con la misma tranquilidad y alegre seriedad; todo en la vida era alegre, todo era importante y todo era preciso hacerlo bien.

Y, en efecto, todo le salía bíen. Gobernaba admirablemente una embarcación a la vela, tiraba de un modo notable con el revólver, era tan fiel en la amistad como en el amor y tenía una confianza fanática en la palabra de honor. Los suyos se burlaban de él y decían que si un espía convicto y confeso le diese palabra de honor de no ser tal espía, Serguéi lo creería y le tendería la mano cordialmente. Sólo tenía un defecto: estaba convencido de que cantaba muy bien, cuando en realidad carecía de oído, desafinaba y su voz era desagradable hasta cuando cantaba las mismas estrofas revolucionarias. Cuando se reían de él por ese motivo, se incomodaba.

- O sois todos unos burros, o lo soy yo -decía, muy serio y ofendido.

Y con la misma seriedad, después de pensarlo un rato, respondíanle sus compañeros:

- El burro lo eres tú; se te conoce en la voz.

Y por ese defecto, como acontece a menudo entre las personas buenas, se le quería quizá más que por sus méritos.

Pensaba tan poco en la muerte y era tan poco lo que la temía, que la mañana fatal, antes de salir de casa de Tania Kovalchuk, él había sido el único que había desayunado con apetito, como de costumbre: había bebido dos vasos de té con leche y se había comido un panecillo entero de cinco kopeikas. Después, mirando con pena el pan intacto de Verner, había dicho:

- ¿Por qué no comes, tú? Come, hombre, que hay que acopiar fuerza.

- No tengo ganas.

- Bueno, me lo comeré yo. ¿Te parece?

- ¡Qué apetito tienes, Serguéi!

En lugar de responder, se puso a cantar con voz sorda e inarmónica, sin tragar el bocado:

Los torbellinos hostiles
que soplan contra nosotros
...

Cuando los detuvieron se entristeció un poco; el plan no estaba bien combinado y les había resultado mal; pero entonces pensó: Ahora hay otra cosa que es preciso hacer bien: morir. Y tornóse alegre y tranquilo. Ya desde la mañana siguiente púsose a hacer gimnasia por el método extraordinariamente racional de un tal Müller, alemán, que le atraía mucho. Completamente desnudo, y con asombro del centinela, realizaba minuciosamente los dieciocho ejercicios en que consistía el sistema. El que el centinela lo contemplase y, según creía, lo admirase, le agradaba como propagandista del sistema de Müller, y aunque sabía que no había de recibir respuesta, decía siempre a los ojos que desde la mirilla lo contemplaban alarmados:

- Esto es muy bueno, amigo; fortifica. Debíais emplear este procedimiento vosotros en el cuartel -añadía con voz persuasiva y amable, para no asustar al soldado, sin sospechar que éste lo tomaba por loco.

El miedo a la muerte empezó a manifestarse en él de una manera gradual y como por choques sucesivos: parecíale que alguien, con todas sus fuerzas, le daba por debajo puñetazos en el corazón. Era más bien dolor que miedo. Después, la sensación desaparecía, y algunas horas más tarde surgía de nuevo, haciéndose cada vez más intensa y duradera, para adquirir al fin los confusos rasgos del miedo.

- ¿Acaso tengo miedo? -se preguntó Serguéi, admirado- ¡Tonterías!

No era él quien tenía miedo; era su cuerpo joven, recio y vigoroso, al que no lograban engañar ni la gimnasia del alemán Müller ni las abluciones frías. Y cuanto más fuerte y más fresco quedaba después del agua, más agudo e insoportable se le hacía el sentimiento de temor. Precisamente en aquellos instantes en que, cuando se hallaba en libertad, percibía los impulsos de la alegría de vivir y de la fuerza, por la mañana, después del sueño profundo y del ejercicio físico, presentábasele ahora aquel miedo agudo y extraño. Notándolo, pensó:

- Haces una tontería, amigo Serguéi. Para que muera con menos dificultad, lo que necesitas es debilitar tu cuerpo, no fortalecerlo. ¡Eres un tonto!

Y abandonó la gimnasia y las abluciones, para explicarlo cual al soldado, y justificarse, gritóle:

- No te fijes en que he abandonado el método y vayas a creer por eso que deja de ser bueno. Lo que hay es que para los que van a ser ahorcados no vale; pero para todos los demás es magnífico.

Y, efectivamente, empezó como a sentirse mejor. También probó a comer menos, para debilitarse más; sin embargo, la falta de aire puro y de ejercicio no lograban quitarle el apetito, que seguía siendo muy grande, y no pudiendo resistir, comía todo cuanto le traían. Entonces comenzó a proceder de otro modo: antes de ponerse a comer vertía la mitad del rancho en el cubo, lo cual fue de gran eficacia, porque de pronto se sintió invadido por la somnolencia y el embotamiento de la debilidad.

- ¡Ya te enseñaré! -decía, dirigiéndose a su cuerpo, a tiempo que pasaba con tristeza la mano sobre sus músculos blandos y flojos.

Pronto, no obstante, se acostumbró el cuerpo a aquel régimen, y volvió a aparecer el miedo a la muerte, aunque no bajo una forma tan aguda, sino como una vaga sensación de náusea, todavía más penosa.

- Esto se debe a que la cosa se va prolongando mucho -pensó Serguéi-. ¡Si pudiera dormirme todo este tiempo hasta la ejecución!

Y trató de dormir lo más posible. Al principio le dió buen resultado, pero luego, sea porque dormía demasiado o por otra causa, sobrevino el insomnio, y con él las obsesiones e ideas fijas y el pesar de perder la vida.

- ¿Acaso le tengo miedo? -pensaba, aludiendo a la muerte-. No. Lo que lamento es dejar la vida, que por mucho que digan los pesimistas, es algo maravilloso. ¿Qué diría, si le ahorcasen, un pesimista? En realidad, siento mucho perder la vida. Me ha crecido tanto la barba, que parece no que me ha ido creciendo, sino que ha brotado instantáneamente.

Alzó tristemente la cabeza y exhaló unos suspiros hondos y prolongados. Hízose luego un silencio, volvió a suspirar como antes, repitióse el silencio y otra vez su respiración se tornó angustiosa y lenta.

Lo mismo le había ocurrido antes del juicio y antes de la despedida con sus padres. Cuando despertóse en el calabozo, con la clara conciencia de que con la vida se concluía todo y de que tenía delante de sí tan sólo muy pocas horas de espera para caer en el vacío de la muerte, experimentó una impresión extraña. Parecióle como si lo hubiesen desnudado, y lo hubiesen hecho de un modo raro; no sólo le habían quitado la ropa, sino que le habían privado del sol, del aire, del ruido, de la luz, de la acción y de la palabra. No era todavía la muerte, pero ya no era la vida, sino algo nuevo, extraño, incomprensible, o del todo carente de sentido o lleno de un sentido tan profundo, misterioso y fuera de lo humano, que no era posible comprenderlo.

- ¡Uf, diablo! -díjose penosamente extrañado, Serguéi-. Pero ¿qué me ocurre? Y ¿dónde estoy? Y ... ¿qué soy yo?

Examinóse de arriba abajo con toda atención e interés, empezando por sus grandes botas de preso y concluyendo por fijar los ojos en el vientre, sobre el que se abullonaba el capote. Dió unos paseos por la celda con los brazos separados y sin dejar de mirarse, como haría una mujer que se probara una falda demasiado larga. Quiso volver la cabeza, y al hacerlo se dió cuenta de que lo que le parecía espantoso era que él mismo, Serguéi Golovin, bien pronto no existiría ya.

Todo se le hizo extraño.

Probó a andar por el calabozo, y le pareda extraño el andar. Probó a sentarse, y le pareció extraño estar sentado. Trató de beber agua, y le pareció extraño beber, tragar, sostener el jarrito en la mano, ver que los dedos le temblaban, y acometido de pronto de un golpe de tos, pensó:

- ¡Qué cosa tan rara: toso! Pero ¿qué es lo que me pasa? ¿Me vuelvo loco? -pensó estremeciéndose- ¡No me faltaba otra cosa!

Se pasó la mano por la frente, y también aquello le pareció extraño. Entonces detúvose en una postura inmóvil, durante horas enteras, apagado el pensamiento, conteniendo con esfuerzo la respiración y evitando todo movimiento, porque el menor pensamiento y el más insignificante gesto parecíanle una locura. El tiempo desapareció para él, como si se hubiese convertido en espacio transparente y sin aire, en una playa inmensa, en la cual estuviese todo: la tierra, la vida y la gente, y todo pudiese abarcarlo de una sola mirada, todo, hasta el mismo fin, hasta el enigmático abismo de la muerte. Su tormento no consistía en ver la muerte, sino en ver la muerte y la vida al mismo tiempo. Una mano sacrílega había descorrido la cortina que por toda la eternidad venía ocultando el misterio de la vida y de la muerte, que habían dejado de ser un misterio, aunque no por eso resultaran más comprensibles que la verdad escrita en una lengua desconocida. No había ideas en su cerebro humano, ni palabras en su lengua humana que pudieran abarcar lo visto, pues las palabras Estoy aterrado que sonaban en su interior acudían sólo porque no había otras, ni existía, ni podía existir idea adecuada a aquella nueva situación extrahumana. Así ocurriría con un hombre que, colocado en los limites de la razón, de la conciencia y de los sentidos, viese de repente al propio Dios, lo viese y no lo comprendiese, aun sabiendo que se llamaba Dios, atormentado por la tremenda angustia de tan inaudita incomprensión.

- ¡Esto es cosa de Müller! -exclamó de pronto con tono de íntima persuasión, meneando la cabeza. Y con esta inesperada facilidad de transición tan propia del espíritu humano, lanzó una alegre y cordial carcajada-. ¡Ah, Müller! ¡Ah, mi querido Müller! ¡Ah, simpático alemán! ¡Efectivamente, tenías razón, amigo mío! ¡Yo, en cambio, soy un burro!

Dió unos paseos rápidos por el calabozo, y con enorme estupefacción del centinela, que lo estaba observando por la mirilla, se desnudó precipitadamente e hizo los dieciocho ejercicios con exagerada minuciosidad, encogiendo y estirando su cuerpo joven y enjuto, agachándose, aspirando y espirando el aire, poniéndose de puntillas y moviendo brazos y piernas. Después de cada ejercicio decía con placer:

- ¡Esto va bien! ¡Esto es lo que hacía falta, amigo Müller! Sus mejillas se tiñeron de rosa, resbalaron por su cuerpo gotitás calientes de sudor, experimentó una sensación agradable y su corazón latió con vigor y regularidad.

- La cuestión es, Müller -razonó Serguéi, abombando el pecho de tal modo que las costillas se dibujaron claramente bajo la piel fina y tirante-; la cuestión es, Müller, que hay, además, un décimonono ejercicio: colgarse por el cuello en una posición fija. Ese ejercicio se llama la ejecución. ¿Comprendes, Müller? Se coge a un hombre vivo, diremos a Serguéi Golovin, se le ata como un muñeco y se le cuelga por el pescuezo, hasta que venga la muerte. Es una cosa estúpida, Müller, pero ¿qué se le va a hacer? Hay que resignarse.

E inclinándose sobre el costado derecho repitió:

- Hay que resignarse, amigo Müller.

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