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CAPÍTULO VII

La muerte no existe

Así como durante toda su vida Tania Kovalchuk había pensado sólo en los demás y nunca en sí misma, también ahora se atormentaba y angustiaba sólo por los otros. La muerte se le aparecía, en cuanto es posible imaginarIa, como algo doloroso para Serguéi Golovin, para Musia y para los demás; mas para ella, como si fuese algo con lo que no tuviese nada que ver.

Y para desquitarse de la obligada entereza de que había hecho gala en el juicio, lloraba horas enteras, como saben llorar las mujeres que han sufrido muchas desgracias, o las jóvenes muy compasivas y de buen corazón. El suponer que a Serguéi podía faltarle el tabaco y que quizá Verner se viera privado de su té bien cargado, como de costumbre, y por añadidura el pensar que iban a morir, la atormentaba tal vez no menos que la idea de la ejecución. Esta era algo inevitable en que no valía la pena de pensar; pero que pudiera faltarle tabaco a un hombre que iba a ser ajusticiado era una idea realmente insufrible. Recordando y repasando las íntimas menudencias de la vida común, el terror la hacía desvanecerse, particularmente al imaginarse la entrevista de Serguéi con sus padres. Por Musia sentía una pena especial. Hacía ya tiempo venía pareciéndole que Musia amaba a Verner, y aunque esto no era verdad, Tania forjaba para entrambos sueños magníficos y luminosos. Cuando aún se hallaba libre, llevaba Musia un anillo de plata con la figura de un cráneo y un fémur, rodeados por una corona de espinas; con frecuencia había mirado Tania Kovalchuk aquel anillo como un símbolo, y había rogado a Musia, unas veces en broma y otras en serio, que se lo diese.

- No, Taniechka, no te lo doy. Pronto tendrás tú otro en el dedo.

Por alguna razón pensaban de ella a su vez sus compañeros que iba a casarse pronto, lo cual la ofendía. Ella no quería marido. Y recordando tales conversaciones, sostenidas medio en broma con Musia, y pensando que ésta iba a ser ejecutada, se sentía ahogar por las lágrimas, llena de maternal ternura. Cada vez que sonaba la hora levantaba el rostro inundado de llanto y escuchaba. ¿Cómo recibirían los pobrecitos en sus calabozos aquel insistente y desolador llamamiento de la muerte?

Sin embargo, Musia, en el fondo, era feliz.

Cruzadas las manos atrás, vestida con el blusón de la cárcel, que le venía grande y le daba un aire varonil, como de adolescente que llevase ropa ajena, caminaba por su calabozo, con paso igual y sin cansarse. Como las mangas del blusón le estaban largas, las había levantado, dejando salir por sus amplias aberturas sus finos brazos flacos, casi infantiles, semejantes a tallos de flores que surgieran de un tiesto tosco y sucio. La dureza de la tela rozaba ásperamente su cuello blanco, y de cuando en cuando, con un movimiento de ambas manos, lo aislaba del blusón y palpábase el sitio en que la piel se había enrojecido e irritado.

Musia paseaba, y se disculpaba con rubor y emoción de verse ella, jovencita insignificante, que había hecho tan poco y tan fuera de lo heroico, sometida a la misma muerte hermosa y dignificante que habían sufrido antes que ella tantos verdaderos héroes y mártires. Con inconmovible fe en la bondad humana, en la conciencia y en el amor, imaginaba cómo iba a emocionarse la gente por su causa y a sentir por ella pena y compasión, y eso le producía vergüenza. Le parecía que al morir en el patíbulo cometía una enorme mixtificación.

Ya en la última entrevista con su defensor habíale pedido que le proporcionase un veneno; pero en el acto había renunciado a la idea, por temor a que los demás pensasen que obraba así por ostentación o por miedo, y que en lugar de morir de manera modesta e inadvertida pretendía que el ruido fuese todavía mayor. Y había añadido, presurosa:

- No, no es necesario.

Ahora sólo deseaba una cosa: explicar a las gentes, demostrarles que no era una heroína, que el morir no era una cosa extraordinaria y que no había por qué compadecerla ni preocuparse de ella. Explicarles bien que no tenía la culpa de que, siendo tan joven e insignificante, le diesen aquella muerte e hiciesen a su alrededor tanto estrépito.

Como si en realidad se la acusase, Musia buscaba algo que magnificase su sacrificio y le diese verdadera importancia, y pensaba para sí:

- Claro está que soy todavía joven y podría vivir aún mucho tiempo. Pero ...

Y como la luz de un cirio que se desvanece ante el resplandor del sol naciente, su juventud y su vida le parecían obscuras y sin brillo ante la aureola grande y refulgente que iba a rodear su humilde cabeza. No había disculpa.

Mas, ¿acaso podían justificarlo aquello especial que lleva siempre en su espíritu, su amor infinito, su inclinación sin reservas a la acción y la despreocupación ilimitada respecto de su propia persona? En realidad, ella no tenía la culpa de que no la hubieran dejado hacer lo que deseaba y podía; la habían matado en el pórtico del templo, al pie del ara del sacrificio.

Pero si es cierto que el valor de una persona se aprecia no por lo que haya hecho, sino por lo que quiso hacer, entonces ... entonces ella merecía la corona del martirio.

- ¿Es posible? -pensaba confusa-. ¿Soy de veras digna de que me lloren y compadezcan, tan pequeña e insignificante como soy?

Y una indecible alegría se apoderó de ella. Ya no dudaba: había sido admitida y entraba con justicia en la fila de los iluminados que desde hace siglos van derechos al cielo por medio de la pira, el tormento y el suplicio. ¡Mundo luminoso de paz y venturosa dicha! Le pareció que se alejaba de la tierra y se acercaba al desconocido sol de la verdad y de la vida y se evaporaba y tornaba etérea a su luz.

- Y ¿esto es la muerte? ¿Qué muerte es ésta? -pensaba Musia en éxtasis.

Si se hubieran juntado en su calabazo todos los sabios, todos los filósofos y todos los verdugos del mundo y hubiesen desplegado ante ella libros, escalpelos, hachas y nudos corredizos y tratado de demostrar que existe la muerte, que el hombre perece y puede ser privado de la vida, y que no hay inmortalidad, sólo hubieran conseguido llenarla de admiración. ¿Cómo puede no existir la inmortalidad, cuando ella misma era ya inmortal? ¿De qué inmortalidad y de qué muerte podía hablarse, cuando ella misma se sentía ya muerta e inmortal, viva en la muerte, como viva se había sentido en la vida?

Y si le hubiesen traído al calabozo, llenándolo de hedor, un sarcófago que contuviera su propio cuerpo putrefacto y le hubieran dicho:

- ¡Mira, ésa eres tú!

Habríalo ella contemplado y respondido:

- ¡No, ésa no soy yo!

Y si hubiesen tratado de convencerla, asustándola con el siniestro aspecto de la descomposición, de que aquélla era ella -¡ella!-, Musia habría contestado con una sonrisa:

- No; ustedes creen que ésa soy yo, pero ésa no soy yo. Yo soy ésta con quien ustedes hablan. ¿Cómo, pues, puedo ser la otra?

- Pero morirás y lo serás.

- No, yo no moriré.

- Te matarán. Aquí está el patíbulo.

- Me ejecutarán, pero yo no moriré. ¿Cómo puedo morir, cuando ahora mismo soy ya inmortal?

Y los sabios, los filósofos y los verdugos habrían retrocedido, diciendo temblorosos:

- No se atreva nadie venir a este lugar. Este lugar es sagrado.

¿En qué más pensaba Musia? En muchas cosas -porque el hilo de la vida no se rompía para ella con la muerte, sino que seguía desarrollándose tranquila y regularmente-. Pensaba en los camaradas, en aquellos que desde lejos sufrirían con angustia y dolor por su ejecución, y en los cercanos que junto con ella irían a la horca. Le asombraba que Vasili se hubiese atemorizado tanto, él, que siempre había sido valiente, y que hasta había bromeado con la muerte. El mismo martes por la mañana, cuando todos se habían colgado de los cinturones las bombas que dentro de unas horas debían estallar y matarlos a ellos mismos, a Tania Kovalchuk le habían empezado a temblar las manos, y había sido menester alejarla un poco; en cambio, Vasili había bromeado y reído, moviéndose con tan poca precaución, que Verner le había dicho en tono severo:

- No hay que tomarse confianzas con la muerte.

¿Por qué, pues, habíase asustado ahora? Pero de tal modo era extraño tal pavor al alma de Musia, que inmediatamente dejó de pensar en él y de pretender averiguar su origen. De pronto le entraron unos desesperados deseos de ver a Serguéi Golovin y de chancear con él. Y aun más sentía deseos de ver a Verner y hacerle creer algo. Se imaginaba a Verner caminando al lado de ella con su paso firme y seguro, y le decía en su imaginación:

- No, Verner, querido, todo esto no tiene importancia; no importa si habías logrado o no matar a N. N. Eres inteligente, pero actúas como si estuvieses jugando al ajedrez: tomar una y otra figura y la partida está ganada. Aquí lo que importa es que nosotros mismos estamos dispuestos a morir. ¿Entiendes? ¿Qué es lo que piensan esos señores? Que no hay nada más horrible que la muerte. Ellos mismos han inventado la muerte y ahora la temen y tratan de atemorizarnos. Yo quisiera que sucediese así: salir sola al encuentro de un ejército y empezar a disparar sobre los soldados con un revólver. No importa que yo sea sola y haya miles de soldados; no importa que no mate a nadie. Mejor aun que haya miles de soldados. Cuando miles matan a uno, ese uno vence. Esta es la verdad, Verner.

Pero veía tan claramente que él se daba cuenta de ello, que no quería seguir convenciéndole. Además, Verner sin duda ya habría comprendido.

Su pensamiento no deseaba insistir en el mismo tema, tal un ave audaz que vuela en espacios infinitos, para la cual es accesible todo el horizonte y todo el cielo acariciador y tierno. Sonaban las horas. Las ideas se confundían en una armonía lejana y las imágenes fugitivas se convertian en una música. Musia imaginó entonces que viajaba en una noche plácida por un sendero amplio, oyendo repicar las campanillas de las colleras de los caballos, mecida suavemente por los resortes del coche. Todas sus preocupaciones habían desaparecido, y su cuerpo fatigado se había como disuelto en la obscuridad; el pensamiento creaba apaciblemente imágenes luminosas, con cuyos colores y con cuya serenidad se embriagaba. Recordó Musia a tres compañeros ahorcados no hacía mucho, cuyos rostros aparecían iluminados, alegres y próximos, más próximos que en la vida, y esta visión la confortaba, como la de la casa de los amigos donde sabe uno que ha de ser recibido a la tarde con risueña amabilidad.

Sintiéndose fatigada de tanto andar, Musia se tendió en su camastro y continuó soñando con los ojos abiertos. Sonaban las horas continuamente, conmoviendo el hondo silencio de la noche, y ella reflexionaba:

- ¿Es, acaso, esto la muerte? ¡Dios mío, qué hermosa es! ¿O será esto la vida? No sé, no sé. Miraré y escucharé.

Hacía tiempo, desde los primeros días de su encierro, su oído venía experimentando alucinaciones. Muy músico por naturaleza, y afinado más todavía por el silencio, sorprendía los rumores más leves de la vida, el caminar de los centinelas por el rastrillo, la maquinaria del reloj, el gemido del viento sobre el tejado de cinc, el chirrido de un farol que se balanceaba, todo lo cual, al fundirse, componía un poema musical vago, pero completo. Pareciéndole morbosas, alarmaban a Musia al principio aquellas alucinaciones; mas comprendiendo después que se hallaba completamente sana y que no había en ello nada de enfermizo, logró tranquilizarse.

Pero he aquí que de pronto oyó con toda claridad y precisión los ecos de una banda militar. Abrió los ojos, asombrada, levantó la cabeza y pensó resignada, volviéndolos a cerrar:

- Todavía entra por la ventana la noche y sigue sonando el reloj. ¡Todavía!

Y en cuanto cerró los párpados volvió a resonar la música. Oye claramente cómo marchan los soldados, dando la vuelta a la esquina del edificio. Es un regimiento entero que pasa por debajo de su reja. Los pies golpean ritmicamente sobre la tierra helada: ,Un, dos! ¡Un, dos! Hasta se oye el crujir de alguna bota y el resbalar y afianzarse en el suelo de algunos pies. La música se acerca, tocando una marcha brillante y animada completamente desconocida. Por lo visto, hay alguna fiesta en la fortaleza.

La banda debe encontrarse ya debajo de la ventana, y llena todo el calabozo con sus sonidos marciales, llenos de cadencia y armonía. Una trompeta grande desafina estridente y pierde el compás, tan pronto adelantándose como retrasándose. Musia, imaginando ver todo apurado al soldadito que la toca, sonríe.

El regimiento se aleja por fin, y el ruido de los pasos se desvanece: ¡Un, dos! ¡Un, dos! De lejos, la música parece todavía más bonita y alegre. Aún se oye una o dos veces la estridente desafinación de la trompeta, que sigue perdiendo el compás, y al fin todo se extingue. Vuelven a sonar en la torre, lentas y dolorosas, las horas, que perturban el silencio.

- ¡Se han ido! -piensa Musia con cierto pesar, lamentando no oír ya aquellos sonidos tan graciosos y alegres. También lo siente por aquellos soldaditos que tocan afanosamente las metálicas trompetas y por los que llevan las botas crujientes, todos distintos, muy distintos de aquellos otros contra quienes deseaba disparar su revólver.

- ¡Que vuelvan! -suplica lastimera. Y aparecen nuevas imágenes, que se inclinan sobre ella y la envuelven en una nube transparente y la elevan a lo alto, allí donde vuelan las aves de paso y donde gritan a derecha y a izquierda, voceando, como heraldos, y llaman, anuncian, van y vuelven en su vuelo, batiendo sus anchas alas. La obscuridad las sostiene, lo mismo que las sostiene la luz, y en sus pechos inflados, que hienden el aire, se refleja el resplandor azulado de la ciudad iluminada. El corazón de Musia continúa palpitando cada vez con mayor igualdad, y su respiración se hace más tranquila y silenciosa. Se ha quedado dormida. Su rostro está cansado y pálido, rodea sus ojos un círculo obscuro, sus manos finas y delgadas de virgen blanquean sobre la ropa y en sus labios florece una sonrisa. Cuando mañana salga el sol, aquel rostro delicadamente humano se habrá desfigurado con una mueca que no tendrá nada de humana; habrá invadido el cerebro una sangre espesa y habrán salido de sus órbitas los ojos vidriosos; pero hoy está Musia tranquilamente dormida en plena inmortalidad.

Prosigue entre tanto la vida de la fortaleza, sorda y atenta, ciega y vigilante como una eterna alarma. Se oyen pasos. Se oyen cuchicheos. Hacia un extremo golpea el suelo un fusil. Parece haberse oído un grito. Quizá no ha gritado nadie; quizá haya sido una fantasía creada por el silencio.

Sigilosamente se abre la mirilla de la puerta y aparece en la negra abertura un sombrío rostro bigotudo. Durante largo rato sus ojos se clavan admirados en el rostro de Musia, y luego desaparece silenciosamente.

Suenan las campanas del reloj, lentas y dolorosas. Dijérase que las horas ascienden cansadas, en la noche, por una alta montaña, con movimiento cada vez más penoso, resbalando, retrocediendo y volviendo a trepar cada vez más trabajosamente hacia la cumbre tenebrosa.

Óyense pasos. Óyese cuchichear. Ya han enganchado los caballos al coche lúgubre que no tiene farol.

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