Índice de Los siete ahorcados de Leonid AndréievCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IV

Somos de Orel

Ante el mismo tribunal de guerra que había sentenciado a Yanson compareció, y también fue condenado a la horca, un aldeano de la gobernación de Orel, distrito de Eletsk, llamado Mijaíl Golubets, conocido por el apodo de Mishka, el Gitano. Sus últimos crímenes, absolutamente probados, habían sido un robo a mano armada y asesinato de tres hombres. Pero aunque su pasado se perdía en la obscuridad, existían vagos indicios de que había tomado parte en toda una serie de homicidios y robos. Presentíase tras él un rastro de borracheras y de sangre. Con plena franqueza, con absoluta sinceridad, llamábase a sí mismo bandido, y se mofaba irónicamente de la otra casta de ladrones, los urbanos, que por moda se adulaban, calificándose de expropiadores. Del último crimen, en que hubiera sido inútil el negar, había hecho el relato voluntaria y detalladamente; en cambio, a las preguntas sobre su pasado sólo había respondido, enseñando los dientes, con esta frase:

- ¡Buscad el viento en el campo!

Al verse estrechado por los jueces, el Gitano había adoptado un aire digno y serio, contestando:

- Todos los de Orel somos hombres despiertos, -y había añadido, grave y juiciosamente-: Los de Orel y Kroma son los primeros ladrones. Los de Karachev y Livni lo son más, y más todavía los de Eletsk, porque los de Eletsk son los padres de todos. ¿Para qué, pues, seguir hablando?

Mijaíl había merecido el apodo de el Gitano por su aspecto exterior y también por sus mañas excepcionales de ladrón. Era muy moreno, flaco; tenía manchas amarillentas en sus pómulos abultados de tártaro y revolvía los ojos de un modo extraño, como un caballo. Su mirar era rápido, pero penetrante e inquisitivo. Las cosas en que ponía la vista parecia como si perdiesen algo de su tamaño, como si le entregasen una parte de sí mismas y adoptasen otra forma. El cigarrillo en que posase la mirada sería difícil que lo cogiese nadie, como si ya lo hubiese consumido otra boca. Bebía el agua en cantidades enormes, y la movilidad de su temperamento le hacia aparecer tan pronto reconcentrado como expansivo, a manera de un haz de chispas.

A todas las preguntas del tribunal había contestado en forma categórica, firme y hasta como con satisfacción:

- ¡Es cierto!

A veces recalcaba:

- ¡Es ci-er-to! y de un modo inesperado, cuando los señores del tribunal empezaron a tratar de otro asunto, habíase levantado de un salto y rogado al presidente:

- ¿Me permite usted dar un silbido?

- ¿Para qué? -inquirió aquél con asombro.

- Como dicen los testigos que yo hacia señales a mis compañeros, pensé que les interesará a ustedes saber cómo lo había hecho.

El presidente, algo perplejo, se lo permitió. Entonces, el Gitano metió en la boca dos dedos de cada mano, revolvió los ojos como una fiera y rasgó el aire inerte de la sala con un silbido, un silbido verdaderamente salvaje, de esos que a veces aturden a los caballos y les hacen caer sobre las patas traseras. En aquel penetrante sonido, ni humano ni de fiera, había de todo: la angustia mortal del que perece asesinado, la alegría salvaje del asesino, la amenazadora advertencia, la llamada a rebato, la obscuridad de las noches lluviosas de otoño y la soledad imponente de la llanura.

El presidente dijo algo, hizo después una señal con la mano y el Gitano calló sumiso. Y como un artista que acabase de cantar con éxito un aria difícil, pero siempre aplaudida, sentóse, secó en el capote los dedos mojados y miró con petulancia a los concurrentes.

- ¡Vaya un bandido! -dijo uno de los magistrados, rascándose una oreja.

Pero su vecino, que tenía barba ancha a la rusa, y ojos de tártaro como los de el Gitano, contempló pensativamente al bandido, sonrió y exclamó:

- En realidad, no deja de ser interesante.

Y con el corazón tranquilo, sin compasión y sin el menor remordimiento, los jueces condenaron a muerte al criminal.

- ¡Es justo! -dijo éste cuando hubieron terminado de leer la sentencia-. ¡Una horca en campo raso! ¡Pues es lo que merezco!

Y volviéndose hacia un soldado del convoy añadió, por bravuconería:

- ¡Bueno, vamos, atontado! ¡Y ten cuidado con el fusil! ¡A ver si te lo quito!

El soldado le miró severamente, lanzó una ojeada a su compañero y examinó el gatillo del arma. El otro hizo lo mismo. Y todo el camino hasta la cárcel parecióles a ambos, absortos ante la actitud del condenado, que no iban a pie, sino que volaban.

Hasta la ejecución, Mishka el Gitano, lo mismo que Yanson, tuvo que estar diecisiete días en la cárcel. Y aquellos diecisiete días pasaron para él volando, como uno solo, alentando un pensamiento inextinguible: el de la fuga, el de la libertad y la vida. Las paredes que le cercaban, las rejas, la ventana mortal, por donde no se veía absolutamente nada, redoblaban la inquietud, siempre violenta, de su pensamiento, y se lo abrasaban como carbones encendidos abrasarían una tabla. Por su mente pasaban cual torbellinos imágenes claras, aunque imperfectas, que se encaminaban todas a un fin: la fuga, la libertad, la vida. Con las ventanas de la nariz dilatadas, venteaba horas enteras el aire, que le parecía oler a cáñamo y a incendio, o recorría de un lado a otro el calabozo, tentando las paredes, dando en ellas golpecitos con los dedos, atravesando con la mirada el techo o aserrando mentalmente las rejas. Con su agitación turbulenta atormentaba al soldado que le vigilaba por la mirilla, y que más de una vez, desesperado, le amenazó con pegarle un tiro. El Gitano le contestó con una sarta de burlas y groserías, y el asunto terminó con bien sólo porque la disputa se fue convirtiendo en un diálogo vulgar e inofensivo, de muyik, con motivo del que habría resultado absurdo e imposible disparar el fusil.

De noche dormía profundamente, con una inmovilidad en que, no obstante, latía la vida, a la manera de un resorte temporalmente inactivo. Pero al levantarse se ponía en seguida a recorrer la habitación, a imaginar nuevos planes de evasión, a palpar las paredes ansiosamente. Tenía siempre las manos secas y calientes, pero alguna vez se le enfriaba de súbito el corazón, como si le metieran dentro del pecho un pedazo de hielo que hiciese temblar su cuerpo. En tales instantes se acentuaba el color moreno de su tez, tomando un matiz azulado de hierro fundido. Había adquirido una costumbre extraña: como si hubiese comido una cosa demasiado dulce, insoportablemente dulce, chasqueaba continuamente la lengua contra los dientes con una especie de silbido. No terminaba las palabras, porque sus pensamientos fluían con tal rapidez, que la lengua no acertaba a servirlos.

En una ocasión vino de día a su calabozo, en compañia de un soldado, el inspector mayor, y al mirar el suelo cubierto de saliva, dijo malhumorado:

- ¡Cómo has ensuciado esto! ...

El Gitano le replicó con rapidez:

- Tú, en cambio, cara de perro, has ensuciado toda la tierra y no te digo nada. ¿A qué has venido aquí?

El inspector, con la misma rudeza, le dijo que había una plaza vacante de verdugo, y le propuso desempeñarla. El Gitano se echó a reír a carcajadas, enseñando sus dientes:

- ¿Conque ho hay aspirantes? ¡Pues sí que es gracioso! ¡Que manden, que manden ahorcar ahora! ¡Ja, ja! Tienen todo: tienen un pescuezo y tienen una cuerda, pero se fastidian, que no tienen quien ahorque. ¡Realmente, es gracioso!

- Quedarás vivo si aceptas.

- ¡Hombre, claro! ¡Después de muerto no iba a ahorcar!

- Bueno, ¿en qué quedamos? ¿Aceptas el cargo o no lo aceptas?

- ¿Y cómo ahorcan ustedes? ¿Será ocultamente, en silencio, o en público?

- Sí, con música -replicó groseramente el inspector.

- ¡Qué tonto eres! Claro que se necesitará música. Algo así -y se puso a cantar una cosa alegre.

- Estás loco, amigo -dijo el inspector-. Bueno, ¿qué decides? Habla con formalidad.

El Gitano volvió a enseñar los dientes, exclamando:

- ¡No te precipites! ¡Vuelve otro día y hablaremos!

Y en el caos de imágenes vivas, pero incompletas, que abrumaba al Gitano con su vértigo loco, hilose lugar otra nueva: ¡Qué bien estaría él de verdugo, con blusa roja! Sin que faltara detalle, se representó la plaza, llena de gente; el patíbulo, asomando en alto, y él, con su blusa roja, paseando por la plataforma con el hacha en la mano diestra. El sol lo iluminaba todo y centelleaba en el arma, y era el cuadro tan alegre y animado, que el mismo condenado, a quien iban a decapitar, sonreía también. Detrás del público se veían los carros y los caballos de los muyik que habían acudido de las aldeas, y más allá, el campo, verde y dilatado.

Pensando todo esto, chasqueó los labios, pasó por ellos la lengua y escupió.

Pero de improviso, como si le hubieran encasquetado el gorro de piel hasta la boca, obscureci6sele todo; sintió un nudo en la garganta, y el corazón se le convirtió en un pedazo de hielo, que heló todo su cuerpo.

Dos veces más volvió a pasar el inspector por su calabozo, y las dos le dijo el Gitano, enseñando los dientes:

- ¡Qué impaciente eres! Vuelve más tarde.

Por fin, un día, al pasar por delante del calabozo, el inspector le gritó por la mirilla:

- ¡Has perdido tu oportunidad! ¡Ya está cubierta la plaza!

- ¡Bueno, vete al diablo y ahórcate! -replicó malhumorado el Gitano, y dejó de pensar en ser verdugo.

A medida que se aproximaba el día de la ejecución, el tumulto de sus fragmentadas visiones se le hizo atrozmente insoportable. Habría querido detenerse, hincar los pies y pararse; pero un torrente circular le arrastraba y giraba en torno suyo. Tornóse inquieto su sueño; asaltábanle pesadillas horrendas, todavía más agobiadoramente impetuosas que sus pensamientos diurnos. Ya no era aquello un torrente, sino una caída sin fin desde una montaña también sin fin, un vuelo vertiginoso por el mundo entero. Cuando estaba libre usaba sólo un bigote bastante elegante; pero en la cárcel le había salido una barba corta, negra y de pelos tiesos, que le daba aspecto de loco. A veces conseguía apartar todo pensamiento y daba vueltas por el calabozo sin ton ni son; empero, aun en aquellos momentos, seguía palpando las paredes como si buscase salida. Y siempre bebía agua en cantidades enormes.

Cierto día, al anochecer, cuando encendieron la luz, el bandido se puso a gatas en medio del calabozo y empezó a aullar como un lobo, con voz trémula. Tenía en aquel instante una gravedad particular, y aullaba como si estuviese haciendo una cosa importante e imprescindible. Llenaba el pecho de aire, lo dejaba salir lentamente, con un sonido prolongado y vibrante, cerrando al propio tiempo los ojos, escuchando con atención.

El temblor de la voz parecía hecho adrede, como todo aquel grito de fiera, lleno de indescriptible horror y tristeza, en cada una de cuyas notas percibíase un cuidado especial de artista concienzudo.

De pronto dejó de aullar, permanecio callado unos cuantos segundos, sin abandonar la postura, y quedito con la cara pegada al suelo, profirió:

- ¡Hermanitos míos, queridos! ... ¡Hermanitos, tened compasión! ... ¡Hermanitos! ... ¡Queridos! ...

Y como si esperase la respuesta, dicha una frase, se quedaba escuchando.

Luego se levantó de un salto, y durante una hora entera estuvo vomitando insultos:

- ¡Tales y cuales! ... -gritaba, revolviendo los ojos, inyectados en sangre-. ¡Si queréis ahorcarme, hacedlo de una vez! ¡Hijos de ...!

El soldado, blanco como la cera, llorando de angustia y de horror, le apuntaba con el fusil por la ventanilla y le gritaba desesperadamente:

- ¡Te voy a pegar un tiro, como hay Dios! ¡Te voy a dejar seco!

Pero no se atrevía a disparar. Contra los condenados a muerte, a no ser que se rebelasen, nunca se disparaba. El Gitano rechinaba los dientes, blasfemaba y lanzaba escupitajos. Su cerebro humano colocado en la divisoria entre la vida y la muerte se descomponía y desmenuzaba como una partícula seca de barro al soplo del viento.

Cuando aparecieron por la noche en la celda para llevárselo al patíbulo, el Gitano se animó, como si le invadiese un torrente nuevo de vida, asomó a su boca la saliva espumajosa incontenida y sus ojos chispearon con la luz salvaje de otras veces. Mientras se vestía preguntó a uno de los carceleros:

- ¿Quién me va a ahorcar? ¿El nuevo? A lo mejor no sabrá hacerlo todavía.

- De eso no tienes que preocuparte tú -contestó secamente el funcionario.

- ¿Cómo no? Es a mí a quien van a despachar, y no a ti.

- ¡Bueno, a callar!

- ¿A callar? ¡Vaya cara! Pero, hombre, ¡si vas a reventar! ...

- ¡A callar he dicho!

- ¡Bien, hombre; no te incomodes!

Lanzó una carcajada; mas de pronto empezaron a flaquearle las piernas ... Sin embargo, al salir al patio, haciendo un gesto de irónica solemnidad, pudo gritar todavía:

- ¡El coche del señor conde!

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