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CAPÍTULO III
¡No tienen que ahorcarme!
Por el mismo tribunal que sentenció a los terroristas había sido condenado dos semanas antes un tal Iván Yanson a la última pena.
Prestaba sus servicios este hombre como peón en casa de un rico labrador, y era uno de tantos jornaleros, sin nada que le distinguiese de los demás. Era estonio, de Vesenberg, y había pasado su vida de hacienda en hacienda, pero acercándose cada vez más a Petrogrado. Apenas conocia el ruso, y como quiera que en casa de Lásarev -que así se apellidaba su amo- no había ningún otro estonio, Yanson pasó los dos años que estuvo en aquella casa casi sin hablar.
Yanson, por lo demás, no era muy parlanchín. Tan callado con los animales como con los hombres, nada decía a los caballos cuando los llevaba al abrevadero ni cuando los enjaezaba y enganchaba; cuando algún jaco se desmandaba, la emprendía con él a latigazos, con cruel ensañamiento, pero sin proferir palabra. Si tenía algunas copas de más, golpeaba a los animales con tal furia, que el restallar del látigo llegaba hasta la misma casa. Su amo le castigaba a menudo por su brutalidad, pero, en vista de que todo era inútil, le dejó por imposible.
El estonio se emborrachaba todos los meses invariablemente, y algunos más de una vez, sobre todo cuando llevaba a su amo a la estación. Luego que éste bajaba del trineo, Yanson se alejaba como cosa de medio kilómetro, y allí, junto a la carretera, enterrados en la nieve el vehículo y el caballo, esperaba, medio dormido, que el tren se marchase. Entonces volvía a todo correr a la estación y echaba unos tragos en la cantina; al poco tiempo estaba como una cuba.
Regresaba a la finca a galope tendido, golpeando sin piedad al caballo. El pobre animal daba desesperados botes, y el trineo chocaba con los postes del telégrafo; Yanson, entre tanto, sin cuidarse de más, cantaba y gritaba algo a voz en cuello en su idioma, y no era raro que se cayese del pescante. A veces, en vez de cantar, apretaba los labios con sorda cólera y avanzaba con vertiginosa rapidez, que ni en las curvas ni revueltas del camino moderaba. Parecía no ver siquiera a los viandantes. Cómo no atropellaba a ninguno, cómo no se mataba él mismo, es lo que no se explicaba nadie.
Muchas veces estuvo su amo a punto de despedirle, como habían hecho ya otros muchos. Pero como trabajaba barato y, después de todo, sus compañeros no eran mucho mejores, permaneció dos años en casa de Lásarev, sin que ningún suceso notable viniese a turbar el monótono curso de su vida. Tan sólo cierto día recibió una carta escrita en su idioma; pero como él no sabía leer, y allí nadie conocía el estonio, la rompió, la tiró a la basura y se quedó tan fresco.
En una ocasión quiso cortejar a la cocinera, mas ésta le desdeñó y se mofó de su pequeña estatura, su cara pecosa y sus ojos verdes y apagados. Yanson, sin apurarse por el mal éxito de su pretensión, no volvió a ocuparse de la cocinera.
Como queda dicho, apenas hablaba; pero, en cambio, siempre parecía a estar escuchando algo. Escuchaba los rumores del campo, al que los montones de estiércol, enterrados bajo la nieve, daban apariencia de cementerio; el zumbido de los hilos del telégrafo; las conversaciones de la gente; hasta el aire azul parecia decirle algo. ¿Qué? Esto sólo él lo sabía.
Un día que se hablaba de crímenes y robos, supo que en uno de los pueblos inmediatos unos desconocidos habían saqueado una finca, asesinando al dueño y a su mujer, e incendiando la casa.
Este suceso llevó el pánico a la granja donde Yansort servía. Soltáronse los perros, incluso durante el día, y el dueño no se separaba de su escopeta. A Yanson le dió otra muy parecida, aunque un poco más vieja y de un cañón; pero el estonio hizo un gesto negativo y rechazó el arma. El labrador, que no acertaba a explicarse la causa de la negativa, le reprendió agriamente, pero Yanson confiaba más en su cuchillo finlandés que en aquel chisme mohoso.
- A lo mejor me mato yo mismo -decía, fijando en su amo los turbios y apagados ojos.
- ¡Qué idiota eres, Iván! ¡Vaya usted a vivir con esta gente!
Y he aquí que aquel mismo Iván Yanson, que no confiaba en la escopeta, una noche de invierno en que. por haber ido el otro cochero a la estación, se quedó en casa, cometió, como quien no hace nada, un asesinato, con los aditamentos de robo e intento de violación. Lo había hecho de una manera extraordinariamente sencilla: encerró a la criada en la cocina; luego, fingiéndose rendido por el sueño y andando como quien no puede tenerse en pie, se acercó sigilosamente a su amo y le hundió el cuchillo en la espalda. La víctima cayó sin lanzar un ¡ay!; su mujer ... enloquecida por el terror, empezó a pedir socorro, y Yanson, rechinando los dientes y esgrimiendo el cuchillo, registró muebles y cajones y se apoderó de cuanto dinero halló en ellos. Después de esto miró a su ama como si la hubiese visto por primera vez, y se arrojó sobre ella con propósito de violarla. Mas se le cayó el cuchillo, y como la señora era más fuerte que el estonio, éste no logró su intento, y, lo que es más, a poco muere estrangulado. En aquel momento el labrador se agitó en el suelo; la cocinera empezó a gritar y a derribar la puerta, y el criminal huyó. No tardaron, sin embargo, en detenerle; queriendo añadir al asesinato el incendio, se dirigió a la cuadra, y allí le hallaron, cuando trataba de llevar a cabo su propósito encendiendo las cerillas que llevaba.
Pocos días después el amo murió de la infección a la sangre y Yanson fue condenado a muerte. Pequeño, delgaducho, con su cara llena de pecas y sus ojos turbios y apagados, mostró al comparecer ante sus jueces tal indiferencia, que no parecía comprender la importancia de su delito. Miraba a la sala con curiosidad y se pellizcaba las narices con sus rudos y achatados dedos. Sólo los que le habían visto los domingos en la iglesia protestante podían notar que estaba un poco mejor vestido. Llevaba al cuello una bufanda de un rojo sucio; habíase humedecido los cabellos, que así parecían más obscuros y brillantes a trechos, en tanto que en otros se mostraban ralos y rígidos, como espigas que han sobrevivido a una tormenta.
Cuando Yanson conoció la sentencia que le condenaba a morir ahorcado se estremeció, se encendieron sus mejillas y se puso a anudar y desanudar la bufanda, que, al parecer, le sofocaba. Luego empezó a agitar los brazos, y dirigiéndose a uno de los magistrados, que no era el que había leído el fallo, señaló a éste con el dedo y dijo:
-Esa dice que me ahorquen.
- ¿Quién es ésa? -preguntó con severo tono el presidente del tribunal, que había leído la sentencia.
Apenas si los jueces podían disimular su sonrisa; para lograrlo mejor, escondían los rostros tras los papelotes de la causa. Yanson extendió un dedo rígido hacia el presidente y replicó malhumorado y mirándole de reojo:
- ¡Tú!
- ¿Yo?
Volvió Yanson a mirar al otro magistrado, que no hablaba, y en el que el estonio creía ver un amigo, por suponer que no había tenido arte ni parte en la sentencia, y de nuevo dijo:
- Esa dice que me ahorquen, y a mí no tienen que ahorcarme.
El presidente ordenó:
- Llévense al acusado fuera de la sala.
Antes de que se cumpliera la orden, Yanson tuvo tiempo de repetir con tono persuasivo:
- ¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen!
Al verle tan grotesco, con un dedo extendido, su diminuta carucha contraída, a la que inútilmente trataba de dar una expresión conmovedora, uno de los guardias que le custodiaban no pudo por menos de decirle, aun faltando a la consigna:
- ¡Mira que eres imbécil, compañero!
Yanson repetía insistentemente:
- ¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen!
- ¡Quiá, hombre, qué te van a ahorcar! Y encima te darán un jamón.
El otro guardia ordenó, enojado:
- ¡Ea, basta de charla! -y añadió en voz baja-: ¡Bandido! ¡Salvaje! Ahí tienes lo que has conseguido con matar a tu amo.
Su compañero, más compasivo, dijo:
- Aun puede que le indulten.
- ¿Qué estás ahí diciendo? ¡Indultar a este asesino! Bueno, ya hemos hablado más de la cuenta.
Yanson había callado. Volvieron a encerrarle en el mismo calabozo que durante un mes ocupara, y al que ya se había ido acostumbrando, como a todo se acostumbraba, lo mismo a las palizas que al vodka y a los áridos campos nevados. Hasta se alegró cuando vió nuevamente los barrotes de la reja, la cama, y su contento subió de punto cuando le dieron de comer, pues estaba aún en ayunas. Le había impresionado desagradablemente lo ocurrido en el tribunal, pero no sabía ni podía pensar en ello. Ni siquiera era capaz de imaginar lo que pudiera ser la pena de horca.
Había en la cárcel otros condenados a la última pena, y, por consiguiente, era el suyo un caso como otro cualquiera, sin importancia alguna. Sus carceleros le hablaban tranquilamente, como si no fuese a morir pronto o como si fuese a morir de mentirijillas.
Al enterarse de la sentencia el inspector le dijo:
- ¿Qué es eso, amigo? ¿Conque al palo, eh?
- ¿Cuándo me van a ahorcar? -preguntó Yanson, receloso.
El inspector permaneció unos instantes pensativo.
- Tendrás que esperar un poco. No pretenderás que por ti solo vayamos a molestarnos. Hay que esperar a que haya número.
- Bueno, pero ¿cuánto tiempo tardarán?
No le habían molestado en lo más mínimo las despectivas palabras del inspector, o acaso había creído que eran el pretexto que se daba para aplazar la ejecución e indultarle luego, y alegrábale ver cómo el minuto terrible y fatal, en que no podía pensar sin estremecerse de horror, íbase alejando, hasta parecer remoto, inverosímil.
El inspector, que era un viejo gruñón, replicó enojado:
- ¡Cuándo, cuándo ...! ¡Vaya una pregunta! ¡No es como ahorcar a un perro en una cuadra! Pero eres tan bruto, que puede que eso te pareciera preferible.
- ¡No quiero que me ahorquen! -dijo Yanson con mimo infantil-. Eso han dicho, pero ¡yo no quiero!
Y, acaso por primera vez en su vida, rompió a reír, con una risa estúpida, de una alegría absurda. Parecía el graznido de un pato: ¡Cuá-cuá! ¡Cuá-cuá!
El otro le miró sorprendido y luego frunció el ceño; le parecía que aquella risa era una ofensa cruel para la cárcel, que amenguaba la ejemplaridad del castigo, y que a los mismos carceleros les desprestigiaba en algún modo, y por un momento, aquel hombre, que se había pasado la vida en la cárcel, cuyo reglamento celular consideraba tan preciso e infalible como las leyes de la naturaleza, creyó hallarse en un manicomio, y que él mismo se había vuelto loco.
- ¡Qué bruto! -dijo, escupiendo-. ¿De qué diablos te ríes? ¿Te has creído que estamos en una taberna?
- ¡No quiero que me ahorquen! ¡Cuá-cuá! ¡Cuá-cuá! -continuaba Yanson, riendo siempre.
- ¡Es el diablo en persona! -exclamó el vigilante, y en poco estuvo que hiciese la señal de la cruz.
No era precisamente al diablo a quien más se parecía aquel hombrecillo de cara minúscula y ajada; pero su risa de ganso sí tenía algo de diabólica, pues profanaba la santidad y la solidez de la cárcel.
Parecía que, de continuar riéndose un poco más, aquellas carcajadas acabarían por derrumbar muros y rejas, y él mismo tendría que poner en libertad a los presos y decides: ¡Ea, señores, márchense adonde quieran, a paseo o a su casa! ¡Satanás!
Yanson había dejado ya de reírse, y hacia extraños guiños.
- ¡Qué tipo! -pensó el vigilante, y luego de lanzade una mirada amenazadora se alejó de allí.
Durante el resto de la tarde, Yanson estuvo muy tranquilo, hasta jovial, sin cesar de repetir: ¡No tienen que ahorcarme, no quiero que me ahorquen!, con lo que se persuadía a sí mismo de que, con pronunciar tales palabras, no era preciso más.
Ya apenas se acordaba de su crimen, y si algo lamentaba, era no haber podido violar a su ama. Pero bien pronto ni de esto se volvió a acordar.
No pasaba mañana sin que preguntase al vigilante que cuándo lo iban a ahorcar, a lo que el funcionario le contestaba:
- ¡Tiempo habrá! ¡No tengas prisa, condenado! -y se marchaba en cuanto le era posible, antes de que Yanson empezase a reírse.
Viendo que los días se sucedían iguales unos a otros, Yanson llegó a creer que la ejecución no se verificaría nunca. Casi olvidado ya del tribunal, pasábase las horas muertas tumbado en la tarima y soñando con los campos cubiertos de nieve y salpicados de montoncitos de estiércol, con la cantina del ferrocarril y con otras cosas que le parecían remotas y gratas. En la cárcel le daban bien de comer, y en poco tiempo había engordado bastante. Parecía un personaje.
- Si ahora me viese mi ama, sí que se enamoraría de mí -se dijo un día-. Estoy tan gordo como su marido.
Sus únicos deseos eran beber vodka y montar a caballo.
La detención de los terroristas se supo muy pronto en la cárcel. Aquel día, cuando Yanson le hizo su pregunta de costumbre, el inspector le respondió:
- Ahora, pronto.
Miróle tranquila y solemnemente, y repitió:
- Ahora sí que va a ser pronto. Al cabo de una semana, según creo.
Yanson palideció; parecía como dormido, tan turbia era la mirada de sus ojos vidriosos.
- ¿Estás bromeando? -preguntó.
- Tanto que lo esperabas y ahora no lo crees. No estamos aquí para bromas. Sois vosotros a quienes os gustan las chanzas, nosotros no tenemos tiempo para ello -dijo el inspector con dignidad, y se alejó.
Al anochecer del mismo día, Yanson ya aparecía más delgado. Su piel, alisada durante el último tiempo, se contrajo nuevamente en numerosas arruguitas. Tenía los ojos completamente adormecidos y sus movimientos tornáronse lentos y pesados, como si cada inclinación de la cabeza, cada movimiento de los dedos, cada paso que daba, fuera una empresa difícil y complicada que hubiera de meditarse antes de ser efectuada. Por la noche se acostó en su camilla, pero no cerró los ojos, y así permanecieron abiertos hasta la mañana siguiente.
- ¡Aja! -dijo el inspector con satisfacción, al verle el día siguiente-. Ahora comprendes que no estás en una taberna, amigo.
Sintiendo un gran placer, como el sabio a quien hubiese resultado bien por segunda vez el experimento, examinó al condenado de pies a cabeza: ahora todo iría como era debido. Satanás quedaba avergonzado y se restablecía la santidad de la cárcel y de la ejecución. Preguntó a Yanson con indulgencia y hasta con compasión:
- ¿Querrás ver a alguien o no?
- ¿Para qué ver?
- Para despedirte. De tu madre, por ejemplo, o de tu hermana.
- Que no me ahorquen -dijo Yanson en voz baja, mirando al inspector de reojo-. No quiero que me ahorquen.
El inspector se limitó a mirarle y se alejó nuevamente.
Por la tarde Yanson se tranquilizó. El día no se distinguía en nada de los demás, como siempre brillaba el sol en el cielo invernal, familiarmente sonaban los pasos y las conversaciones en el pasillo, y como todos los días llegaba el olor agrio de col, y Yanson dejó de creer en la ejecución.
Pero por la noche de nuevo el terror se apoderó de él. Antes la noche no significaba para él más que la obscuridad, un espacio de tiempo tenebroso, durante el cual había que dormir; pero ahora sentía su significado misterioso y amenazador. Para no creer en la muerte tenía que ver y percibir en su alrededor lo familiar: pasos en el pasillo, voces, luz, olor de coles; pero ahora, por la noche, todo era extraordinario y aquel silencio Y aquellas tinieblas ya por sí mismas eran trasuntos de la muerte.
Y a medida que pasaba la noche, más terror experimentaba. Con ingenuidad de salvaje o de niño, que todo lo creen posible, Yanson sentía deseos de gritar al sol: ¡brilla! Pero no había fuerza capaz de detener las negras horas de la noche, que se arrastraban lentamente. Y aquella imposibilidad, que por primera vez se presentaba al débil cerebro de Yanson, le llenó de terror; aun no atreviéndose a sentirla claramente, reconocía ya lo inevitable de la muerte cercana y su pie entumecido diríase que pisara el primer escalón del patíbulo.
Durante el día se tranquilizó de nuevo, pero la noche fue nuevamente espantosa; y así continuó hasta que llegó una noche en la que reconoció que la muerte era inevitable y que llegaría al cabo de tres días, al amanecer.
Nunca había pensado en lo que era la muerte, ni tenía ésta para él imagen alguna. Mas ahora la sentía claramente, había percibido su entrada en la celda, en donde le buscaba para arrebatarle. Y huyendo de ella, comenzó a correr por la celda. Pero era tan pequeña que sus rincones no parecían ángulos agudos, sino obtusos, que le empujaban hacia el centro. No había nada detrás de lo cual poder esconderse y la puerta estaba cerrada. Varias veces se echó con el cuerpo contra las paredes y la puerta, produciendo un ruido sordo y vado. Después tropezó con algo y cayó de bruces. Y aquí en el suelo, tocando con el rostro el asfalto negro y sucio, sintió que la muerte le atrapaba y empezó a gritar presa de terror, hasta que acudió gente. Aun cuando le hubieron levantado del suelo y le echaron en la cabeza agua fría, no se decidía a abrir los ojos, fuertemente cerrados. Entreabría uno, veía un rincón alumbrado, o la bota del guardián y de nuevo empezaba a gritar.
Por fin el agua fría hizo su efecto y además contribuyeron a calmarlo unos golpes en la cabeza, suministrados a guisa de remedio por el inspector. Y aquella sensación de la vida ahuyentó la muerte. Yanson abrió los ojos, y el resto de la noche la pasó profundamente dormido, aunque con el cerebro turbado.
Estaba tumbado en la camilla, de espaldas, con la boca abierta, roncando con estrépito. Por entre los párpados entornados blanqueaban los ojos sin pupila.
Desde entonces todo, el día, la noche, los pasos, las voces, el olor a coles, constituía para él un horror continuo y le llenaba de asombro. Su débil pensamiento no era capaz de asociar aquellas ideas tan monstruosamente contradictorias: el día familiar y claro, el gusto y el olor de las coles, y que al cabo de dos días él iba a morir. No pensaba en nada, no contaba las horas, sino permanecía en un mudo terror ante aquella contradicción que desgarró su cerebro en dos partes.
Volvióse pálido, pero su aspecto era tranquilo. Sólo que no comía nada y dejó de dormir. Toda la noche permanecía sentado en su taburete con las piernas cruzadas bajo el asiento, o paseaba furtivamente por el calabozo. Tenía siempre la boca medio abierta, como en un asombro continuo, y, antes de tomar cualquier objeto, lo contemplaba con aire estúpido durante mucho tiempo y luego lo asía en la mano con desconfianza.
Cuando llegó a este estado, los inspectores y los soldados dejaron de preocuparse por él. Aquel estado era natural en los condenados a muerte, y se asemejaba, según aseveración del inspector, a pesar de que éste nunca le había experimentado, al que suele presentar el animal en el matadero, después que le dan con él mazo en la frente.
- Ahora ya está ensordecido y no sentirá nada, ni aun la muerte misma -decía, examinándole con la mirada de hombre experto-. Iván, ¿oyes? ¿Eh, Iván?
- Que no me ahorquen -replicó Yanson con la voz monótona, sin ninguna expresión, y de nuevo dejó caer su mandíbula inferior.
- Si no hubieras matado, no te ahorcarían -díjole el inspector mayor con tono reprobatorio, hombre joven todavía, pero de aspecto serio y con el pecho cubierto de medallas-. ¿Cómo puedes pretender que no te ahorquen, después de haber matado a tu semejante?
- ¡Qué astuto!, ¡quiere matar impunemente! -agregó otro.
- No quiero que me ahorquen -dijo Yanson.
- Quieras o no quieras, lo mismo da -expuso el mayor con indiferencia-. Mejor que hablar tonterías, tendrías que disponer tus cosas. Supongo que tendrás algo.
- Nada tiene. Una camisa, un par de calzones y una gorra de piel. ¡El muy elegante!
Así transcurrió el tiempo hasta el jueves. A las doce de la noche de este día entraron varias personas en el calabozo de Yanson, y un señor con charreteras le dijo:
- Prepárese ... Hay que marchar.
Yanson, moviéndose lenta y dificultosamente, vistió todo lo que tenia, y encima puso la bufanda roja y sucia. Mirando como Yanson se preparaba, el señor con las charreteras dijo a otro señor que estaba junto a él:
- ¡Qué calor hace hoy! Ya llegó la primavera.
Los ojillos de Yanson se le cerraban, movíase con tal lentitud y se encontraba tan adormilado que el inspector le gritó:
- ¡Vamos, más de prisa! Parece que estás durmiendo.
De repente Yanson se detuvo.
- ¡No quiero! -dijo con su voz monótona de siempre.
Le tomaron de los brazos y él se dejó conducir sumisamente. Afuera le envolvió el aire fresco primaveral y sintió que se le humedecía la nariz. A pesar de la noche la nieve seguía derritiéndose y se oían caer sobre la acera las alegres gotas. Mientras los guardias subían al coche obscuro, sin ningún farol, agachándose y haciendo sonar sus sables, Yanson se pasaba el dedo por debajo de la nariz mojada y arreglaba la bufanda, que habia atado mal.
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