Índice de Los siete ahorcados de Leonid AndréievCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO V

¡Bésalo y calla!

La sentencia de los cinco terroristas fue notificada en forma definitiva y confirmada el mismo día. A los condenados no se les dijo cuándo se les iba a ejecutar; pero no ignoraban que, como se hacía de ordinario, serían colgados la misma noche o, lo más tarde, a la siguiente, y cuando al otro día, es decir, el jueves, les autorizaron para recibir la visita de sus padres, comprendieron, sin quedarles duda. que la ejecución habría de verificarse el viernes al amanecer.

Tania Kovalchuk no tenía parientes próximos, y los que le quedaban vivían en un remoto lugar de la Pequeña Rusia, y ni siquiera tenían noticia de lo que ocurría; a Musia y a Verner, como desconocidos que eran, ni se les suponían parientes, y solamente Serguéi Golovin y Vasili Kashirin eran los que habían de recibir la visita de despedida de sus padres. Los dos pensaban con terror y tristeza en tal entrevista, pero no se decidieron a negar a los ancianos padres las últimas palabras y los últimos besos.

Serguéi Golovin era el que más sufría ante la idea de la próxima entrevista. Quería mucho a su padre y a su madre; hacía poco que los había visto, y le estremecía la idea de lo que iba a pasar.

La misma ejecución, con toda su monstruosidad, aparecia en su cerebro trastornado como algo menos terrible que aquellos minutos cortos y absurdos, que parecían estar fuera del tiempo y hasta de la vida misma. ¿Cómo iba a mirarlos? ¿Qué iba a decirles? Su cerebro renunciaba a comprenderlo. Lo más sencillo y natural, que sería cogerles las manos, besárselas y decirles: ¡Adiós, padres!, le parecía absurdo y horrible en su monstruosa, inhumana y estúpida falsedad.

Después de dictada la sentencia, no volvieron a colocar juntos a los condenados, como suponía Tania Kovalchuk, sino que pusieron a cada uno en un calabozo distinto, y toda la mañana, hasta las once, hora en que llegaron los padres, Serguéi Golovin anduvo paseando frenéticamente por la celda, pellizcándose la barbilla, encogido lastimeramente y murmurando palabras ininteligibles. De cuando en cuando se detenía bruscamente, llenaba el pecho de aire y lo exhalaba como un nadador que hubiese estado demasiado tiempo debajo del agua.

Pero era tan robusto y tan lleno de vida y juventud, que hasta en aquellos momentos de cruel sufrimiento la sangre le bullía debajo de la piel y enrojecía sus mejillas. Sus ojos azules tenían un fulgor inocente.

La entrevista transcurrió mejor de lo que Serguéi esperaba. El primero que penetró en la habitación destinada a las visitas fue su padre, el coronel retirado Nikolái Serguéevich Golovin, todo blanco, el rostro, la barba, los cabellos y las manos, como una estatua de nieve vestida con ropas humanas. Traía su guerrera vieja, pero cuidadosamente limpia y oliendo a bencina, con las charreteras nuevas, colocadas en sentido transversal, a diferencia de los militares en servicio activo. Entró erguido y con paso firme, tendió la mano blanca y huesuda y profirió en voz alta:

- Hola, Serguéi.

Detrás de él entró, con una extraña sonrisa, la madre, que también le estrechó la mano y repitió en alta voz:

- Buenas tardes, Sereyenka.

Después le besó en los labios y se sentó callada, sin gesticular, ni gritar, ni llorar. No hizo nada de aquello tan terrible que esperaba Serguéi, sino que se contentó con darle el beso y sentarse, y hasta arregló con las manos temblorosas su falda de seda negra.

Serguéi ignoraba que toda la noche anterior, encerrado en su despacho, el coronel, concentrando todas sus fuerzas, había estado imaginando los trámites de aquella escena. Tenemos que evitar a nuestro hijo el amargarle los últimos momentos; antes al contrario, debemos aliviárselos, decidió el coronel, pesando y midiendo escrupulosamente cada una de las frases que había posibilidad de emplear en la entrevista del día siguiente. Pero de cuando en cuando se embarullaba, olvidaba lo que había preparado y lloraba amargamente en el rincón de su diván de hule. Llegada la mañana, explicó a su mujer la actitud que habría de observar en la entrevista.

- ¡Lo principal es que lo beses y calles! -le dijo-. Después puedes hablarle, pero al besarIo no profieras una palabra. No le hables en seguida de besarIo, ¿comprendes?, porque te expones a decir lo que no debas.

- Comprendo, Nikolái Serguéevich -contestó la madre, llorando.

- ¡No llores! ¡Dios te libre de ello, porque si lloras vas a matarle!

- ¿Y por qué estás llorando tú?

- ¿Quién no llorará con vosotros? Pero tú, tú no tienes que llorar, ¿estamos?

- Está bien, Nikolái Serguéevich.

En el coche quiso volver a repetir sus instrucciones, pero se halló con que ya las había olvidado. Y así, los dos viejos fueron callados, encogidos, absortos en sus pensamientos.

La ciudad bullía alegremente; era la semana que precede a la cuaresma, y todas las calles se encontraban llenas de gente y de ruido.

Llegaron, por fin, a la sala de visita. El coronel se puso en pie, en actitud de espera, colocando la mano derecha sobre el pecho, en la abertura de la guerrera. Serguéi permaneció un momento sentado, con el rostro arrugado de su madre muy próximo al suyo, y en seguida se levantó de un salto.

- Siéntate, Sereyenka -rogóle la madre.

- Siéntate, Serguéi -confirmó el padre.

Quedaron un instante silenciosos. La madre sonreía extrañamente.

- Hemos hecho todo lo imaginable para salvarte, Sereyenka.

- Es en vano, madre ...

El coronel dijo con resolución:

- Debíamos preocupamos, Serguéi, para que no pensases que tus padres te habían abandonado.

Quedaron de nuevo silenciosos.

Sentían miedo de hablar, como si cada palabra que pronunciasen fuera a perder su sentido y a significar una cosa: la muerte. Serguéi miró la guerrera de su padre, aun oliente a bencina, y pensó: Ahora no tiene asistente; entonces, él mismo la ha limpiado. ¿Cómo no observaba yo antes que era él quien la limpiaba? Sin duda, lo hacía por la mañana. Y de repente preguntó:

- ¿Y cómo está mi hermana? ¿Está bien?

- Nínochka no sabe nada -contestó precipitadamente la madre.

Pero el coronel, con acento severo, interrumpió diciendo:

- ¿Para qué mentir? La chica lo ha leído ya en los periódicos. Serguéi debe saber que todos ... los suyos ..., que todos nosotros ... en este momento ...

No pudo proseguir, y se detuvo. El rostro de la madre se contrajo súbitamente, se arrugó y se agitó en medio de un llanto convulsivo. Sus ojos apagados le saltaban de las órbitas; la respiración se hizo más entrecortada y más ruidosa.

- Ser ... Ser ... Ser ... Serg ... -repetía sin mover los labios- Ser ...

- ¡Madre! ¡Mamaíta!

El coronel dió un paso adelante, y todo convulso, terrible en su lividez mortal, haciendo esfuerzos desesperados para conservar un resto de serenidad, dijo a su mujer:

- ¡Calla! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes, porque va a morir! ¡No lo atormentes!

Aterrada, la madre calló. Pero él, apretando todavía sus puños contra el pecho para contener su agitación, insistía:

- ¡No lo atormentes!

Dió después un paso atrás, escondió su diestra temblorosa bajo la guerrera, y con una expresión de forzada tranquilidad preguntó moviendo con dificultad sus labios descoloridos:

- ¿Cuándo?

- Mañana por la mañana -contestó Serguéi, con los labios igualmente exangües.

La madre tenía los ojos bajos y se mordía los labios, como si no oyera nada. Y en tal actitud dejó casi caer estas sencillas y extrañas palabras:

- Nínochka nos ha dado para ti un beso, Sereyenka.

- Devuélveselo de mi parte -contestó éste.

- Los Jvostov también ... también te mandan recuerdos suyos.

- ¿Qué Jvostov? ¡Ah, si!

El coronel interrumpió diciendo:

- Bueno, vámonos. Levántate, madre. Tenemos que irnos.

Entre los dos hombres la ayudaron a ponerse de pie. Apenas si podía sostenerse.

- ¡Despídete! -ordenó el coronel-. ¡Dale la bendición!

Cumplió todo lo que le mandaron. Abrazó a su hijo, hizo sobre su frente la señal de la cruz ... Pero después de un beso breve empezó a mover la cabeza negativamente, repitiendo como enajenada:

- ¡No, esto no puede ser! ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué va a ser de mí? ¡No, no es posible!

- ¡Adiós, Serguéi! -dijo el padre.

Se estrecharon las manos y se dieron un beso fuerte, rápido.

- ... -empezó a decir Serguéi.

-¿Qué ...? -preguntó casi sin aliento el padre.

- ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué será de mí? -insistía la madre, meneando siempre la cabeza. Se sentó otra vez, y un temblor profundo recorrió su cuerpo.

- ... -empezó de nuevo Serguéi.

Mas de pronto se contrajo su rostro e hizo pucheros como un niño; sus ojos se llenaron de lágrimas, y vió a través de ellas la cara exangüe de su padre, cuya mirada velaba también el llanto.

- Tú, padre, eres persona noble ...

- ¿Qué dices? ¿Qué dices? -dijo el coronel casi asustado.

Y en el mismo instante, como si se derrumbase, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hijo. En otro tiempo había sido más alto que éste, pero ahora aparecía empequeñecido, y su cabeza, seca y enmarañada, no llegaba más que hasta el pecho de Serguéi. Ambos besaban ávidamente: el uno, los cabellos blancos del padre; el otro, el capote del hijo preso.

- ¿Y yo? -exclamó de repente una voz desgarrada.

Miraron: era que la madre se había puesto en pie, y con la cabeza echada hacia atrás los miraba iracunda.

- ¿Y yo? -repitió con acento de loca moviendo la cabeza-. Vosotros, hombres, os besáis; pero ¿y yo?

- ¡Mamaíta! -exclamó Serguéi lanzándose hacia ella.

Y entonces ocurrió lo que no se puede describir con palabras, y que por tanto mejor es callar ...

Las últimas palabras del coronel fueron éstas:

- Te bendigo, a la hora de la muerte, Serguéi. Muere valientemente, como corresponde a un oficial.

Y se fueron. Hacía un momento se encontraban aquí de pie conversando, y ya no están.

De vuelta al calabozo, Serguéi se echó en su camastro con el rostro hacia la pared, para ocultarlo de los soldados, y estuvo llorando largo rato. Mas, al fin, cansado de llorar, quedó sumido en un sueño profundo.


A ver a Vasili acudió solamente su madre. El padre, comerciante rico, no había querido hacerlo. Al entrar en la sala de visitas le encontró la anciana paseando arriba y abajo y temblando de frío, no obstante el calor que hacía. Su conversación fue corta y angustiosa.

- ¿Para qué ha venido usted, madre? Va usted a atormentarse a sí misma y a mí también.

- ¿Por qué has hecho eso, hijo mío? ¿Por qué? ¡Señor!

La anciana comenzó a llorar, enjugándose las lágrimas con las puntas de su pañuelo negro de lana.

Vasili, según costumbre que tanto él como sus hermanos tenían de responder con gritos a la eterna incomprensión de su madre, se detuvo, y, tiritando, empezó a decir furioso:

- ¡Vaya! ¡Ya lo sabía yo ...! ¡No lo comprende usted, madre! ¡No comprende usted nada, nada!

- ¡Bueno, bueno, hijo mío! ¿Tienes frío?

- Sí, tengo frío -contestó Vasili brevemente, y de nuevo se puso a pasear por la sala, mirando de reojo a su madre.

- Has cogido frío, si ...

- ¡Madre, por Dios! ¿Qué significa el frío cuando ...?

E hizo un signo significativo y desesperado con la mano.

La anciana quiso decirle: Tu padre se preocupa tan poco de esto, que el lunes mandó que le hiciesen ese plato que le gusta. Pero, asustada, empezó a balbucear:

- Ya le dije: mira que es tu hijo; ve a despedirte de él. Pero se entercó en que no; ya sabes, como es así ...

- ¡Que se vaya al infierno! ¡Ese no es un padre! ¡Toda su vida ha sido un canalla, y sigue siéndolo!

- ¡Hijo mío! ¡Dices eso de tu padre! -y la anciana se irguió con aire de reproche.

- ¡De mi padre!

- ¡Sí, de tu padre, del que te dió el ser!

- ¡Qué padre ha sido para mí!

Todo aquello era absurdo. La muerte acechaba cerca de aquel lugar, y su proximidad daba carácter de mayor desvarío a la escena, en la cual crujían las palabras como las cáscaras de las nueces bajo los pies. Llorando casi de angustia ante aquella incomprensión, que durante toda la vida habíale separado de los suyos, y que ahora, en vísperas de la ejecución, volvía a asomar su faz estúpida e inexpresiva, Vasili gritó:

- Pero ¿no comprende usted que me van a ahorcar? ¡A ahorcar! ¿Lo comprende usted? ¡A ahorcar!

- Si no te hubieras tú metido con nadie, no te ... -gritó la madre.

- ¡Señor! ¿Es posible esto? ¿Es posible, ni aun entre fieras? ¿Soy hijo de usted o no lo soy?

Echóse a llorar y se sentó en un rincón. En otro, la anciana se puso a llorar también. Incapaces de fundir sus almas, ni por un instante, en un sentimiento común de amor para hacer frente al horror de la muerte que se acercaba, lloraban ambos con lágrimas de soledad, con lágrimas que no aliviaban el corazón. La madre prosiguió:

- ¡Preguntas si soy o no soy tu madre, y lo preguntas cuando en cuatro días mi pelo se ha vuelto blanco y he envejecido como si hubiesen pasado años!

- Bueno, madre ... Bueno. Perdóneme. Ya es la hora. Tiene usted que marcharse ... Dé usted un beso a mis hermanos.

- ¿Es que no soy tu madre? ¿Es que no ves mi pena?

Al fin se fue. Salió sin ver por dónde iba, vertiendo amargas lágrimas, que se enjugaba con las puntas de su pañuelo. Cuanto más se alejaba de la cárcel, más ardiente era su llanto. Volvióse de nuevo hacia la prisión, se alejó otra vez y acabó por perderse estúpidamente en aquella ciudad donde había nacido, donde había crecido y donde había envejecido. Se metió por un jardín desierto en el que había unos árboles viejos y carcomidos y se sentó en un banco húmedo por la nieve derretida. De pronto, comprendió claramente: ¡Mañana, mañana mismo lo iban a ahorcar!

Levantóse de un salto y quiso correr, pero se le fue la cabeza y cayó.

El sendero helado estaba resbaladizo, y la pobre no conseguía levántarse; se volvía a un lado y a otro, se erguía apoyándose sobre los codos y las rodillas y tornaba a caer de costado. El pañuelo negro se le fue de la cabeza, dejando al descubierto sobre la nuca una calva entre los cabellos de un blanco sucio. Perdió la noción de lo que le pasaba y donde se encontraba: creyó hallarse en una boda; la boda de su hijo; que había bebido vino y que se había emborrachado.

- ¡No puedo! ¡Como hay Dios que no puedo! -decía la anciana meneando la cabeza y arrastrándose sobre la tierra helada. Y seguían escanciándole vino sin interrupción.

Empezaban a oprimirle el corazón las risas de la embriaguez; la insistencia de las invitaciones, el baile vertiginoso de los convidados, en tanto que seguían echándole más vino. No hacían otra cosa sino darle vino, mucho vino ...

Índice de Los siete ahorcados de Leonid AndréievCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha