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CAPÍTULO II

La pena de la horca

Las cosas ocurrieron según las había previsto la policía. Cuatro terroristas, bien pertrechados de armas y explosivos, entre los que se hallaba una mujer, fueron detenidos cuando aguardaban al ministro, a la misma entrada de su casa. También prendieron, en su propio domicilio, a la dueña del local en que los conjurados celebraban sus reuniones, y allí, asimismo, se encontró dinamita en abundancia, bombas y armas diversas.

Todos los detenidos eran jóvenes: el de más edad tenía veintiocho años; el de menos, una mujer, diecinueve. El juicio se celebró en el mismo lugar donde fueron encarcelados, y la vista fue brevísima y a puerta cerrada, como de costumbre al tratarse de tales delitos.

Cuando comparecieron ante sus jueces, mostráronse los cinco serenos, pero serios y pensativos. Tal era el desprecio que hacia aquellas gentes sentían, que ni siquiera se les ocurrió fingir alegría o alardear de valor. Hubo preguntas a las que ninguno quiso contestar; otras veces, sus respuestas eran lacónicas y sencillas, como si, en vez de hallarse ante un tribunal que había de decidir su suerte, estuviesen proporcionando datos a una oficina de estadística. Tres de ellos, dos hombres y una mujer, dieron sus verdaderos nombres, otros dos se negaron, permaneciendo desconocidos para los jueces. Si algo lograba despertar en algún modo su curiosidad, amortiguada y casi extinta, como suele ocurrir a los enfermos muy graves o a las personas obsesionadas por una idea fija, no era, ciertamente, lo que decían los jueces, sino lo que acontecía en la sala. Dirigían en torno furtivas miradas, cazaban al vuelo alguna frase que les interesaba, y en seguida volvían a caer en su pensativo mutismo.

El que se hallaba más cerca de los jueces era un tal Serguéi Golovin, oficial del ejército e hijo de un coronel retirado. Era un muchacho fuerte como un roble, rubio y muy joven. Ni las privaciones de la prisión ni la amenaza de una muerte próxima habían sido parte a empalidecer sus encendidas mejillas ni amortiguar el juvenil brillo de sus ojos, en que aun se reflejaba una expresión de candorosa felicidad. Miraba el paisaje a través de una ventana, y a cada momento se pasaba la mano por la incipiente barba, que, sin duda por serlo, le causaba desazón en el rostro.

Eran los últimos días de invierno, cuando un sol rubio y cálido, mensajero de la ya muy próxima primavera, suele atravesar los remolinos de nieve y hender los cendales de bruma; acaso la visita del astro durase tan sólo un día, tal vez una hora no más, pero su luminosidad radiante bastaba para que los gorriones se volviesen locos de alegría y las gentes se emborrachasen de júbilo.

Por la ventana -que aun conservaba, como reliquias del último verano, una capa de polvo y cortinas de telarañas- vislumbrábase el cielo, hermoso y límpido como muy pocas veces se viera; tal vez, al mirarlo en los primeros instantes, los ojos, empañados aún por las nieblas invernales, no advirtiesen toda su inmaculada pureza; pero a medida que lo contemplaban se les aparecía más terso y más azul.

Miraba Serguéi Golovin el cielo, siempre rascándose la barba, entornaba voluptuosamente los ojos, que largas pestañas embellecían, y volvía luego a sumirse en sus pensamientos. Una vez hizo una especie de castañeta con los dedos, y su rostro se dilató con expresión de gozo; pero de pronto miró en torno suyo y el júbilo se le extinguió, como se apaga un fósforo que se pisa. Se puso pálido como un muerto. Sin embargo, la alegría de la vida y el sol de primavera vencieron una vez más, y al poco tiempo el juvenil e ingenuo rostro elevábase nuevamente hacia el cielo.

Pero no estaba solo en su admiración: también lo contemplaba la muchacha que no había querido dar su nombre, y que se llamaba Musia. Era aun más joven que Golovin, pero su precoz seriedad y la profunda mirada de sus ojos negros hacíanle aparentar más años. Que éstos eran muy pocos se veía, con todo, en la graciosa morbidez de su cuello, en las finas y transparentes manos, en algo, en fin, inefable y fragante. Estaba muy pálida, pero no era la suya la palidez de la muerte, sino la transparente blancura que una intensa llama interior da a muchos rostros hasta hacerles tomar apariencia de porcelana.

Sin moverse apenas en su silla, sólo alguna que otra vez se miraba el dedo del corazón de la mano derecha, donde una sortija que poco antes le quitaran había dejado visible señal. Serena, indiferente a cuanto la rodeaba, miraba al cielo, único vestigio de pura belleza que en el sórdido conjunto de aquella sala se ofrecía a sus ojos.

Los jueces sentían compasión por Serguéi Golovin, pero en cambio odiaban a Musia.

Había otro personaje, que, según propia declaración, se llamaba Verner, y que permanecía inmóvil, con las manos en las rodillas. Contemplaba el sucio entarimado, y nadie hubiera podido decir si su pensamiento estaba allí o si, desasiéndose de cuanto le rodeaba, habíase ausentado de aquel lugar. Tratábase de un hombre de mediana estatura. Su rostro, de singular hermosura y nobleza, era tan blanco y pálido, que recordaba las noches de luna a orillas del mar. Parecía reunir a una fuerza extraordinaria una fría seguridad en sí mismo. Contestaba breve y cortésmente a las preguntas que se le hacían; pero aun entonces había en él no sé qué de peligrosa superioridad, que se advertía hasta en sus más ligeros movimientos. Se envolvía en el capote que usan los carcelarios, pero esta prenda parecía despegársele del cuerpo. Cuando fue detenido se le encontró únicamente un revólver, en tanto que a sus compañeros se les halló un verdadero arsenal de armas y materias explosivas. Los jueces, sin embargo, le suponían el jefe de los conspiradores y, a pesar suyo, le manifestaban alguna deferencia.

Muy próximo a él hallábase un individuo de aspecto cadavérico, llamado Vasili Kashirin, que luchaba denodadamente por ocultar el terror que le dominaba. Desde la hora de la mañana en que los habían conducido ante el tribunal, el descompasado ritmo de su corazón amenazaba con ahogarle; tenía la frente bañada en sudor y helados los pies y las manos. Pudo, con sobrehumano esfuerzo, evitar que los miembros le temblasen y hacer que su voz pareciese firme y segura, así como serena su mirada. No veía lo que le rodeaba, y las palabras y las frases que allí se pronunciaban, llegaban a él como a través de la niebla, casi apagadas por espesas y acolchadas paredes; para replicar a las preguntas que se le hacían había de poner toda su voluntad en despertar de aquella especie de ensueño entre nieblas. Luego no volvía a acordarse de preguntas ni respuestas y volvía a sumirse en sus meditaciones y a empeñarse en su lucha interior. La muerte parecía rondarle ya, y esta circunstancia desviaba de su rostro las miradas del tribunal. Lo mismo podía ser joven que viejo: tan difícil era calcular su edad como si se tratase de un cadáver que comienza a descomponerse. Sus documentos, sin embargo, atestiguaban que tenía veintitrés años. Verner le daba de vez en cuando una palmadita en las rodillas, y él le replicaba:

- No es nada.

Algunas veces experimentaba irresistible deseo de gritar, de aullar, como un animal desesperado; cuando esto le ocurría, pasaba un rato cruel. Arrimábase silenciosamente a Verner, y éste le decía, sin mirarle:

- Paciencia, Vasia. Pronto dejaremos de sufrir.

La quinta terrorista, Tania Kovalchuk, preocupada e inquieta, miraba a sus compañeros con expresión maternal y solicita. Y parecía, en efecto, madre de todos ellos, pese a su extremada juventud y a la lozanía de sus mejillas, tan encendidas como las de Serguéi Golovin; pero sus ojos tenían una expresión de ternura inefable, de infinito amor.

Apenas si se dignaba mirar al tribunal. Estaba pendiente de las declaraciones de los demás, preocupada de que no les temblase la voz, de que no tuviesen miedo.

A Vasili, Tania ni siquiera se atrevía a mirarlo. A Musia y a Verner los contemplaba con mezcla de orgullo y respeto, y su rostro adquiría entonces expresión de patética gravedad. En cambio, cuando miraba a Serguéi sonreía y se decía:

- ¡Eleva tus ojos al cielo, amigo mío! Pero ¿qué va a ser de Vasia? ¡Ay, Señor, Señor! ¿Qué podría hacer por él? ¿Decirle algo? Acaso fuera peor. A lo mejor se echa a llorar.

Así como las nubes viajeras se reflejan a la hora del crepúsculo en las serenas aguas de un lago, del mismo modo en aquel semblante todo bondad se reflejaban todos los sentimientos, todas las ideas, aun las más leves, aun las más fugaces, de los cuatro amigos de Tania. Ni siquiera se le ocurría pensar que también ella estaba acusada, que asimismo habían de juzgarla y que igualmente la ahorcarían. No le preocupaba gran cosa. En su domicilio fue precisamente donde habían sido hallados las armas y los explosivos, y, aunque parezca raro, ella misma fue quien recibió a tiros a la policía e hirió a un agente en la cabeza.

A las ocho de la noche terminó la sesión. Musia y Serguéi seguían mirando al cielo, que poco a poco iba obscureciéndose. No tenía ese tinte rosado, esa luminosidad sonriente, de los atardeceres estivales; habíase tornado de repente hosco y ceñudo, nuboso y lóbrego, como cielo de invierno. Golovin lanzó un suspiro y miró de nuevo a través de la ventana. Mas ya nada se veía; era noche cerrada, una noche negra y helada. Entonces, el joven, sin dejar de acariciarse la incipiente barba, volvió los ojos, curiosos como los de un niño, hacia los jueces, y los fijó luego en los guardias que estaban allí custodiándolos, rígidos, con sus fusiles prevenidos. Miró, finalmente, a Tania y sus labios insinuaron una sonrisa. También Musia apartó la mirada del cielo cuando éste se obscureció, y la fijó en una telaraña. Así permaneció durante la lectura de la sentencia.

Cuando se hubo cumplido este requisito, los defensores de los condenados se despidieron de éstos, que no quisieron mirar los ojos, entre avergonzados y tristes, de los abogados. Al salir cambiaron algunas palabras.

- No es nada, Vasia -dijo Verner-; todo acabará pronto.

- Sí, amigo, todo -replicó Kashirin, sereno, casi alegre.

Había perdido su aspecto cadavérico, y su semblante se había coloreado levemente.

- ¡Ah, diablos! ¡Al fin han conseguido hacernos ahorcar! -exclamó el candoroso Golovin.

- ¡Bah! -contestó Verner- Eso estaba descontado.

Tania quiso consolarlos, y les dijo:

- Mañana se ratificará la sentencia y nos encerrarán a todos juntos, y ya no nos separaremos hasta la hora de morir.

Musia callaba. Al fin echó a andar con decisión.

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